domingo, 19 de octubre de 2008

La antropología social en perspectiva




LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL EN PERSPECTIVA

Héctor Díaz-Polanco

El presente texto es la trascripción, revisada por el autor, de la exposición oral realizada en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CIICH), de la UNAM, el 21 de octubre de 1997. Se hicieron algunos ajustes al texto para mejorar su presentación y comprensión.

La antropología es una disciplina muy especial por su historia y por sus pretensiones, como veremos. Habría que aclarar, ante todo, que lo que aparece como un bloque homogéneo e indiferenciado en realidad contiene un conjunto de subdisciplinas, ramas o especialidades en su interior. Esto incluye especialidades como la antropología física, que se dedica a estudiar el proceso de “hominización”, de constitución de lo humano en lo genotípico y lo fenotípico; la etnolingüística, que examina las complejas relaciones entre cultura y lengua; la arqueología, interesada en las formaciones sociales antiguas, las primeras configuraciones estatales, las revoluciones agrícolas y urbanas, etc., y la especialidad que centra su interés en los sistemas socioculturales contemporáneos: la antropología social (o cultural) y la etnología. La lista es sólo ilustrativa, pues los nichos de las especializaciones, así como la multitud de prácticas híbridas, van en aumento. En la práctica, las fronteras entre estos campos no son tajantes y existen muchos terrenos comunes, preocupaciones compartidas y traslapes. Es por ello que son agrupadas bajo el paraguas de la “antropología”. En las páginas que siguen estaré colocado en el terreno de la antropología social o cultural.
La antropología nace en la atmósfera intelectual que arranca a finales del siglo XVIII, y avanza hasta nuestros días. Su consolidación como disciplina académica se realiza durante la segunda mitad del siglo XIX. Es el ambiente en que se enfrentan el racionalismo francés y el romanticismo alemán. Es decir, Voltaire versus Herder, para mencionar dos figuras epónimas; el espíritu de las luces frente al relativismo histórico; la noción de universalidad en pugna con la de particularidad; el racionalismo ius-naturalista frente al historicismo jurídico, con su fundamento en el wolkgeist (espíritu del pueblo).
Se trata de una disciplina que ha experimentado transformaciones substanciales a lo largo del tiempo y que, en este momento, constituye una piedra angular para la comprensión o el tratamiento de un conjunto de problemas cruciales. En primer plano se puede situar la cuestión de la diversidad o la pluralidad, abordada desde diversos enfoques y preocupaciones. Si hay una línea conductora, un hilo rojo que atraviesa todas las problemáticas antropológicas, es el de la diversidad. El problema de la diversidad, como sabemos, aparece prácticamente en el mismo momento en que los conglomerados humanos dejan de ser sociedades totales y pasan a ser sociedades parciales; es decir, pasan a interrelacionarse, a vincularse y a ser partes de unidades sociopolíticas mayores. En esa circunstancia, el problema de la diversidad—la difícil y a menudo conflictiva convivencia de sistemas socioculturales distintos—aparece como uno de los problemas humanos fundamentales.
La antropología intenta estudiar esta diversidad y, a veces, proponer soluciones a variados conflictos. En términos contemporáneos, éstos se presentan como las fricciones que resultan de la pluralidad en el marco de sociedades complejas, determinadas a su vez por un continuo proceso de mundialización o, para usar un término de moda, globalización. En concreto, se manifiestan como el problema del reconocimiento de los derechos socioculturales de grupos de identidad en el contexto del Estado-nación, mediante diversas fórmulas que se resumen en lo que se ha dado en llamar el régimen de autonomía. Se busca sentar las bases de una sociedad plural. Esto supone admitir que existe lo que puede llamarse una contradicción sociocultural: la que se da entre la particularidad étnica, la particularidad identitaria de ciertos grupos, y la pretensión de universalidad que también atraviesa la historia de occidente sobre todo en los últimos dos siglos.
Estamos hablando de la problemática de compatibilizar los derechos étnicos, colocados el ámbito de la particularidad, por una parte, y los derechos individuales o “ciudadanos” planteados en el terreno de la universalidad, por la otra. El conflicto se pone de relieve ante un primer indicio: a menudo el contenido de los llamados derechos étnicos y el sistema cultural del que derivan—con su énfasis en lo comunal, el control y la subordinación de la individualidad a los imperativos de los llamados “usos y costumbres” y la vigencia de estrictas normas colectivas, por ejemplo—parecen competir tanto con la sensibilidad ética del hombre occidental de fines del siglo XX, como con principios y garantías internacionalmente sancionados que se identifican con nociones de libertad, igualdad, derechos humanos y otras por el estilo. Se trata de lo que Geertz caracterizó como la tensión entre el impulso esencialista (“el estilo indígena de vida”) y el empuje epocalista (o sea, “el espíritu de la época”), uno jalando hacia la herencia del pasado y el otro hacia “la oleada del presente”. Las metas de uno y otro implican ventajas y dificultades. Las metas del esencialismo pueden ser “psicológicamente aptas pero socialmente aislante”; mientras que las propuestas del epocalismo tienden a ser “socialmente desprovincializantes, pero psicológicamente forzadas”.
Un nivel adicional de tensión surge a fines del siglo XVIII, después de la gran Revolución Francesa, cuando comienza, como lo recuerda Wallerstein, la época del triunfo del liberalismo. Éste se convierte en el fundamento filosófico y político sobre el que se construyen las sociedades occidentales. Este largo período de dos siglos, según el autor, se acerca a su fin. En todo caso, con el surgimiento del liberalismo como concepción orientadora y organizadora del desarrollo del capitalismo mundial, los problemas de la diversidad no sólo no se solucionan, sino que entran en un nuevo nivel de complicación, por lo que se agudiza el conflicto. ¿De dónde provienen las bases del conflicto indicado? Provienen de una doble intransigencia. De un lado, operan los inflexibles principios de un liberalismo que no acepta otra racionalidad como base de la organización sociopolítica que no sea aquella que el mismo prescribe. En la actualidad conviven versiones de un liberalismo duro y de un nuevo liberalismo pluralista. Pero para el liberalismo primigenio, que sigue siendo el dominante, ni la tradición ni la identidad son fundamentos para constituir la sociedad política, sino la “razón” y la adhesión voluntaria, la asociación y el “contrato”. En el lado contrario, encontramos el ascenso del relativismo absoluto que, so pretexto de reivindicar la particularidad, se aferra a una metafísica de la irreductibilidad e inconmensurabilidad de los sistemas culturales. En este partido se pone en tela de juicio la pretendida soberanía de la razón y la “autonomía de la voluntad” y, en contraste, se exalta la preeminencia de la cultura sobre la individualidad.
Desde hace casi dos siglos, la contienda entre estos dos grandes enfoques ha dificultado la armonización entre razón y cultura, entre pensamiento y tradición, entre unidad nacional y pluralidad, entre universalidad y particularidad. Actualmente su persistencia estorba la transacción sociocultural que implica, por ejemplo, el régimen de autonomía. En general, las dos grandes tendencias mantienen su impulso primigenio: el espíritu de las luces frente al espíritu del pueblo (wolkgeist); el hombre “universal” en contraste con el hombre determinado hasta en los menores detalles o gestos por su cultura. No se trata desde luego de una confrontación que se mantiene y se resuelve en el ámbito de las ideas. Tratándose de concepciones con una gran densidad histórica, el forcejeo provoca consecuencias prácticas de enorme trascendencia. La batalla entre estas dos tradiciones teórico-políticas, por ejemplo, se extendió con fuerza a tierras americanas en el siglo XX, adquiriendo rasgos virulentos sobre todo a partir de su segunda mitad. La antropología fue una de las arenas predilectas.
Antes de abordar este punto, hay que examinar brevemente las dos grandes fases por la que atraviesa la contienda. La primera abarca el período de desigual constitución de los Estado-naciones, particularmente durante el siglo XIX. Esta etapa marca el triunfo del universalismo racionalista, pues los estados nacionales no se erigen a partir del principio cultural preconizado por el romanticismo (“cada nación cultural un estado”), sino considerando a la nación como un conjunto de individuos o ciudadanos que, independientemente de sus características culturales, se reúnen para fundar un Estado-nación. Esto es, no se impone la nación cultural sino la nación política, cuyos límites no respetan las fronteras étnicas ni las identidades históricamente conformadas. Así ocurrió tanto en Europa como en América Latina. Ello determina que, en consecuencia, en los Estado-naciones la regla no sea la homogeneidad sociocultural de las poblaciones que conforman las flamantes unidades sociopolíticas, sino la heterogeneidad. El resultado generalizado fueron naciones políticamente unificadas, pero con bases sociales que son multiculturales o pluriétnicas e incluso multinacionales en un sentido herderiano. Así, el ente con que el racionalismo liberal celebra su éxito lleva en su seno el germen del conflicto, debido a su propia pluralidad: en el Estado-nación permanece latente, y a menudo aflora con brío, el conflicto de la diversidad. Este problema subyace quizás como la gran problemática de la antropología actual.
Una segunda fase se inicia después de la Segunda Guerra Mundial y se prolonga hasta nuestros días. En aparente paradoja, después del holocausto provocado por el racismo nazi, el culturalismo experimenta un gran ascenso. El renacimiento de los enfoques relativistas, sin embargo, se realiza en nuevos términos; concretamente, llevando a cabo una severa expurgación de toda referencia a supuestas determinaciones raciales. A partir de los años cincuenta, científicos del mundo, convocados por la UNESCO, realizan la sistemática refutación de las tesis racistas. En lo adelante, la diversidad aceptada sólo puede fundarse en lo cultural. En esta ola, el relativismo cobra fuerza en la comunidad antropológica.
Pero volvamos atrás para hacer un poco de historia sobre nuestra disciplina. Constatemos un primer hecho interesante: aunque en ella se desarrollan poderosas corrientes racionalista, y de hecho arranca con formulaciones evolucionistas de este carácter, la antropología es una disciplina identificada mucho más con la tradición romántica, con la tradición del historicismo alemán, que con el racionalismo francés. Se puede decir entonces que la antropología arrastra la marca romántica. En efecto, a diferencia de otras disciplinas como la sociología, es identificada—y no sólo por los legos—con el entusiasmo por lo exótico, lo extraño, lo único, lo especial. Como contrapartida se advierte en ella escaso interés por las comunidades políticas complejas, particularmente por el Estado-nación. De hecho, para muchos antropólogos, su disciplina se distingue por el estudio de las llamadas “sociedades simples”. Es cierto que se encuentran estudios antropológicos centrados en sistemas sociales “complejos”; pero esto es más bien la excepción y no llega a convertirse en un objeto de primer orden en su campo de estudio. Así aparece el contraste entre una “rutina sociológica” que se realiza en nuestro propio ámbito, en un terreno conocido: nuestro mundo “occidental”, frente al “heroísmo” casi wagneriano de la antropología. No es casual que la versión hollywoodense más difundida del científico heroico (Indiana Jones) sea la figura de un antropólogo (un arqueólogo, para más señas), construida a partir de un cliché que ha corrido con buena fortuna.
Esto se debe quizás a que lo destacable de la antropología es el estudio del otro, de lo otro, de lo diferente por antonomasia. Incluso, durante mucho tiempo, lo que se engloba como propio de la etnicidad, como propio de la étnico, es concebido básicamente como un atributo del otro, lo que manifiesta un cierto residuo colonialista en el enfoque antropológico: los otros (sociedades “primitivas” o “simples”) tienen etnicidad, nosotros (“occidentales” o “civilizados”) no. Esto no debe extrañarnos, pues es imposible entender la constitución y desarrollo de la disciplina sin las determinaciones del colonialismo. De tal manera que los estudios de éste y otros temas caracterizados como antropológicos se hacían en el mundo del “otro” y no en nuestro propio ámbito. Tomó cierto tiempo a los antropólogos liberarse de su condicionamiento colonialista y aceptar que podían aplicar el mismo enfoque “antropológico” al estudio de realidades (es decir sistemas, relaciones, funciones, estructuras, etc.) “occidentales”, propias de nosotros.
Un segundo rasgo destacable de la antropología social es su pretendida peculiaridad metodológica, debido a la influencia de corrientes teóricas que veremos más tarde. Muy pronto se identifica prácticamente la antropología con el trabajo de campo, particularmente con lo que los antropólogos llaman la observación participante. En breve, se trata de una forma de trabajo que requiere que el investigador no sólo se inserte en el ámbito de la comunidad de estudio a fin de recolectar la información, sino que permanezca allí el tiempo suficiente para contrarrestar los efectos perturbadores más evidentes que produce su presencia. Se busca que los miembros del sistema social bajo estudio empiecen a ver al investigador, si bien no como parte de aquel conglomerado humano, al menos como un elemento no perturbador: que se acostumbren al antropólogo, de modo que éste pueda estudiar los fenómenos que le interesan sin modificarlos con su presencia hasta un punto inconveniente.
Largo ha sido el debate entre los antropólogos—me temo que todavía sin un desenlace concluyente—sobre el carácter del trabajo de campo y de la observación participante. Por ejemplo, ¿la observación participante es en realidad un método peculiar de la antropología o una técnica de investigación que puede ser común a disciplinas y tipos de estudio diversos? Preguntas como ésta siguen bajo escrutinio. En cualquier caso, el hecho es que el uso de este tipo de estrategia de investigación desarrolló en muchos antropólogos cierto orgullo, ciertas actitudes que percibían su trabajo como una actividad única y especial. Según esto, lo que caracterizaría al antropólogo es justamente que realiza este tipo de investigación de campo, y extrae un género particular de información, de dato, del que no dispone ninguna otra ciencia social. El deslinde—que apenas disimula un cierto aire altivo y autosuficiente—es frente a otras disciplinas sociales, particularmente respecto a la sociología.
Para situar la cuestión en sus justos términos, habría que volver al sentido original. ¿Qué se pretendía con el trabajo de campo? Se pretendía lo que Thomas R. Williams llamó el “desgaste del etnocentrismo” en la investigación de la cultura. Tratándose del estudio del otro hay un conjunto de dificultades, de obstáculos para que el investigador pueda captar o “comprender” en su profundidad y significado, en su función, etc., el fenómeno cultural que quiere estudiar. Uno de los obstáculos principales consiste en los preconceptos, en las nociones etnocéntricas que inevitablemente el antropólogo carga como bagaje de su propio mundo. Por consiguiente, hay que desgastar tal etnocentrismo. Y este etnocentrismo se logra limar—es la pretensión de los antropólogos—durante la permanencia más o menos prolongada en el campo, en contacto con lo extraño. Analizar esta realidad, más o menos liberado de los propios prejuicios, es lo que hace posible captar la naturaleza distinta de lo otro. Dicho en términos bachelardianos, en parte se trataría de usar la observación participante como un apoyo para remover ciertos “obstáculos epistemológicos”.
Pero, antes de seguir con la cuestión de la naturaleza del dato antropológico, de inmediato conviene prestar atención a otro concepto clave que se deriva de lo indicado: el concepto de relativismo. Con él, la antropología empata con una de las cepas mas vigorosas de sus antecedentes históricos; me refiero a la mencionada raíz relativista que es parte del frondoso árbol del romanticismo y el enfoque historicista. Mientras el relativismo se mantuvo como una especie de técnica de desgaste del etnocentrismo, operó como un instrumento “heurístico” de la antropología. Pero muy pronto el relativismo se cargó de pretensiones epistemológicas, con derivaciones políticas. Entre otras, la pretensión de que se podía de allí inferir—de hecho, bien vistas las cosas, se trataba de un presupuesto—el carácter único e incomparable de cada sistema cultural; es decir la inconmensurabilidad e irreductibilidad de las culturas. De tal manera que a partir de esta concepción cada cultura resultó un ente válido en sí mismo y que en ningún sentido podía ser evaluado considerando otro esquema cultural.
Desde luego, esto trajo complicaciones muy serias que estamos viviendo hasta el día de hoy. Ha conducido a planteamientos que, mediante un proceso complejo de mediaciones, terminan aceptando perspectivas fundamentalistas convencidas de que ningún sistema cultural puede ser evaluado a partir de criterios que le sean “ajenos”. Por esa vía, la propia unidad de la especie humana queda en entredicho. Por lo tanto, cualquier sistema cultural es válido en su totalidad por el solo hecho de serlo. Bajo este principio, tenemos graves dificultades en la actualidad para buscar los puentes, los principios de comunicación entre culturas, esenciales para abordar problemas difíciles que derivan de la práctica cultural. Según un esquema cultural se puede aducir, por ejemplo, que ciertas prácticas conducen a violaciones de los derechos humanos o de garantías individuales. Los que llevan el relativismo hasta extremos absolutos tenderán entonces a sostener que no es posible evaluar como violaciones determinados usos o costumbres, puesto que ellos son válidos en el contexto cultural correspondiente. Esto plantea desafíos muy importantes que está afrontando la antropología en la actualidad—a mi juicio de manera insatisfactoria—y que sobrevienen de su propias raíces históricas.
En México sobrarían los ejemplos para ilustrar la cuestión, precisamente ahora que se discute en el país la problemática de los regímenes de autonomía. La pregunta clave es qué tipo de autonomía debemos establecer, de modo tal que garantice el ejercicio de los derechos propios de los pueblos indígenas—entre los cuales se encuentran el mantenimiento de sus características y prácticas socioculturales—y, simultáneamente, salvaguarde los derechos humanos y las garantías individuales. Esto nos lleva a la necesidad de que la antropología amplíe el trabajo revisionista conducente a la elaboración de perspectivas y conceptos transculturales que faciliten el abordaje de las contradicciones culturales y permitan establecer los puentes para el diálogo intercultural.
No partimos de cero. Disponemos ya de un conjunto muy rico de propuestas, aunque insuficientemente discutidas. Como ejemplo, me referiré sólo a una: la propuesta del analista portugués de Sousa Santos, quien plantea la necesidad de enfocar esta problemática a partir de lo que llama una “hermenéutica diatópica”; es decir una interpretación de la cultura que considere tópicos de pares de cultura o de pares de conjuntos culturales, bajo un principio fundamental: la incompletud de todas las culturas. Esto puede resultar muy fértil, puesto que la idea de irreductibilidad o inconmensurabilidad de las culturas, y en consecuencia de la imposibilidad de comunicación y diálogo entre ellas, deriva de un principio exactamente contrario al que se acaba de enunciar: el de que toda cultura contiene la totalidad de las soluciones y que, en este sentido, es un sistema completo y acabado. Me parece que la noción de incompletud permitiría iniciar un trabajo para, comparando los sistemas culturales, establecer un diálogo a partir de la detección de las faltas o los desarrollos insuficientes en los diferentes sistemas culturales, a fin de buscar entonces la complementariedad de las culturas.
Una tercera particularidad de la disciplina tiene que ver con la etnografía. La antropología es en realidad, como dice Geertz, lo que los antropólogos hacen. Y lo que los antropólogos hacen es fundamentalmente etnografía. Con ello retomo el problema que dejé pendiente hace rato: el carácter del dato que resulta de la etnografía. La pretensión de muchos colegas es que la antropología proporciona una especial objetividad porque sus conclusiones se fundan en el dato etnográfico. Esta supuesta particularidad de la antropología, que permitiría distinguirla ventajosamente de otras ciencias sociales, se funda en una perspectiva metodológica de signo inductivista. Es decir, un enfoque que exagera, que pone un énfasis excesivo o, por así decirlo, sacraliza el papel del dato en el análisis. Así, la información etnográfica se reputa como una suerte de dato “duro” que hace prácticamente irrefutable el análisis fundado en él. En la perspectiva de la epistemología contemporánea, un “dato” de esa naturaleza se coloca inmediatamente fuera de los límites de la ciencia. A fines de los sesenta el inductivismo prácticamente ya se había establecido como una especie de creencia religiosa en un sector influyente del mundo antropológico. En México se sintió fuerte esta oleada. Recuerdo que en los sesenta, los antropólogos que no creían demasiado en este principio de que el “dato” etnográfico era el alfa y omega del análisis antropológico, eran poco apreciados en la comunidad académica. Se les acusaba de ser teoricistas o no científicos; sobre todo si sus trabajos no eran estudios etnográficos de comunidad, puesto que ya para entonces el análisis de ésta se había convertido en el objeto “científico” de la socioantropología.
No es entonces casual que uno de los críticos más acervos de esta pretensión de la antropología haya sido precisamente Karl Popper. A fines de los sesenta, Popper expresó su crítica con estas palabras: “El triunfo de la antropología es el triunfo de un método pretendidamente basado en la observación, pretendidamente descriptivo, supuestamente más objetivo y, en consecuencia, aparentemente científico-natural. Pero se trata de una victoria pírrica: un triunfo más de este tipo, y estamos perdidos—es decir, lo están la antropología y la sociología”. Y agregó que aunque el prisma antropológico “es quizás más coloreado que otros, no por ello es más objetivo. El antropólogo no es ese observador de Marte que cree ser y cuyo papel social intenta representar no raramente ni a disgusto; tampoco hay ningún motivo para suponer que un habitante de Marte nos vería más ‘objetivamente’ de lo que por ejemplo nos vemos a nosotros mismos”.
Geertz, hace juicios en términos similares, cuando recuerda que “los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura interpretaciones de segundo y hasta tercer orden [...] De manera que son ficciones; ficciones en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’—que es la significación de fictio...” La experiencia de campo tiene un valor indudable, y no es esto lo que está en discusión. “Pero— como agrega Geertz—la idea de que esta experiencia da el conocimiento de toda la cuestión (y lo eleva a uno a algún terreno ventajoso desde el cual se puede mirar hacia abajo a quienes están éticamente menos privilegiados) es una idea que sólo se le puede ocurrir a alguien que ha permanecido demasiado tiempo viviendo entre las malezas”.
Sobre este punto concluyo indicando que persiste aún en amplios terrenos de la antropología la postura inductivista, entendida como la errónea idea de que el dato de tipo etnográfico dará un conocimiento privilegiado. Pero al mismo tiempo se han desarrollado tendencias nuevas y ya no tan nuevas en la antropología que otorgan su justo lugar a la elaboración teórica y a la deducción como instrumento fundamental del conocimiento científico. Por razones difíciles de explicar, a menudo las tendencias inductivistas se asocian, en el terreno de las posturas sociopolíticas, con inclinaciones fundamentalistas, etnicistas o conservacionistas; o en todo caso, con visiones restrictivas respecto del campo de estudio de la antropología.
Pasemos ahora, en cuarto término, al desarrollo de las teorías antropológicas. Quisiera iniciar con una idea básica que resumo así: no podemos abordar adecuadamente la cuestión de los objetos de investigación, del método e incluso de las técnicas de recolección de datos que tienen lugar en el vasto campo reservado a la antropología, y quizá en el de cualquier otra disciplina, si no es desde el marco de los enfoques teóricos. Lo mismo se aplica a la construcción de conceptos. Dicho de otra manera, cada teoría construye los conceptos pertinentes, y los construye según su propio marco. De tal manera que el análisis de los conceptos fuera de estos marcos teóricos podría carecer de significado o ser trivial. El mismo concepto, o aparentemente el mismo, opera de manera diferente—de hecho es un concepto diferente—según que esté asociado a una teoría u otra.
Para analizar este punto se requiere distinguir, para llamarlo de alguna manera, entre la antropología ficticia o quimérica y la antropología real. Sospecho que son muchos los adictos a la antropología ficticia. ¿En qué consiste? Consiste en concebir a la antropología como una disciplina que tiene un objeto, un método y un cuerpo conceptual, que son propios de ella con independencia de los enfoques teóricos. En suma, que existe un objeto que es propio de la antropología, en tanto disciplina. Esta antropología es irreal porque no se compadece con lo que nos muestra la historia y la práctica de aquellos que se consideran antropólogos. El hecho de que todos ellos se denominen con el mismo término y se sientan parte de una disciplina no cambia la cuestión. Oculta la diversidad a su interior, pero no la suprime. La antropología es, en realidad, un conjunto de teorías más o menos coexistentes o sucesivas, y las prácticas que se realizan a partir de ellas. Por lo regular, encontramos a varias teorías antropológicas coexistiendo y compitiendo entre sí, con la preeminencia de alguna durante períodos más menos largos. En otro sentido, y considerando la larga duración, la antropología se presenta como una sucesión de teorías, una refutando o desplazando a la anterior, y a veces utilizándola como referencia crítica para la construcción de su objeto, de su método, de su cuerpo conceptual. Así, con estos enfoques teóricos los antropólogos definen sus objetos de estudio y, según los respectivos marcos, construyen los cuerpos conceptuales. La antropología entonces viene a ser evolucionismo, culturalismo, funcionalismo, estructuralismo, neoevolucionismo, antropología “simbólica”, etnociencia, etcétera. Es en su campo de significaciones en donde habría que analizar el problema de los conceptos.
Hablando del desarrollo histórico de la antropología, habría que recordar que se incuba en el momento en que los países centrales (a finales del siglo XVIII y principios del XIX) están en una disyuntiva histórica entre las fuerzas del pasado y las que empujan hacia los cambios. Aquí los adversarios son la corriente conservadora y la liberal que, en un lapso relativamente corto, terminará imponiéndose. Entre ellas, y desafiando a ambas, se sitúa otra tendencia (la socialista) que ya en la segunda parte del siglo XIX adquiere perfiles retadores. En consecuencia, todas las teorías que nacen en esa fase, y que posteriormente serán la base para formar disciplinas académicas como la sociología y la antropología, se están planteando el problema de superar el antiguo régimen y, al mismo tiempo, impulsar las nuevas ideas o formulaciones sociales acordes con las fuerzas emergentes. Ello implica también vigilar de reojo a las tendencias socialistas que favorecen no las vías para la sustitución de una clase social por otra, sino la abolición de todas las clases. De ahí que las teorías del siglo XIX, desde el positivismo hasta los enfoques que se cobijarán bajo el respetable paraguas de la antropología, aparezcan armadas de conceptos centrales que hacen alusión a estas contradicciones. Por ejemplo, el lema del positivismo sintetiza una concepción basada en dos conceptos: uno, el de progreso, para oponerlo al antiguo régimen, y otro, el de orden, para contrarrestar a quienes quieren desestructurar completamente el sistema social en lo que tiene de orden jerárquico y régimen de dominación. De tal manera que los conceptos de orden y progreso expresan aquella realidad histórica.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, ya conjurado el peligro del antiguo régimen, el pensamiento social se vuelca hacia la disputa por los proyectos de futuro, y la cuestión del orden pasa a segundo plano. Es el gran arranque de los enfoques evolucionistas que marcarán durante mucho tiempo a la antropología naciente. El concepto de progreso de vuelve central en esta antropología. La antropología evolucionista se empeña en fundar una ciencia en la que las sociedades humanas aparecen ordenadas y en secuencia ascendente. Se trata de entender las fases o los estadios de evolución de la sociedad humana. Y estas fases permiten a los primeros antropólogos elaborar diversos esquemas evolutivos en los que cada estadio tiene el carácter de necesario, en el sentido de que la escala no admite saltos. La noción de diacronía es el concepto mediante el cual se da cuenta del ascenso histórico.
En esta etapa, la construcción de conceptos en la antropología estuvo fuertemente influida por el estudio de un fenómeno social que prácticamente la funda. Me refiero al sistema de parentesco. Lewis H. Morgan es considerado uno de los padres de la antropología, entre otras cosas, porque advirtió su importancia. Con ello hizo un descubrimiento que Marx y Engels consideraron una de las grandes hazañas científicas, comparable con la que posteriormente realizaría Darwin en relación con la evolución de las especies. Morgan se percató de que existían sistemas de descendencias unilineales. A tono con el pensamiento evolucionista dominante, el autor infirió que los sistemas matrilineales eran más antiguos que los patrilineales y que, en consecuencia, se podían ordenar en una escala evolutiva. Morgan estudió también lo que llamo las terminologías clasificatorias y las terminologías descriptivas. A partir del análisis del sistema de parentesco, Morgan buscó mostrar que estas sociedades llamadas primitivas no eran sistemas caóticos, sino que se sustentaban en una organización social con cierta racionalidad. En consecuencia se podía estudiar el sistema cultural a partir de los sistemas clasificatorios y descriptivos.
Morgan fue un poco más allá en la que se considera su obra cumbre (La sociedad primitiva)—y con ello despertó las alabanzas de los fundadores del marxismo—, al prestar atención no sólo a aquel aspecto de la organización social, sino además a la estructura productiva, a partir de lo que denominó “las artes de subsistencia”. Combinando ésta con las invenciones y descubrimientos, y completando el cuadro con las formas de propiedad, Morgan erigió el que es seguramente el esquema evolutivo más célebre: el trifásico salvajismo, barbarie y civilización.
Estos conceptos evolucionistas imperaron durante toda la segunda mitad del siglo XIX. En la centuria siguiente comenzaron a decaer, bajo el fuego cruzado del relativismo cultural que se desarrolló en Norteamérica y del funcionalismo británico. Franz Boas, considerado el padre de la antropología norteamericana, emigra de Alemania a los Estados Unidos, imbuido de los planteamientos del romanticismo. En Norteamérica, Boas se convierte en el constructor de un nuevo enfoque antropológico que recupera la indicada tradición teórica de su patria natal: los tópicos herderianos que ponían el énfasis en la organicidad de los sistemas culturales. Como se recordará, lo que Herder critica al racionalismo iluminista es el hecho de que supone que los sistemas sociales son agrupaciones voluntarias de individuos. Cree, en cambio, que aquellos trascienden la individualidad. De hecho, insiste en algo que el propio Marx planteará desde otra perspectiva: que el individuo es una realidad social de reciente creación; esto es, que lo social precede a la individualidad. De tal manera que lo que debe primar—cree Heder—es la cultura o el “carácter nacional”. Por eso plantea que sería un error que los estados-nacionales se conformasen sin respetar las formaciones orgánicas o los “límites naturales” de las culturas. Como vimos, lo que se hizo no atendió a las recomendaciones de Herder. De tal manera que esta segunda corriente antropológica, conocida como culturalismo, relativismo cultural o relativismo norteamericano (en referencia a su principal lugar de gestación) constituye—por decirlo así—la revancha del romanticismo, de la concepción herderiana, en el ámbito de la antropología.
Boas crea toda una escuela de antropología, y de ella derivan varias orientaciones que se expresan en los trabajos de sus numerosos discípulos (M. Mead, R. Benedict, R. Linton, A. L. Kroeber, etc.). Boas extiende su influencia en América Latina. En México, influye enormemente en la formación de la disciplina. En la entonces Universidad Nacional de México instaura un programa internacional de formación en antropología y arqueología, bajo su dirección, en el que participan jóvenes mexicanos que, con el correr del tiempo, se convierten en factótum de la antropología local. El caso más destacado es el de Manuel Gamio, quien fue durante lustros la figura central de la antropología y uno de los artífices de la expansión de la perspectiva boasiana en Latinoamérica, aunque ya mexicanizada, particularmente a través del Instituto Indigenista Interamericano. De tal suerte que Gamio y sus discípulos retoman los planteamientos relativistas de Boas, y dan un sello particular a la antropología mexicana.
La noción de cultura pasa a ser el concepto central del trabajo antropológico. Esto implica una reacción frente al enfoque evolucionista; en particular, el rechazo de las escalas evolutivas y la crítica del etnocentrismo que subyace en ellas. En la medida que los estadios expresan rangos y jerarquías en el desarrollo histórico, dicen los culturalistas, esconden un enfoque etnocéntrico que sólo favorece los intereses del colonialismo. (Por supuesto, aquí entran los juegos geopolíticos. Estados Unidos no tiene el desafío del manejo de colonias en la medida de, por ejemplo, Gran Bretaña, quien sí requiere una antropología que sea útil para la administración colonial). De este concepto de cultura se deduce que cada sistema cultural tiene un valor en sí mismo y debe ser estudiado en sus términos. Es lógico entonces que el trabajo de campo se convierta en la tarea fundamental del antropólogo, persiguiendo durante él el logro de la máxima “empatía”. No se espera que el antropólogo se convierta en indígena; pero que al menos se coloque en el contexto del otro y, desde esa posición privilegiada, se esfuerce por comprender la lógica del sistema cultural estudiado.
Compitiendo con el culturalismo norteamericano, el funcionalismo o estructural-funcionalismo se desarrolla en Inglaterra después de la primera Guerra Mundial, de la mano de autores claves como A. R. Radcliffe-Brown, E. E. Evans-Pritchard y B. Malinowski. La antropología social inglesa convierte el concepto de función en la noción básica. Inspirándose en un organicismo tomado de la biología, conciben los sistemas sociales como totalidades en las que cada parte cumple la función de contribuir al mantenimiento del todo. Un hecho social, unas relaciones, una institución, una creencia, sólo puede estudiarse adecuadamente en su propio contexto, como parte de una totalidad en la que cobra sentido por la función que realiza. En la medida en que el concepto de función cobra centralidad, se abandonan los análisis de corte diacrónicos que habían caracterizado al evolucionismo y se pone el énfasis en la sincronía. En las versiones más radicales no se oculta la hostilidad hacia la histórica. En todo caso, ni las secuencias históricas ni los procesos de difusión son considerados como estratégicos para comprender la cultura de que se trata.
Los difusionistas pensaban que existían unos pocos centros generadores de la cultura, y que a partir de esos pocos focos se habían irradiado los rasgos culturales. Mediante el proceso de difusión podía explicarse la presencia de dichos rasgos en sociedades diferentes. Los evolucionistas creían que la principal explicación de la simultaneidad de rasgos o instituciones no se encontraba en la difusión, sino que eran el resultado de desarrollos endógenos, producto de la operación de similares leyes históricas que hacían atravesar a los grupos humanos por fases semejantes. Los funcionalistas no estaban interesados en tales leyes históricas. Para el estudio del sistema cultural se requería un análisis interno (sincrónico) de cada estructura y encontrar allí la explicación a partir de la función que cumple cada parte. Según la definición clásica de Radcliffe-Brown, el concepto de función es “la contribución que hace un cierto elemento a la permanencia de la estructural social”. En otros términos, el funcionalismo se funda en una concepción holística. La sociedad es una especie de organismo, un sistema cerrado que tiende a mantener su equilibrio interno y sus límites. El concepto de homeostasis resume esta propiedad del sistema social. Hay aquí un sustrato tautológico y teleológico, pues en la noción de función—y la homeostasis correspondiente—están implicados fines y metas. Es decir, hay la idea de que las funciones que cumplen las diversas partes consiguen determinados fines o metas (mantener el equilibrio y la armonía social, por ejemplo), y que son esos fines o metas los que permiten alcanzar una explicación. Evidentemente, el presupuesto teleológico es que los sistemas sociales mismos tienen necesidades o metas. La explicación no se funda en una relación causal, sino en las consecuencias que provoca el fenómeno en estudio: los fines que cumple. A ello habría que agregar la fuerte inclinación del funcionalismo por estudio del equilibrio y la armonía del sistema, y el consiguiente descuido del dinamismo y el cambio.
La antropología funcionalista, al igual que el enfoque culturalista, desarrolla una predilección por unidades de análisis que se prestan al tipo de estudio “estructural” indicado. Esto es, sociedades que se pueden analizar como sistemas más o menos estáticos y armónicos, y en los que es relativamente sencillo estudiar las relaciones funcionales. Lo característico del análisis antropológico pasa a ser el estudio de los microsistemas que constituyen las llamadas sociedades “simples” o “primitivas”. Las pequeñas unidades sociales—las comunidades o aldeas—se convirtieron en más que “un lugar de estudio”: pasaron a ser el objeto de estudio. Esto hace pertinente la pregunta que se hace Geertz: ¿el antropólogo estudia aldeas o estudia en aldeas?
La interrogación es fundamental y despierta cuestiones muy importantes. Veamos un punto. En muchos lugares, incluyendo América Latina, se impuso la idea de que no se hacía antropología social si no se trataba de estudios a la escala de la aldea (para nuestro caso, a escala de la “comunidad”). A partir de este patrón, no se reputaban como antropológicos los estudios a otras escalas; por ejemplo, a escala de “pueblos” o “regiones” o “naciones”, implicando problemáticas que trascendieran la “unidad técnica” de estudio. Según esto, el antropólogo es el estudioso de microsistemas: de la pequeña aldea, de la comunidad. A menudo, el efecto ha sido muy limitativo en lo que hace a los alcances del análisis antropológico. Estudiando problemas de aldeas, el antropólogo restringe su capacidad de comprensión, hasta el punto de entorpecer o incluso impedir el conocimiento de lo que en ellas ocurre.
No me puede extender en este punto. Pero lo ilustraré con un ejemplo: el de la demanda de autonomía de los pueblos indígenas en México. En mi último libro refiero una opinión al respecto, que se sintetiza de esta manera: “Durante el diálogo de San Andrés, entre el EZLN y el gobierno federal, la autonomía brotó como la demanda central de los indígenas. Lo asombroso es que en los estudios antropológicos de esos pueblos, que cubren estantes enteros, no existe la menor referencia a la autonomía”. En efecto, cuando esta demanda explotó en 1994, entre los más sorprendidos se encontraban los propios antropólogos, en su inmensa mayoría practicantes de los enfoques culturalistas y estructural-funcionalistas. A estos estudiosos de las etnias indígenas, la autonomía les parecía una demanda dudosa. Hasta ese momento, muchos sostenían abiertamente que era un “invento” de ciertos intelectuales, pues no encontraban nada sobre ello en sus “datos” de campo. Después cambiaron esta opinión. La pregunta era cómo era posible que hubiera ocurrido tal cosa, tratándose sobre todo de las comunidades indias de Chiapas, que habían sido sometidas a uno de los escrutinios antropológicos más minuciosos del mundo.
¿La carencia de la antropología que se hizo evidente a partir de la negociación de San Andrés, deriva de la incompetencia de sus practicantes? Por supuesto que no. Una primera aclaración podría buscarse más bien en cuestiones de orden teórico y metodológico, que determinan enfoques centrados en el estudio de problemas de aldeas o comunidades. Con ello se pierde la perspectiva del mundo complejo en que estas comunidades están insertas, aunque con cierta frecuencia se “mencione” ese contexto más como adorno académico que como parte del análisis. El afán por comprender los sistemas culturales como entidades más o menos cerradas y equilibradas, alimenta ideologías silenciosas—pero fuertes—de la estabilidad y el orden sociocultural, que obstaculizan la percepción de las relaciones supracomunales y de los factores dinámicos que, pese a todo, operan en el mundo indígena. No es casual que al enfoque estructural-funcional correspondan orientaciones conservacionistas. Las problemáticas de “pequeña escala”, ajustado al análisis molecular de las aldeas, hacen caso omiso de la dinámica del Estado-nación y su impacto en las comunidades; del vínculo etnia-clase, y de los permanentes efectos desestructuradores de ese vínculo sobre las inclinaciones igualitarias que promueve el sistema cultural. Si los antropólogos seguían viendo a estas comunidades indígenas como entidades más o menos homogéneas, armónicas, sin contradicciones internas relevantes—aunque ocasionalmente afectadas por ataques de “anomia”—y sobre de todo de espalda a la nación, era difícil que pudieran advertir el apetito autonómico en su seno.
El estructuralismo es, en gran medida, una reacción frente al inductivismo imperante. Claude Lévi-Strauss recupera el papel de las formulaciones teóricas y epistemológicas para el análisis antropológico. Aprovechando los aportes de la lingüística que van de Ferdinand de Saussure a la escuela de Praga, el autor propone una metodología para estudiar los fenómenos sociales como estructuras inconscientes. Así, el objeto fundamental de la antropología no son las estructuras o relaciones sociales empíricas del funcionalismo, sino los modelos que el antropólogo construye en un nivel “supraempírico”. Desde esta perspectiva, Lévi-Strauss desarrolla un vasto conjunto de conceptos para el análisis de las estructuras en diferentes planos: estructuras mecánicas y estadísticas, conscientes e inconscientes, etc. La propuesta levistraussiana ha ocupado gran parte del debate en la comunidad antropológica durante las últimas tres décadas. Su supuesto de que existen estructuras mentales “elementales” que pueden ser estudiadas como parte de un dispositivo combinatorio que es universal e innato a la mente humana, ha sido discutido con fervor entre los antropólogos. Independientemente de las polémicas, lo cierto es que las audaces teorías estructuralistas, así como las hipótesis y los conceptos novedosos que se construyen a partir de ellas, renovaron la visión antropológica y sacudieron las habituales prácticas descriptivas e inductivistas imperantes. Con ello, además, se abrieron las puertas a otras propuestas posteriores, no empiristas—en las que no puedo detenerme—que siguen la trayectoria “modélica” inaugurada por el estructuralismo.
Debo señalar, por último, que estas corrientes y construcciones conceptuales tienen su expresión en una vida antropológica muy intensa en Latinoamérica y particularmente en México. Se trata de un vasto campo teórico-práctico. Me limitaré al terreno de la llamada cuestión indígena. En éste, podría entenderse el desarrollo de la práctica antropológica a partir de dos conceptos básicos: el concepto de indigenismo, que prácticamente se convierte en la médula de la antropología mexicana, sobre todo después de la época cardenista; y el de colonialismo interno, que en los sententa surge como un concepto renovador frente a la antropología “integracionista” hasta entonces hegemónica. El concepto de colonialismo interno tuvo una vida muy agitada. Pero muy pronto mostró su fertilidad para analizar la presencia de sistemas culturales indígenas en el marco de sociedades complejas: sociedades nacionales en las que aquellas etnias son un sector explotado y subordinado, operando como “colonias internas”. La relaciones que envuelve el colonialismo interno configuran un sistema de dominación que en gran medida permea todo el sistema sociopolítico del país. Así las cosas, el logro de un régimen democrático en este tipo de países, requiere la supresión de tales relaciones coloniales internas. En esto radica, según creo, la tesis básica que aparece formulada por primera vez en La Democracia en México, de Pablo González Casanova.
Allí se encontraba, en germen, una nueva perspectiva cuyo concepto central sería la autonomía. La tarea era, a partir de tal enfoque, hacer la crítica sistemática de la antropología indigenista, mostrando su reduccionismo por el lado de lo nacional, labor a la que se abocó un grupo de jóvenes antropólogos. La expresión más acabada del indigenismo—me refiero a la formulación “integracionista” que va de Manuel Gamio a Gonzalo Aguirre Beltrán—había llegado a plantear que la unidad de análisis básica era la región: lo que este último llamó las “regiones de refugio”, pero teniendo cuidado de mantener lo étnico fuera del ámbito nacional. El concepto de región de refugio se refería a la esfera en que la acción indigenista debía realizar su tarea integradora, sin que ello implicara cambios sustanciales del modelo de nación. Las etnias indias tenían un destino que era la disolución, mediante su integración a lo nacional; porque, en realidad, aquéllas no eran ni podían ser parte de la nación, sino prácticamente un anticuerpo en lo nacional. Por ello, “forjar” la nación o la patria implicaba disolver aquellas identidades incompatibles con los valores “nacionales”. Lo que hizo un grupo de antropólogos, en los sesenta, fue la crítica de esta antropología indigenista; y, a partir del concepto de colonialismo interno, sentar las premisas de un nuevo “paradigma” étnico-nacional. La fuerte crítica durante los años setenta y ochenta, preparó las condiciones para que a principios de los noventa se pudiera disponer de las primeras formulaciones de una perspectiva autonomista en la antropología mexicana. Creo que sin el antecedente mencionado, esto no habría sido posible.
El cambio de paradigma en el análisis de lo indígena, entrañó dos retos fundamentales: 1) refutar las teorías rivales, es decir, refutar las teorías integracionista y etnicista (neoindigenista), y 2) construir una teoría alternativa con un enfoque étnico-nacional. La nueva teoría debía implicar varias cualidades. En primer lugar, debía de abarcar el mismo campo de hechos de las teorías rivales (evidentemente, no estamos hablando de hechos empíricos, sino de hechos teóricamente construidos). En segundo lugar, ser capaz de revelar y explicar campos de hechos nuevos; esto es, hechos que no eran considerados por las teorías rivales: por ejemplo, aspectos fundamentales del comportamiento político de los grupos étnicos. En tercer lugar, se debían crear hipótesis nuevas. Y en cuarto lugar, explicar las “anomalías” de las teorías rivales en un marco teórico nuevo sin recurrir a hipótesis ad hoc, que es una de las estratagemas que utilizan los partidarios de una teoría para resolver las crisis que va provocando la acumulación de tales anomalías, como lo recuerda Lakatos.
Tomemos un ejemplo del esencialismo etnicista, que era uno de nuestros rivales. Una de las anomalías a que éste se enfrentaba eran los desajustes internos, los conflictos, etc., advertidos en sistemas socioculturales indios que, al mismo tiempo, se veían como básicamente armónicos y equilibrados, en contraste con el mundo “occidental” caracterizado por la tensión y el desorden. Para explicar aquella desarmonía interna en las sociedades indígenas, se recurría a hipótesis ad hoc. Una de ellas era que los desarreglos encontrados en sociedades que se presumían armónicas, se debían a los efectos externos (“occidentales”), evaluados como nocivos. Esto obligaba a postular que esas influencias no afectaban la “esencia” indígena; que, pese a tales desequilibrios, la “esencia” étnica se mantenía intacta. Pero nunca se podía explicar de dónde surgía esta entidad metafísica (que no se compadecía ni con los “datos” históricos ni con los estructurales que el propio etnicismo admitía); ni tampoco cómo era posible que tales “contaminaciones” externas perturbaran el sistema interno, sin ser parte de los mismos. Aquel era el argumento que me daba Guillermo Bonfil cada vez que hablábamos del tema: ofrecía una hipótesis ad hoc para resolver una anomalía del sistema teórico.
Pero había que afrontar un quinto problema que no se incluye en la metodología de Lakatos, ni tenía por qué plantearse allí. Nosotros, en cambio, teníamos que hacernos cargo de ese reto, a saber, la liquidación política de las teorías rivales. Es decir, no se trataba sólo de refutar las teorías opuestas, y mediante ello socavar su influencia teórica e ideológica en la comunidad académica, sino de socavar también su enorme influencia política, especialmente sobre el movimiento indígena. No bastaba refutar teóricamente o por contrastación a los enfoques indigenistas (viejos y nuevos), puesto que la reproducción de la perspectiva indigenista dependía sustancialmente de su influjo en los sujetos, en los pueblos indígenas. Y esta hegemonía indigenista se explicaba, a su vez, por la relación histórica entre el indigenismo y el Estado mexicano. De hecho, el indigenismo operaba (y opera) como una ideología y una práctica del Estado etnófago. Y de ese vínculo político extrae su fuerza. Era necesario, en consecuencia, socavarlo también políticamente.
Aquí intervino un principio gramsciano sobre la “predicción”. Como se sabe, Gramsci sostiene que en las ciencias humanas la realización de la predicción depende fundamental de la acción del sujeto que predice. Gramsci está pensando en un sujeto social, al cual se refiere la predicción del sujeto “epistémico”, si ella se desprende de una propuesta “orgánica”—capaz de organizar y formar “el terreno en el cual los hombres se mueven, adquieren conciencia de su posición, luchan, etcétera”—y no de “ideologías arbitrarias” o de la “pura elucubración individual”. Por consiguiente, el éxito de la predicción supone que los sujetos sociales implicados hagan lo propio. Es claro que esta concepción induce a la acción práctica. Es una formulación emparentada, según creo, con la que planteó ayer Pablo González Casanova: “construir las circunstancias de lo posible”. Por todo ello, en nuestro caso se requirió de una acción simultánea en la teoría y en la práctica. En otros términos, fue preciso cultivar unas relaciones especiales con los indígenas, particularmente con los organizados. Los propios pueblos indios organizados debían ser el sujeto eficiente del descalabro definitivo de los indigenismos. Que los indígenas se constituyesen en “sujetos autonómicos” debía orientar todos los esfuerzos.
Simultáneamente, se modificó la forma de trabajo para desarrollar un “estilo” que resultaba en varios sentidos extraña a la práctica antropológica tradicional. Por una parte, la investigación dejó de centrarse en el análisis de la comunidad, para poner el énfasis en el vínculo de lo regional con lo nacional y, hacia arriba, con procesos más globales; y de todo ello, hacia abajo, con la dinámica comunitaria. Por otra, el cambio de enfoque requirió una revisión de conceptos y categorías. Hubo que repensar o construir conceptos como etnia, etnicidad, grupos étnicos, pueblos indios, grupo étnico-nacional, etnorregión, autonomía... Se buscaba con ello, por ejemplo, mejorar la comprensión acerca de por qué un grupo que no planteaba reivindicaciones políticas de carácter autonómico, “repentinamente” comenzaba a hacerlo, como fue el caso de los miskitos en la Costa Atlántica de nicaragüense, de los mayas en el sureste de México y de otros pueblos. Esa transformación debía ser explicada. Auxiliaba el concepto de grupo étnico-nacional, pero formando un todo con otros que tenían carta de aceptación más fuera que dentro de la tradición antropológica: nacionalidad, nación y Estado-nación, etnia y clase social. Y tiñéndolo todo, la historicidad de los grupos étnicos.

sábado, 18 de octubre de 2008

El EZLN y la política


EL EZLN Y LA POLÍTICA


Héctor Díaz-Polanco


"La lección [del derrumbe del socialismo realmente existente] para nosotros era que cualquier sistema político que busque mantenerse, debe tener soporte social, debe confrontarse con la sociedad; pero también, que la recepción de las críticas debe ser más abierta. Si alguien te critica no necesariamente está en tu contra, no necesariamente es tu enemigo, que es la posición a la que tiende espontáneamente la izquierda". Subcomandante Marcos, 1996.



Fundado en la clandestinidad de la selva Lacandona hace veinte años, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) vio pasar el ascenso de la revolución nicaragüense y de las luchas guerrille-ras centroamericanas, el posterior decaimiento de todas y la derrota electoral sandinista en 1990; la crisis terminal del llamado bloque socialista y su derrumbe, simbolizado en la caída del muro de Berlín; el abatimiento y el desconcierto de amplias franjas de la izquierda en el mundo y, a su lado, la revitalización de la doctrina conservadora bajo la forma de un neoliberalismo agresivo. En México, el "grupo compacto" de neoliberales que se había apoderado en los ochenta del aparato gubernamental parecía afianzarse y, según sus cuentas, se preparaba para reinar durante las próximas décadas.
En ese contexto tan poco favorable para idear o cultivar proyectos antisistémicos, el pequeño grupo de promotores del EZLN continuó su trabajo de construcción en el sigilo selvático. Paradójicamente, el relativo aislamiento en las profundidades de la selva le ayudó al núcleo inicial a mantener su ímpetu, pues hasta allá quizá no llegaban o no impactaban todos los deprimentes detalles sobre la magnitud del desastre que afectaba entonces a las propuestas de la izquierda. Sobre todo, el vínculo gradual que estableció con las comunidades indias lo vacunó contra el escepticismo y el desaliento, y lo obligó a ser creativo. Acostumbradas a la lucha de larga duración, a la resistencia secular, las comunidades apenas estaban preparándose para iniciar un nuevo ciclo de rebeldías. En ese mundo, la utopía y el sueño no sólo eran posibles; eran tan necesarios como el aire y el agua. Diez años después de aquella fundación en condiciones tan poco propicias, y mientras se anunciaba con gravedad el fin de la historia, de las ideologías y de la lucha armada, el EZLN estaba listo para irrumpir en la escena nacional.

I. Un nuevo actor sociopolítico

La historia de aquella aparición pública es ampliamente conocida. El EZLN trascendió la conmo-ción inicial que produce en todas partes la revelación de un grupo armado. Gradualmente se convirtió en un nuevo actor sociopolítico, más allá de la llamada "zona de conflicto", incluso rivali-zando en influencia y penetración popular con el otro gran movimiento social del México finise-cular: el neocardenismo. Sin duda, el primer impacto del neozapatismo derivó de la actualización que hizo de un viejo problema, casi olvidado por la opinión pública y colocado por la logomaquia gubernamental entre los asuntos "resueltos". Me refiero a la cuestión étnico-nacional, y a sus innumerables eslabones de pendientes históricos. Adicionalmente, lo que comenzó como un estallido guerrillero se transformó en una iluminadora explosión verbal. Ésta resultó, para el modelo neoliberal entonces ofertado, más letal que las armas de fuego. Muy pronto el discurso zapatista se desparramó por toda la geografía de nuestras carencias y padecimientos como país: la pobreza de campesinos e indios en el mundo rural y de inmensas masas en las urbes; la correlativa concentración de la riqueza; el centralismo que ahoga y acogota a los gobiernos locales; el sistema de partido de estado, a la sazón implicado en una nueva espiral de autoritarismo, corporativismo y corrupción; la falta, en fin, de democracia y de libertades básicas en el país como un todo. Desde los problemas de Chiapas, los voceros del zapatismo se dedicaron a hablar de los grandes problemas nacionales. Su incontenible locuacidad, trazó una de las más brillantes radiografías del México de finales del siglo XX.
Así brotó una nueva jungla de significados y símbolos, de mensajes y valores. "La otra selva", la llamó Octavio Paz. Como lo aconsejaría Habermas, los zapatistas confiaron, más que en la fuerza de las armas, “en la fuerza productiva de la comunicación”. Todo ello implicó una cierta renovación político-ideológica; un aire refrescante que deshizo la densa atmósfera del camino único, del modelo económico inevitable, del país embalado hacia el cielo primermundista en el que no cabrían todos, sino sólo los escogidos por el dios de la modernidad neoliberal.
El EZLN propuso una nueva manera de enfocar las cosas, de ver el país; y esta mirada trajo consigo un contenido ético de la política y propuestas para una reforma moral e intelectual indispensables —si hemos de creer al maestro Gramsci— para reconstruir lo social. Un buen número de nuestros analistas trabaja todavía en una empeñosa hermenéutica de la "palabra verdadera" que fluyó desde las comunidades indígenas. La presencia neozapatista en el escenario nacional, en suma, ha significado una de las más importantes contribuciones al reciente proceso de democratización del país, aunque el EZLN no ha buscado reivindicar o "capitalizar" este mérito.
Si el EZLN logró en cortos años todo esto —que no es poco— es porque no fue una guerrilla ordinaria. Se presenta como un "ejército" y en un primer momento actúa como tal. Pero rápidamente se niega a sí mismo en tanto opción militar. Rechaza el desiderátum clásico: la toma del poder por las armas. El paradigma guerrillero del asalto al Palacio de Invierno, para inmediatamente gobernar por todos y a nombre de todos, se deshace. Aunque en la Primera Declaración de la Selva Lacandona decreta la guerra al gobierno y su ejército, ordena el avance de las tropas revolucionarias y la toma de la capital, ello tuvo un sentido más político o simbólico que militar. La organización armada no siguió su inicial lógica militarista, sino que fue sensible al punto de vista de la "señora sociedad civil". La reacción de ésta sorprendió al gobierno y a los propios zapatistas. A coro, centenares de miles de mexicanos (expresando el sentir de millones) dijeron "no" a las intenciones del gobierno de dar una salida militar al conflicto; pero también a la violencia que se advertía en las primeras accio-nes del EZLN. Rechazaron el medio, mientras acogieron como justa la causa de los insurgentes. Lo notable es que los zapatistas se acoplaron de inmediato al talante civil.
No podría entenderse tal flexibilidad sin considerar el arraigo del EZLN, durante su proceso formativo, en las comunidades indígenas. Este rasgo hace la diferencia respecto a otras guerrillas. De hecho, puede decirse que el EZLN no es una guerrilla que "capta" indígenas, incorporándolos a sus fi-las y subordinándolos a su proyecto, sino una organización que es apropiada por los indios y sujetada a los intereses comunitarios, incluso antes de aparecer públicamente. El núcleo guerrillero expe-rimenta sucesivos cambios a partir de su relación con la población india. Así se produce una inver-sión: los reclutadores son reclutados, y la clásica "implantación" guerrillera deviene transformación o "conversión" de la organización germinal al ethos indígena. La originalidad en el lenguaje, la for-ma de abordar los problemas nacionales y la apertura hacia nuevas ideas, entre otros rasgos, depen-den mucho de la composi¬ción indígena del EZLN. No es extraño entonces que haya podido incorporar en su portafolio de ideas, sin que parezca forzado, el proyecto de autonomía, el enfoque de género, las preocupaciones ecológicas, las demandas de diversas "minorías", etcétera.

II. Vicisitudes del proyecto zapatista: las tribulaciones del sueño

Pero hay que resistir la tentación, muy propia de los partidarios de una causa, de sesgar su visión hasta el punto de sólo ver vigor, aciertos, triunfos y perspectivas venturosas en el propio campo, mientras en el terreno contrario únicamente se advierten debilidades y tropiezos. Esta forma de abordar las cosas sólo cosecha evaluaciones erradas, frustraciones y un extraño rencor ante una terca realidad que no se adecua a nuestras ilusiones. El trayecto del EZLN no es una marcha triunfal ni una serie de batallas ganadas de antemano. La única ventaja de esta teleología complaciente es ahorrar el estudio de los hechos. Un análisis ponderado del momento por el que atraviesa el movimiento zapatista debería incluir, además de las fortalezas y valores que lo adornan, las dificultades que afronta para impulsar sus propuestas, las propias ambigüedades y contradicciones, las desavenencias y, en fin, los obstáculos de todo tipo que se levantan en su camino. Mencionaré, sin ninguna pretensión exhaustiva, algunos puntos que creo relevantes:
1. Sin duda, la presencia indígena es una de las fuentes del vigor zapatista. De ese venero el EZLN extrae legitimidad, fuerza moral ante la nación y el mundo. Pero en ese compromiso con lo indígena radica también un conjunto de dificultades y retos para el neozapatismo. El primero arranca de la propia diversidad, heterogeneidad y dispersión del mundo indígena. De la naturaleza de esa población, de sus tendencias centrífugas, derivan ingentes dificultades para construir un sujeto político estable, un movimiento nacional. Aunque no se trata de una característica exclusiva de los pueblos indios, en ellos se advierten nudos peculiares. Una larga experiencia ha despertado en los pueblos un especial celo hacia su organización independiente, sin importar la simpatía por la causa zapatista, que no ocultan. A menudo, el tempo pausado y complejo de la organización india exaspera a los activistas políticos. No es raro que operadores impacientes busquen forzar la "unidad", aplicando la cultura de la imposición, la dirección centralizada, la exclusión y el sectarismo. A menudo esto provoca contradicciones con la dirigencia indígena.
Los acuerdos de San Andrés cimentaron una mínima plataforma común en la que la inmensa mayoría de los pueblos se reconocen, y este es un logro notable. Pero fuera de él, las afinidades son precarias e inestables. Persisten los problemas para que la unidad de las cúpulas dirigentes, todavía en formación, se manifieste como unidad de acción en las bases. El sujeto político indígena, el sujeto autonómico es aún débil. De otro modo, ¿habría podido el gobierno imponer el impasse del diálogo con el EZLN y sostener el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés?
Adicionalmente, el vínculo étnico plantea al EZLN otro reto: no caer en el localismo aislante, pero tampoco fugarse hacia lo nacional-internacional, alejándose de sus bases estratégicas y de su principal referencia moral y política. Evidentemente, la difi¬cul¬tad radica en mantener la articula¬ción equilibrada de lo local-regional con lo nacional-internacio¬nal. A veces se advierte una oscila¬ción en-tre la tendencia a ensimismar¬se en lo local (mientras se desdibujan el perfil y las propuestas de ca-rácter nacional) y las fugas hacia lo internacio¬nal (lo "intergaláctico”). En ocasiones hay una concen-tración excesiva en lo indígena; en otros momentos, un vaciamiento "hacia afuera y hacia arriba". El riesgo en todo caso es que el EZLN deje de expresar la complejidad societaria y se convierta en una organiza¬ción ya centrada en lo indígena, ya flotando en el polvo galácti¬co. Todo ello está aso-ciado con cuestiones no resueltas. Marcos lo expresó con desenfado: "¡Nosotros decimos que somos un desmadre! En términos de composi¬ción social, somos un movimiento indígena, o mayorita¬riamente indígena, armado; en términos políticos, somos un movimiento de ciudadanos en armas con demandas ciudadanas [...] No podemos convertirnos en una fuerza militar como la que fuimos antes, como la del EPR, pero tampoco podemos transformarnos en una fuerza política como el PRD. ¡Entonces qué madre!" El conflicto entre los asuntos inmediatos y la visión de largo alcance persiste como problema: "Los zapatistas están viendo problemas inmediatos, y eso les impide decidirse entre mirar la estrella o mirar el dedo, o resolver el problema entre el dedo y la estrella". Marcos está consciente del riesgo de que el zapatismo "finalmente sea un movimiento tan indefinido que nadie se reconozca en él".
2. Estas dificultades se relacionan con la gran apuesta del EZLN: la "sociedad civil", converti-da en sostén e interlo¬cutora privilegiada del zapatismo. En verdad, ¿qué es la sociedad civil en este caso? Hay que reparar en dos cuestiones. Por una parte, la sociedad civil es una entidad demasiado abarcadora y, por ello mismo, heterogénea. A tal punto que, en ocasiones, se identifica con la "ciu-dadanía", en contrapo¬sición con el pequeño grupo que maneja y se aprovecha de los aparatos guber-na¬mentales o con exclusión de todo lo gubernamental. Pero, al mismo tiempo, implica claras salve-dades sociales (el sector empresaria¬l es uno notable) y deslindes respecto a formas organizativas de la sociedad que en principio deberían ser aceptadas: los partidos políticos. Aquí, sociedad civil se viste con un viejo ropaje: los sectores populares; o abarca sólo a ciertas formas de organización ciu-dadana. El criterio de demarcación, en fin, parece ser que en principio es “sociedad civil” todo lo que no se enmarque en la llamada “clase política”. La noción puede ser, según el ángulo de mira, circunscrita en exceso o demasiado amplia.
De esto resulta, por otra parte, que no se hacen distingos de clases al interior de la sociedad civil, mientras se pone el énfasis en la "plurali¬dad". Es un punto polémico que no se ha abordado lo suficiente. En un provocativo trabajo, Rodríguez Araujo critica lo que llama "la nueva izquierda posmarxista" que propone la "no diferenciación y la fragmentación por identidades implícitas en el concepto actual de sociedad civil", lo que supone "una sociedad plural e identidades sociales al mar-gen de las clases sociales". Incluso sugiere que al capital (como sistema) le convienen "conceptos ta-les como sociedad civil sin diferenciación de clases sociales y de intereses contrapues¬tos". Es evi-dente que el riesgo de esta postura, a su vez, radica en caer de nuevo en esquemas economi¬cistas, mientras se combate el enfoque de la pluralidad, y perder de vista las reales identidades no clasistas (o cuyo criterio de demarcación no son las clases) que también actúan como fuerza política en la so-ciedad. Pero si se trata de incluir todas las dimensiones de integración o cohesión social, el autor está en lo correcto. Asimismo, hay que aceptar que el reciente hincapié (no gramsciano) en la sociedad civil adolece de omisiones obvias que simplifican excesivamente la complejidad social.
Finalmente, es posible cavilar que a menudo se tienen expectativas desorbitadas respecto del comportamiento de la sociedad civil. Debido a su propia amplitud y heteroge¬neidad, la sociedad ci-vil no puede ser un ente en perpetua movilización y tensión, preparado para actuar como un sólo cuerpo en todo momento. Son muy diversos los intereses, las visiones, las preocupa¬cio¬nes que bu-llen en su seno, y su organiza¬ción es mínima, cuando no inexistente. Más aún, la organicidad de la sociedad civil, tal y como ésta ha sido delineada, se antoja una contradicción en los términos. Todo intento por "disciplinar¬la" o someterla a una línea política específica, más allá de cierto margen, re-sultará en un fracaso. Por ello, a lo más que podría aspirarse es que la sociedad civil actúe en situa-cio¬nes límites; precisamen¬te cuando se trata de asuntos en los que sus partes componentes pueden coincidir. Pretender convertir un movimiento difuso en una organización política, aunque no se llame partido, o esperar respuesta a un comando único, a una línea programática, por más prestigiosa que esta sea, puede conducir a desengaños y frustracio¬nes.
3. Ahora pongamos atención a las difíciles relaciones del EZLN con las organizaciones de la sociedad civil. Aun limitándonos al campo de las organi¬za¬ciones que son o se sienten parte del mo-vimiento zapa¬tis¬ta, las disputas o faltas de sintonías con el EZLN no han faltado.
Según Marcos, el movimiento zapatista incluye tres niveles básicos: 1) el zapatismo del EZLN, "en el que están las comunidades y las fuerzas combatientes", que configura "una es¬truc¬tura militar"; 2) el zapatismo civil, en tránsito hacia "una organiza¬ción política", y 3) el zapatismo social, un conjunto "más disperso, más amplio, más diluido, que es gente que no tiene ninguna intención de organizarse o que pertenece a otras organiza¬ciones políticas o a otros grupos sociales, pero que ve con simpa¬tía a los del EZLN y está dispuesta a apoyarlos". Entre estos niveles, especialmente entre la estructura militar y las demás (aunque no faltan entre la segunda y la tercera), se producen los des-ajustes más comunes. Marcos admite que "mucho del discurso y de la práctica zapatistas tiene toda-vía esa dosis de autoritarismo o de impacien¬cia, digamos, de los militares". Al aplicarse el estilo mi-litar al zapatismo civil y social, los conflictos pueden aflorar. La gente colocada en el zapatismo civil y social fue atraída por la apertura y la posibilidad de una parti¬ci¬pación democrática. Pero el vertica-lismo militarista no se aviene con la práctica democrática; más bien, la aplasta. El arma y el ascen-diente que la acompaña son argumentos de autoridad que pueden resultar avasallantes.
Las "actitudes militaristas" más palmarias —dice Marcos— “en el contacto del zapatismo armado con el zapatismo civil”, a su vez, repercuten en el comportamiento interno de las organiza-ciones sociales. Sectores de éstas asumen los lineamientos del zapatismo armado como órdenes, en una cadena de mando-obedien¬cia que alimenta intole¬ran¬cias frente a quienes no obtem¬peran acríti-camen¬te al mandato. Lo que sigue son acusaciones de "traición" contra los que desatienden la línea "verdaderamente" zapatista, y ulteriores exclusiones. Irónicamen¬te, mientras los zapatis¬tas son parti-darios del "mandar obedecien¬do", muchos del zapatismo civil y social quieren "obedecer mandan-do". Malo que esto ocurra; peor que no se corrija de inmediato. Todo ello, desde luego, tiene que ver también con la forma en que la dirección za¬pa¬tista impulsa sus propuestas y, además, con la manera como reac¬ciona frente a las críticas. Ocurre, explica Marcos, que "muchas iniciativas que lanzamos, las expresamos, las transmitimos como órdenes o así se perciben [...] A la hora de las críticas, pues no las recibimos como una organización política, sino como una orga¬ni¬zación militar pero con mu-cho recelo, como reproches, mal, pues. Necesitamos tiempo para poder asimilar una crítica".
Los riesgos son patentes: algún costo en aislamiento social y político, a todas luces conve-nien¬te para el adversario, si el propio zapatismo no fue¬ra capaz de contener las prácticas menciona-das. Como sea, el EZLN ha estado constantemente apremiado por la necesidad de una política de alianzas, amplia y consisten¬te, que fomente el diálogo, la tolerancia y la comunica¬ción directa con el zapatismo civil y social. Su desiderata es sumar fuerzas y voluntades, promo¬vien¬do las con¬vergen¬cias.
4. Merece una mención especial la relación conflictiva del EZLN con los partidos y los mo-vimientos electorales, especial¬men¬te con el neocardenismo y el PRD. En este caso, las colisiones re-visten un carácter particularmen¬te infeliz, ya que si han existido algunas coincidencias y posibles convergen¬cias ha sido con el perredismo, mar¬ca¬damente con su vertiente neocardenis¬ta. De hecho, el mismo Marcos admitió que existían ciertas bases e incluso metas comunes entre ambos movi¬mientos. Las diferencias se centran frente al PRD, en tanto aparato partida¬rio. Un aspecto en que las discrepancias han ido en ascenso se refiere al tema electoral. Práctica¬mente desde su aparición, la posición del EZLN frente a los comicios ha sido ambigua y oscilante. Hay recelo y desconfianza fren-te la opción electoral, y en vista de ciertas experiencias no le falta razón. Pero este es un punto que espera mayor afinamiento.
La indefinición se advierte en el momento mismo en que la Convención Nacional Democrá-tica (CND) —la primera iniciativa importante del EZLN para impulsar una organización nacional— llama a votar en las elecciones presidenciales de 1994, no en favor de Cárdenas y del PRD, sino en "contra el PRI". La formulación es significati¬va. A propósito de la "dualidad" del EZLN en esta ma-te¬ria, Enrique Semo (otrora miembro de la presidencia de la CND) recordó que antes, a mediados de febrero de 1994, Marcos declaró: "No confiamos en nadie más que en el fusil que tenemos. Pero pensamos que si hay otro camino no es el de los partidos políticos; es el de la sociedad civil". El au-tor se pregunta: "¿Pero contraponer partidos y sociedad civil a seis meses de las elecciones presiden-ciales no equivale a cuestionar al mismo proce¬so electoral?" Era difícil entender cómo se ajustaban estas posiciones con el proyecto de la CND, obviamente muy sujeto de los resultados electorales en favor de las fuerzas progre¬sistas que entonces representaba el neocardenismo. Dos años después, a mediados de 1996, Marcos vincula con buen tino la crisis interna que termina¬ría por consumir a la CND con el "fracaso electoral" de 1994. Similares problemas se advierten respecto a las eleccio¬nes de octubre de 1995, julio de 1997 y las presidenciales de 2000. Queda la sensación de que, en efecto, para usar las palabras de Marcos, tocante a "la cuestión electoral o la democracia electoral [...], el EZLN no acaba de definir una posición cla¬ra".
5. Las actitudes frente a los partidos y las elecciones, están enlazadas con equívocos o inde-terminación ante a la cuestión del poder. Se entiende el rechazo por parte del EZLN de la idea de un grupo político que “conquista” el poder por las armas; y también el rechazo de la naturaleza del po-der actual y de cómo se ejerce. La pregunta es si el rechazo de la toma del poder, implica un desinte-rés por la política y el poder mismo. "Mandar obedeciendo" puede conceptuarse como una formula¬ción feliz, con connotaciones familiares para los pueblos indíge¬nas, pero no resuelve el problema de la naturaleza del poder en la sociedad contemporánea, la cuestión de las nuevas formas de su ejerci-cio, que requerimos imaginar, y el papel en ellas de la pluralidad de fuerzas, de los sectores, de las clases, de los grupos subordinados o "minorías" políticas.
En las elaboraciones de los ideólogos zapatistas la cuestión del poder aún no es clara. El riesgo es que la riqueza de la tesis central —a saber, que la democracia debe ser construida con la participación de todos, y no por una vanguardia iluminada que toma el poder por cualquier medio—, al ser vulgari¬za¬da (como en otros tiempos se trivializaron ciertos cánones marxis¬tas) se disipe o in-cluso opere como una invita¬ción al inmovilismo o a posturas anárquicas. En ocasiones, por ejemplo, el planteamiento zapatista invita sólo a constituirse en vigilante de la autoridad que ejerce el poder: que la sociedad civil se convierta en una fuerza de control, en una instancia ordenado¬ra y arbitral; pero no partici¬pando en el poder, sino procurando "que haya un poder que sirva, que sirva a la so-ciedad". Bien visto, esa sería la función de la ciudadanía en una sociedad democráti¬ca. Pero si se piensa en una sociedad civil organizada para ello, con instru¬mentos políticos para hacer valer efi-cazmente sus principios y opiniones, ¿no estaría funcio¬nando ya como una instancia de poder?
En otros momentos, la distancia zapatista respecto al poder parece ser sólo una posición pro-visional, transito¬ria, que privilegia la organización de la gente para resistir y evitar la descomposi-ción, a la espera del desgaste del modelo de poder vigente y de una circunstancia más favorable en la que pueda ejercerse de otra manera, bajo nuevos principios. Cuando Marcos se refiere, en 1996, al ejemplo de la estrategia de Benito Juárez frente a la intervención francesa, parece esbozar esta idea: "Lo que hizo Juárez fue mantener a la nación organizada, resistiendo en condiciones muy difíciles, pero evitó que se descompusiera. Nosotros decimos: ahora hay que organizar a la gente para eso y después para ejercer el poder. Pero ahora no hay nada que ejercer..." Esta formulación tiene poco que ver con la conseja, presuntamente zapatista, de que se trata de distan¬ciarse del poder y renunciar a su ejercicio, como cuestión de principios.
Desde esta perspectiva queda en¬tonces pendiente la cuestión, ya en un plano ideológicamen-te más despejado, de si ahora no hay nada que ejercer o no deben buscar las organi¬za¬ciones sociales abrir espacios de poder de inmediato, particu¬larmen¬te en el ámbito regional o local. Marcos mismo saludó la hazaña de los chilangos al derrotar al priismo en el Distrito Federal (1997), y abrir espe-ranzas de un nuevo ejercicio del poder en el centro del país. ¿Deben renunciar los campesi¬nos, los indígenas, los grupos civiles en los pueblos, hoy, a todo intento de ocupar posiciones de poder? ¿Erraron los huicholes (wixárikas) que buscaron conquistar la presidencia de un municipio de Jalis-co, con don Maurilio Cruz como su candidato? Los zapotecos organizados en Juchitán o en Unión Hidalgo, los pueblos morelenses de Tepoztlán o Tlalnepantla, los guerrerenses de Xochixtlahuaca o el Alto Balsas, para mencionar algunos, e innumera¬bles pueblos que batallan por la autonomía en Chiapas y en otras regiones del país, están luchando por el poder. ¿No deberían hacerlo? El punto es que, evidentemente, el principio de la Cuarta Declaración no debe tener como efecto el desalentar la lucha por los poderes locales y regionales, tan vitales para los pueblos indígenas y para todos los que, desde la "sociedad civil," quieren participar en las transfor¬maciones de sus socieda¬des, de su pa-tria y/o sus matrias.
El Frente Zapatista de Liberación Nacional (FZLN) ha sido el intento de concretar una organi-zación política a tono con las ideas de la Cuarta Declaración. El resultado hasta ahora es poco alen-tador. Al parecer, ello se relaciona con unos requisitos que no estaban sintoniza¬dos con la mayoría de la población. Para pertenecer al FZLN se requería aceptar los plantea¬mientos de la mencionada de-claración; en particular, no aspirar al poder, no buscar ningún puesto de elección popular y no perte-necer a ninguna otra organización política, especialmente si es partidaria. Un conjunto de circuns-tancias desalentó la respuesta masiva de la sociedad. Una de ellas fue quizá el momento inoportuno en que se realizó el congreso fundacional del FZLN. Todo indica que fue un error de cálculo inten¬tar la fundación del FZLN mientras estaba fresca la euforia popu¬lar por el primer logro notable alcanzado mediante la vía alterna¬tiva, esto es, los votos del 6 de julio 1997. Pero probablemente haya pesado más la exigencia de la militancia única (lo que, por cierto, se aviene poco con la idea de un “frente”) hecha a una "sociedad civil" que, en su mayoría, está compuesta precisamen¬te de ciudadanos con militancias o adhesiones múlti¬ples. La multiplicidad de identidades es un atributo sustancial de los sujetos. Debajo de la camiseta que dice "mexicano", por ejemplo, un ciudadano puede traer otra que dice, "zapatista"; pero debajo de ésta una más que dice "perredista" (o de otra preferencia partidaria); enseguida la que reza: "defensor de los derechos humanos"; más abajo otra que pregona ser fanático de algún equipo de fútbol, y así sucesivamente. Las combinaciones y las jerarquías no son estáticas y pueden variar casi hasta el infinito. Lo encantador, y aleccionador al mismo tiempo, es que por lo común tal ciudadano no vive esa diversidad de identidades como un conflic¬to. El conflic¬to se le plantea, más bien, cuando es urgido a escoger una estrecha pertenencia.
En algún momento, la dirigencia zapatista expresó que consi¬de¬raba muy importante el éxito del FZLN para el futuro del EZLN. De ser así, a poco de arrancar, el proyecto del FZLN requería ajustes drásticos.
6. Como quiera, creo que el movimiento neozapatista ha dejado una honda huella en el país. Los efectos positivos de su corta trayectoria están a la vista. No se puede regatear al EZLN, por ejem-plo, su sostenido impulso del proceso democrático en la última década. Asimismo, los desafíos que enfrenta son muchos e inquietantes. Periódicamente, parece que el estado de Chiapas se precipita en el caos y que el EZLN es arrastrado en la avalancha. En realidad, las sacudidas chiapanecas involu-cran dos procesos de signos distintos. El primero expresa las convulsiones de un vasto movimiento democratizador. En efecto, los que parecen sólo pleitos locales entre bandos encontra¬dos, son las manifesta¬ciones de una verdadera transformación en marcha. Ese desarrollo, impulsado por el zapa-tismo ahora bajo la bandera de la autonomía, se expresa como lucha por la creación de poderes loca-les y regionales, por la constitución de autogobier¬nos, por el control del territorio y, en suma, por erigir una democracia con un perfil de justicia. Inevita¬blemente, también implica el combate contra males ancestra¬les: el caciquismo, la intolerancia, la discriminación e innumera¬bles formas de agra-vio.
La otra cara es el despliegue de una estrategia contrainsurgente, concebi¬da para los llamados conflic¬tos de baja intensidad. Del choque de estos dos polos surgen las pugnas sociopolíticas. El ré-gimen ha apostado a la putrefac¬ción del espacio zapatista, como vía para derrotar al EZLN y las ini-ciativas democráticas. Con ese fin, aprieta el cerco socioeconómico, político y militar en torno al te-rritorio zapatista. Como parte de ello, promueve la desarticu¬lación del tejido social, alentando el desorden en las comunida¬des y en las regiones. Busca debilitar y agotar a las bases de apoyo zapatis¬tas, inducirlas a un endureci¬miento de sus posiciones frente a otros sectores, a una radicali¬dad disol-vente de los propios lazos comunitarios. En las sombras del desorden surgen los grupos paramilita-res (una contra a la mexicana), sin duda alentados desde el poder. El accionar de estos grupos, pre-senta¬do como "enfrentamien¬tos comunitarios y entre comunida¬des", a su vez, procura profundizar un desbarajuste social que sea favorable al proyecto restaurador. A esto se agrega la propagan¬da para aislar al EZLN, presentándolo como intransi¬gente, promotor de conflictos, y como una parte en ellos, de los que no tiene responsabilidad la autoridad. Sólo la candidez podría no reconocer en este caso una estrate¬gia probada en situaciones de insurgencia en otros países, como Nicaragua y Guatemala en los ochenta y hoy en Colombia.
A todo ello, el neozapatismo sólo puede oponer política y más política. En los últimos años sus principales esfuerzos en ese sentido se orientaron hacia la promoción de reformas autonómicas como corolario de los afanes negociadores de San Andrés, que lo llevaron hasta la propia tribuna del congreso nacional en marzo de 2001. La respuesta del régimen, sintetizada en las reformas consti-tucionales aprobadas por el legislativo un mes después, fue negativa. Una vez agotados los recursos legales, la reacción política del EZLN consistió en la iniciativa de impulsar las autonomías de facto, esto es, la puesta en marcha de los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno (JBG).

III. La escalada autonómica

Los Caracoles, simbólicamente inaugurados en Oventik, el 9 de agosto de 2003, abren otro capí-tulo de la marcha de los pueblos indígenas de México en pro de sus autonomías. Los zapatistas colocan un nuevo escalón a sus empeños por construir el autogobierno. La jugada es al mismo tiempo evaluación autocrítica de los derroteros que ha seguido la autonomía en los “municipios autónomos en rebeldía” y búsqueda de formas superiores de organización que permitan afianzar el proyecto indígena. Con ello se vuelven a poner sobre el tapete los déficit del país en materia de reconocimiento de derechos a los pueblos indígenas. El desfase entre la realidad y las aspiracio-nes indígenas, por una parte, y el esquema legal del país, por la otra, se amplía con la instauración de las JBG zapatistas.
En la Treceava estela (publicada en siete partes durante el mes de julio de 2003), el Sub-comandante Marcos dio cuenta de cambios que se operarían en las comunidades zapatistas de Chiapas, todos ellos relacionados con la práctica de la autonomía. En particular, anunció el naci-miento de los Caracoles como sedes de las nuevas JBG, llamadas así para establecer de inmediato un contraste con el “mal gobierno” del actual régimen federal.
El vocero del EZLN no duda en calificar estos cambios como “una etapa superior de orga-nización”, que entraña el nacimiento de una nueva “forma” de autogobierno. No es que el auto-gobierno de las comunidades sea una invención zapatista; pero con el zapatismo se inicia una época que supone cambios apreciables. Para empezar, según la narración del Sub, lo que sólo funcionaba “a nivel de cada comunidad” pasó “de lo local a lo regional”. El detonador fue la pre-sencia del EZLN, aunque éste imprimió su carácter político-militar a toda la estructura, ya que “el mando tomaba la decisión final”. Las cosas experimentan otro giro con la aparición de los muni-cipios autónomos, puesto que el autogobierno “no sólo pasa de lo local a lo regional” sino que, además, se desanuda del mando militar zapatista, al menos en términos relativos.
Pero, a la postre, en la organización de la autonomía a la escala municipal se acumularon problemas de estructura y funcionamiento que debían encararse. No se busca ahora dejar de lado a los municipios autónomos, sino enmarcarlos en una nueva esfera de coordinación autonómica que permita, al mismo tiempo, resolver los problemas detectados y avanzar hacia la consolida-ción de los autogobiernos. De hecho, los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ) mantienen sus “funciones exclusivas” en las materias de impartición de justicia, salud, educación, vivienda, tierra, trabajo, alimentación, comercio, información y cultura, tránsito local. Pero junto a éstas aparecen otras competencias que son propias de las JBG.

Caracoles y Juntas de Buen Gobierno

Los comunicados de julio anuncian la creación de sendas JBG en las cinco regiones rebeldes re-conocidas por el EZLN. Sus sedes serán los Caracoles. Cada junta estará integrada por delegados (uno o dos) de los respectivos consejos de los MAREZ. Aunque los miembros del Comité Clandes-tino Revolucionario Indígena no participan en las juntas (de hecho, como se verá, en tanto tales lo tienen prohibido), como estructura política “vigilará” su funcionamiento para, dice el Sub, “evitar actos de corrupción, intolerancia, arbitrariedades, injusticia” y otras posibles desviaciones.
La sexta parte de la Treceava estela no sólo informa de los nombres propios de las JBG, asentadas en cada uno de los nuevos Caracoles (a saber, Selva Fronteriza, Tzots Choj, Selva Tzeltal, Zona Norte de Chiapas y Altos de Chiapas). Sobre todo es un ejercicio de cartografía au-tonómica, esto es, de delimitación territorial de cinco regiones autónomas. Ese trazo territorial, en la medida en que va acompañado de un conjunto de competencias de los gobiernos regionales, demarca jurisdicciones propias de las respectivas juntas. ¿Qué criterios se utilizaron para definir estas regiones? Todavía es pronto para emitir un juicio seguro, pero todo indica que se tomaron en cuenta: 1) La unidad histórica que nace de prácticas comunes o las relaciones que han consoli-dado (o están en trance de consolidar) una nueva entidad sociocultural y territorial; 2) considera-ciones para reestructurar y equilibrar el peso de los municipios y pueblos en las regiones (la rela-ción San Andrés Larráinzar-Oventik puede ser un ejemplo) a favor de un reacomodo territorial. Desconocemos el influjo que pudieron tener las razones político-militares en esta nueva organi-zación.
Aparte de las atribuciones generales de las JBG —tales como contrarrestar en lo posible el desequilibrio en el desarrollo de los municipios, mediar en los conflictos entre municipios zapa-tistas y no zapatistas, atender las denuncias, protestas e inconformidades que genere el ejercicio de la autonomía, vigilar la realización de proyectos y tareas comunitarias en los MAREZ, etcéte-ra—, las competencias explícitamente reconocidas a este órgano de autogobierno son importantes y fuertes y, por ello, le atribuyen fundamentales facultades a escala de la región. Mencionemos las principales: 1) Por lo que respecta a los donativos y apoyos procedentes del exterior, la JBG correspondiente “decidirá, después de evaluar la situación de las comunidades, adónde es más necesario” que tales recursos se dirijan. 2) La JBG impondrá a todos los proyectos que se realicen en los municipios un "impuesto hermano" que monta el diez por ciento de los mismos. 3) Las juntas tienen la facultad de reconocer como zapatistas “a las personas, comunidades, cooperati-vas y sociedades de producción y comercialización”, para lo cual éstas deberán registrarse en una de aquéllas. 4) “Los excedentes o bonificaciones por la comercialización de productos de coope-rativas y sociedades zapatistas se entregarán a las Juntas de Buen Gobierno”, para que éstas a su vez hagan las reasignaciones a las comunidades menos favorecidas. En suma, las juntas podrán acordar el destino de los recursos que provengan de diversas fuentes externas (vitales en el mo-mento actual y al parecer por un buen tiempo), expedir los certificados zapatistas de reconoci-miento y, finalmente, formar un fondo para redistribución con los impuestos y los excedentes. Así, pues, si las cosas funcionan como se han planeado, las juntas tendrán un papel muy relevante en el sistema autonómico zapatista. La práctica mostrará si esto será para bien o para mal. Pero, en términos gruesos, es probable que el camino ensayado sea la ruta correcta, si de afianzar y en-riquecer la vida autonómica de los pueblos se trata.

La escala regional

Con la instauración de las JBG se afirma la tendencia zapatista a coordinar las autonomías a escala regional. Esto puede contribuir a superar un debate, a menudo cáustico y amargo, que durante años ha dividido las filas intelectuales cercanas al zapatismo. Se puede decir que, en rigor, esta era una falsa discusión, cuyas motivaciones se encontraban más en disputas por posiciones de poder dentro del zapatismo que en el propósito de entender la dinámica del proceso autonómico en México. La disyuntiva entre la autonomía comunal y la autonomía regional fue siempre artifi-ciosa. Se llegó a decir que la única y verdadera escala de la autonomía era la de la comunidad; y esto se dijo a nombre del zapatismo, no obstante que éste impulsaba, desde muy temprano, auto-nomías municipales cómo y dónde podía. Incluso se intentaron argumentaciones para dar susten-to teórico a la idea de que la escala regional de la autonomía era ajena a la perspectiva y las aspi-raciones de los pueblos indígenas, incluyendo a los zapatistas. Con la llegada de los Caracoles podemos esperar que se despeje el panorama. Esto es, que se acepte lo principal: los pueblos de-ben construir sus autonomías a todos los niveles y escalas; y las escalas supracomunales son, en definitiva, una condición de posibilidad de las autonomías comunitarias.
Sin duda, las JBG derivan de necesidades específicas de los pueblos indios de Chiapas. Como lo ha explicado el Sub, pese a ciertos logros notables, el desenvolvimiento de los munici-pios autónomos estaba generando también fricciones y distorsiones. Las JBG procurarán resolver-las y, yendo más allá, provocar un salto adelante en el ejercicio de la autonomía. Pero hay razón para suponer que necesidades similares (aunque no iguales, pues no hay dos regiones idénticas) harán imprescindibles que pueblos de otras zonas del país, a su turno, se vean obligados a plan-tearse la coordinación regional de sus autonomías. La trascendencia de las JBG, en tanto organiza-ción regional, radica en que trasciende o puede trascender la particular realidad chiapaneca. El indicio de que esto puede ser así es el respaldo que ha recibido la iniciativa zapatista por parte de organizaciones indígenas de la más variada procedencia. Es claro que estas organizaciones no ven en la innovación de las JBG algo a copiar, pero sí la expresión de lineamientos y principios con los que se identifican. El principal de todos, me parece, es que las autonomías no pueden concebirse como un archipiélago de pequeñas entidades, aisladas unas de otras, y cada una en-frentada por sí sola al enorme poder del sistema homogeneizador y expoliador de los pueblos que tiene su encarnación más reciente en el neoliberalismo. Se requiere articular los esfuerzos y con-jugar las acciones hacia la construcción de identidades cada vez más abarcadoras —no otra cosa implica el proyecto de “reconstitución” de los pueblos reiterado por las organizaciones indias— y hacia formas de autogobierno que las sustenten. Las autonomías locales (que las formulaciones regionales no niegan, sino que incluyen expresamente) requieren crear su propio entorno favora-ble. Y esa es la función esencial de la escala regional de la autonomía: coordinar y acorazar el poder local en construcción. Vista de esta manera, la autonomía regional es un horizonte funda-mental para los pueblos indios. Así parecen entenderlo los zapatistas y otras organizaciones.
El nuevo contexto permitiría también desechar el siguiente argumento, repetido hasta el cansancio: que la autonomía de la comunidad nacería de abajo, mientras la regional sólo podría venir de arriba (por ser algo ajeno a los pueblos, de diseño burocrático, externo, impuesto). Se confundía así el proceso de construcción autonómica —que no puede realizarse si no desde aba-jo (por igual en la comunidad, el municipio o la región), en la entraña de los propios pueblos—, con el reconocimiento jurídico que da sustento legal a dicho proceso. La confusión quizá deriva-ba de que los “regionalistas” insistieron en que el reconocimiento de la autonomía debía incluir un gran “menú” que permitiera a los pueblos dotarse de autonomía en los niveles acordes con sus aspiraciones y necesidades identitarias, incluyendo el municipal y el regional. Esto era una res-puesta al intento del gobierno federal (especialmente durante el zedillismo) de reducir al máximo, hasta la nada si era posible, el alcance de la autonomía. Pero el reconocimiento de la autonomía, en cualquier escala, no supone que ésta deba construirse “desde arriba”; de hecho, ni el recono-cimiento mismo, si es tal, es una concesión desde arriba, pues siempre es una conquista de los su-jetos que luchan por la autonomía. La experiencia, incluyendo la mexicana, enseña que los de arriba nunca reconocen derechos de autonomía si no media la presión y la fuerza organizada de los de abajo.
El reconocimiento, tampoco, construye vida autónoma alguna. Su propósito es convenir que las tareas emprendidas por los pueblos para edificar sus autogobiernos y conducir sus propios asuntos, son parte del proyecto de toda la sociedad nacional; que la autonomía se asume como un valor compartido y una meta democrática que merece el apoyo de todas las instituciones que la propia sociedad se ha dado. (Dicho sea de paso, los hechos parecen estar indicando que en el marco del actual régimen es imposible arribar a ese acuerdo o pacto nacional). La autonomía re-gional que comienzan a construir los zapatistas en los Caracoles se realiza a contrapelo del marco legal, debido a que las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso de la Unión en 2001 no permiten, en realidad, ningún ejercicio autonómico en su estrecho marco. Volveremos sobre este punto. Pero no es eso lo que explica que los zapatistas comiencen a construirlas “desde aba-jo”, pues si la autonomía hubiese sido reconocida ya en nuestra carta magna, de igual manera tendría que tejerse desde allí, con la acción de los propios pueblos. De otro modo, no sería una verdadera experiencia autonómica. ¿Qué implica entonces el reconocimiento? Que los pueblos de que se trata no tengan que pasar por el vía crucis de avanzar a contracorriente de la ley, enfrenta-dos a las instituciones, a los aparatos represivos y sin disponer de los apoyos públicos de todo ti-po a que tienen derecho. Nada más, pero tampoco nada menos.

Legalidad y legitimidad

Lo anterior nos lleva al punto de la legalidad de los Caracoles y las JBG. ¿Éstos entran o no en conflicto con las bases legales del país? La inclinación de partidarios y adversarios, por motivos distintos, ha sido proclamar que no hay contradicción. Los móviles que inspiran a los simpatizan-tes seguramente son honrados, pero eso no convierte su visión en acertada. No debe perderse de vista que tanto las JBG como los MAREZ son autonomías de hecho. De otro modo, habría que aceptar que la legalidad actual, fruto de la malhadada reforma de 2001, es suficiente y nada habría que reclamar. Pero sí hay algo que reclamar a los tres poderes públicos: que cada uno en su ámbito de responsabilidad ha dado la espalda al reconocimiento de los derechos de autonomía de los pueblos (el ejecutivo con su doble discurso y sus imposturas, el legislativo con su funesta reforma y el judicial respaldando el desaseo del proceso parlamentario).
Por lo que hace a la posición gubernamental, naturalmente, las motivaciones son distintas. En realidad, con la afirmación de que no hay conflicto, sólo se busca evadir el asunto político de fondo y hacer como que no pasa nada. En esa línea hay que colocar las declaraciones del Secre-tario de Gobernación, Santiago Creel, quien equiparó la iniciativa zapatista con las decisiones in-ternas que toma un grupo privado para organizar sus actividades (parecido a las juntas o comisio-nes que podrían acordar, por ejemplo, los miembros de un club Rotario). A mí me resulta claro que el ejercicio zapatista es un asunto público, y creo que el funcionario no lo ignora. Ni que de-cir que por ningún motivo las autoridades deben recurrir a la represión, pero deberían asumir que hay un desencuentro entre la legalidad actual y el derecho legítimo de los pueblos. La posición oficial deriva tan solo del cálculo de que, al menos por el momento, las JBG no implican un desa-fío al poder y a los intereses que éste resguarda. Se trata de no agitar las aguas (dadas las aspira-ciones políticas en juego con miras a los próximos comicios presidenciales) o de evitar conflictos que, en las actuales circunstancias, ni el gobierno local ni el federal podrían afrontar con resulta-dos a su favor. Se trata también de ningunear, de ignorar o restar importancia al nuevo camino zapatista. En resumidas cuentas, las esferas de poder apuestan a que las JBG fracasarán y se di-solverán sin pena ni gloria, por lo que es un costo menor hacerse de la vista gorda.
Es preocupante este coyuntural enfoque del gobierno. Pues, ¿qué es previsible que ocurra cuando la correlación de fuerzas sea otra o cuando el ejercicio autonómico en su nueva etapa eventualmente colisione con las relaciones e intereses que el poder preserva? Entonces segura-mente el discurso cambiará y, con violencia, se alegará la ilegalidad de dichas autonomías. Con-viene, pues, insistir desde ahora en que si las autonomías que impulsan los pueblos no se ciñen a la legalidad establecida es porque se ha negado un derecho fundamental, incluso traicionando acuerdos mínimos anteriores, y ello justifica la resistencia indígena por la vía de consolidar las autonomías de hecho.
En este caso, la resistencia asume la forma de la desobediencia civil. Hay que recordar aquí que la desobediencia civil ante hechos, medidas e incluso leyes que resultan injustos (por va-riados motivos) es un recurso apropiado, reconocido a los individuos y a los grupos sociales en la mejor tradición democrática. Incluso un liberal mundialmente respetado como John Rawls con-viene que la desobediencia civil es un medio justificado cuando una mayoría se ha impuesto, sin escuchar o considerar las razones de una minoría política, violentando principios como el de igualdad de derechos o de libertad igual. La desobediencia tiene como propósito, entonces, llamar la atención de esa mayoría y buscar convencerla (en este sentido es tanto una acción como un discurso público) de que su mala decisión supone la imposición de una injusticia que debe ser rectificada. Rawls ha definido la desobediencia civil como “un acto público, no violento, cons-ciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno.” En tanto último recurso, la desobediencia sigue a los esfuerzos sinceros pero infructuosos de una minoría por hacer valer sus razones. La iniciativa autonómica de los zapatistas cumple con cada uno de estos presupuestos. Desde otras perspectivas políticas y filosóficas, en las que no puedo detenerme aquí, se ha sostenido una opi-nión parecida. En este sentido, los Caracoles y las JBG constituyen una forma de desobediencia civil, válida y legítima, ante la falta de reconocimiento de derechos fundamentales de los pueblos indígenas.
De este modo, me parece, se puede conciliar la idea de una carencia de legalidad autonó-mica en el país con el derecho a la resistencia de los indígenas (vía los autogobiernos de hecho) frente a esa situación injusta. En el mejor de los casos es ingenuo, y en el peor inútil o torpe, in-sistir en que el Convenio 169 o los Acuerdos de San Andrés dan bases legales suficientes a los Caracoles y las JBG o, para el caso, a los propios municipios autónomos. En relación con el Con-venio —independientemente de si este es, por sí mismo, sustento adecuado— se estarían igno-rando las jerarquías jurídicas asentadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a saber, que la constitución general tiene prioridad respecto de pactos y convenios; y, además, se perdería de vista que precisamente la carta magna fue reformada con la intención de no incluir algunos principios de aquel convenio. Por lo que respecta a los Acuerdos de San Andrés, ¿si éstos fue-ran ya parte de la legalidad del país, por qué reclamaríamos que el congreso los apruebe, honran-do lo pactado en 1996? Hay que insistir en la “reforma de la reforma”, sin abandonar la resisten-cia y el impulso de las autonomías de facto. Otra cosa es subrayar la legitimidad de estas prácti-cas autonómicas, que sin duda les viene en primer lugar de las reivindicaciones de los pueblos in-dios y de los Acuerdos de San Andrés.

La innovación zapatista

Los Caracoles y sus JBG, asimismo, arrojan luz sobre un punto crucial: la autonomía no es con-servatismo a ultranza, apego estricto a una tradición que no puede ser perturbada ni por las brisas de la selva; un inmovilismo obstinado que se niega a incorporar nuevas instituciones, formas de organización social novedosas, principios de sociabilidad que, en su despliegue, suponen cambios sustanciales en los llamados “usos y costumbres”, etcétera. Es verdad que con la autonomía se busca ser fiel a una identidad, a unas normas que dan sentido y profundidad a la vida; pero es también innovación que procura enriquecer y dar continuidad a esa vida en circunstancias cam-biantes. Incluso, es una clase de renovación que implica verdaderos desafíos para los cánones de la cultura “nacional” establecida. Como han sido planteados, los Caracoles y las JBG son una sín-tesis de tales innovaciones: nuevo órgano de autogobierno, nuevas funciones, atribuciones y competencias de las autoridades propias, propuestas de cambios en las relaciones sociopolíticas al interior de los pueblos y con el exterior, reconstrucción de la cultura para afianzar el reconoci-miento del otro y el espíritu de tolerancia... La idea de una autonomía centrada sólo en unos prin-cipios “comunales” inmutables, que no plantean nuevas articulaciones con la sociedad global en que los núcleos indígenas están insertos, que no busca ampliar la escala o el alcance del autogo-bierno y la vida en común, etcétera, no sólo empobrece el proyecto indígena, sino que condena a la misma autonomía a la inviabilidad, a ser una “utopía arbitraria” (para usar un enunciado de Gramsci).
En igual dirección, me parece que la iniciativa que nos ocupa procura renovar el sentido y el ejercicio mismo del poder, tema al que ya nos hemos referido. Aclara otro debate, que puede sintetizarse en esta pregunta: ¿El zapatismo rechaza todo ejercicio del poder, se pone de lado e incluso condena la búsqueda de un nuevo poder (contrapoder o antipoder)? O en este otro inter-rogante: ¿El zapatismo ignora la cuestión política —central por todos los motivos— de la cons-trucción de un nuevo poder, o se propone, para usar una fórmula ya polémica, “cambiar el mundo sin tomar el poder”? Es claro que ni para el zapatismo ni para la mayoría de la actual izquierda existe una relación mecánica entre toma del poder y transformación del mundo; y tampoco se acepta ya la vieja idea de que la toma de poder es una acción audaz, un golpe de fuerza eficaz y oportuno. El poder es algo demasiado complejo, su campo de acción y penetración demasiado ex-tenso y profundo, como para que pueda “tomarse” de esa manera. Más aún, he sugerido que el poder quizás no puede “tomarse”, sino sólo cambiarse; y que, en contraste, es el mundo el que puede ser tomado por la acción de los pueblos, justo para cambiar el poder por otra cosa.
Cuando en la Treceava estela (quinta parte) se aclara que “puesto que el EZLN, por sus principios, no lucha por la toma del poder, ninguno de los mandos militares o miembros del Co-mité Clandestino Revolucionario Indígena puede ocupar cargo de autoridad en la comunidad o en los municipios autónomos”; y que aquellos que “deciden participar en los gobiernos autónomos deben renunciar definitivamente a su cargo organizativo dentro del EZLN”, el punto del poder se aclara considerablemente. Lo que esto significa es que la organización político-militar no lucha por la toma del poder. Pero ese precepto no parece extenderse a la idea de que no está interesado ni preocupado por la construcción de un poder popular que, por supuesto, debe ser distinto del que conocemos; ni tampoco que desapruebe los esfuerzos en ese sentido. No dice, por ejemplo, que los que decidan participar en la construcción de los gobiernos autónomos son, por ello, in-dignos y condenables; tan sólo que, en un ejercicio de congruencia, deben renunciar a sus cargos dentro del EZLN, pues de ningún modo conviene que personas que ocupan posiciones en la orga-nización armada sean también autoridades civiles o políticas. La cuestión es tan sencilla y tan profunda como esto.

"Tal vez sí..."

Al final de la estela decimotercera, el Sub medita: quizá en los Caracoles, en medio de la bulla y el ajetreo de sus constructores, se está levantando “un mundo nuevo”. Cabe la duda: "Tal vez no... pero tal vez sí...", concluye. La cuestión queda abierta. El nuevo orden autonómico es una promesa que no puede escapar a la incertidumbre, aunque sólo sea por el hecho de que su cabal realización depende de muchos factores, y no todos están únicamente en manos de los zapatistas chiapanecos y menos aún de los zapatistas del EZLN, ni incumben solamente a éstos. No habrá fu-turo para las autonomías en México sin un gran movimiento cultural, moral y político que sume a lo mejor de las fuerzas nacionales y regionales, así como a los sectores populares, en el mismo proyecto pluralista. Es por eso que la autonomía no puede atrincherarse en espacios reducidos ni limitarse al mundo indígena. Lo más urgente es tejer alianzas y hacer política con todos los que están persuadidos de que otro mundo es posible. Sí, es el camino el que debe ir despejando las fi-las, y no una visión previa de la pureza, cualquiera que esta sea. El propósito inmediato es acu-mular fuerzas, y esa acumulación no puede hacerse si no con otros, en una escala ascendente de alianzas y acciones comunes contra los poderes y relaciones que oprimen, subordinan, explotan o excluyen.
La creación de los Caracoles es también la medida de los retos que enfrentan tanto el mo-vimiento indígena como el propio zapatismo. Si el proyecto autonómico requiere extenderse por toda la geografía nacional, coordinarse como un gran movimiento político y ser asumido como una meta democrática por amplios sectores no indígenas, apremia que el movimiento indígena sea más que la resistencia desorganizada, la celebración de algunas reuniones periódicas y la retó-rica de las declaraciones dirigidas a la opinión pública. Y en este proceso, el papel de los pueblos indios es crucial. Unidad en la diversidad, tolerancia hacia la diferencia, visión de conjunto, alianzas políticas que rebasen los acuerdos coyunturales entre pequeñas facciones, acciones con-cretas comunes, parecen ser algunas claves del momento.
Y unas preguntitas finales: ¿Las JBG no están rebasando ya el marco de los propios Acuer-dos de San Andrés, incluyendo la versión COCOPA de los mismos? ¿Una vez afianzada la expe-riencia y comprobados los logros de los autogobiernos regionales, se conformarán los demás pueblos con el marco mínimo de lo pactado en San Andrés? La respuesta a esta pregunta debería preocupar a nuestra clase política a menudo tan obsecuente con los mandatos del capital transna-cional y tan díscola cuando se trata de reconocer derechos a los pueblos. Puede repetirse la expe-riencia del salinato, moroso hasta la insolencia para reglamentar el 4º Constitucional reformado en 1992, entonces pedido por muchas organizaciones indígenas, y luego imposibilitado de hacer-lo una vez que se produjo la explosión autonomista, hacia 1995, en las filas indígenas. O sea, que el grupo salinista cuando pudo no quiso, y cuando quiso no pudo. Los que ahora manejan la cosa pública deberían verse en ese espejo.



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