domingo, 12 de septiembre de 2010

La teología del mercado








El valor de los valores
Héctor Díaz-Polanco

En días pasados, en México hubo dos reuniones en las que se abordó el tema de los valores. En el coloquio "Valores para la sociedad contemporánea", organizado por la UNAM, centelleó uno de los pocos puntos luminosos que le quedan al país por lo que hace al pensamiento ilustrado y crítico. En cambio, la Conferencia Mundial de Juventud, merced a la deplorable intervención del secretario de Desarrollo Social, inició poniendo sobre la mesa otro tipo de valores.
El funcionario, presumiblemente en nombre del gobierno y expresando su perspectiva moral, emplazó a los jóvenes a no caer en el expediente de culpar de sus problemas al gobierno o al mundo en que viven (a eso lo llamó esquezofrenia). Nada de pensamiento crítico. Sus dificultades se resuelven con dos recetas infalibles: entusiasmo desbordado y lo que, queriendo ser ingenioso, el secretario y ex dirigente de entidades empresariales denominó las cuatro M: mercado, mercado, mercado y más mercado. Como quien dice, ahí radica el meollo de la vida.
Se trata de un perfecto reflejo del enfoque moral que predomina en la mayoría de las esferas de la llamada iniciativa privada: el mercado como alfa y omega de la actividad humana que, lo antes posible, deben interiorizar los jóvenes si desean tener éxito.
Esta visión del mundo ha penetrado con tal fuerza, especialmente entre aquellos que se autocalifican de triunfadores, emprendedores y dignos de emulación, que ha dado lugar a una especie de ética centrada en el mercado, de la cual se derivan principios y normas para la vida en sociedad. Es lo que llevó al financiero estadunidense Lloyd Blankfein a declarar que los banqueros hacen el trabajo de Dios. ¿Qué tareas realizan? Este año se supo: por ejemplo, vender hipotecas basura a sus clientes y luego apostar contra ellas para obtener gigantescas ganancias. O sea, mentir y defraudar. Cuando Barack Obama anunció que se proponía regular las operaciones financieras, un comentarista expresó que, finalmente, Dios venía por la revancha. Entendió mal a Blankfein. Cuando éste hablaba de Dios se refería, no al presidente de Estados Unidos, sino al mercado.
En efecto, para los que manejan los hilos económicos, el verdadero Dios es el mercado. Según esta teología del marketing total, el mercado absorbe los atributos de la divinidad. Aunque no sean evidentes sus designios, la "mano invisible" conduce los procesos socioeconómicos, lo que acredita su omnipotencia; es justa, asignando a cada cual lo que le corresponde (si bien tiene el extraño hábito de favorecer más a unos que a otros) y, en fin, cuando son alteradas sus reglas suele castigar duramente a los transgresores. La mayoría de los ciudadanos del mundo ha sufrido los duros tormentos que inflige el dios-mercado cuando se ignoran sus mandatos. Sobre todo si se trata del pecado mortal: violar el mandamiento de nada contra el libre mercado. Todo esto lo han aprendido a su costa los griegos y los españoles a últimas fechas, y los mexicanos desde hace décadas.
Hay, sin embargo, muchas falacias en esta peculiar forma de ver el mercado. La principal sostiene que los capitalistas, particularmente los neoliberales, reniegan de cualquier regulación que afecte el libre mercado. En realidad, desde su nacimiento en el marco de "la gran transformación" analizada por Karl Polanyi, el mercado nunca ha sido libre y carece de los demás rasgos milagrosos que le atribuyen sus devotos. No sólo no es capaz de autorregularse, como lo han demostrado las sucesivas crisis (incluyendo la gravísima que estalló en 2008), sino que siempre ha necesitado de la complicidad y la intervención del Estado para funcionar a favor de los idólatras mercantiles. La mediación política es el nervio secreto del funcionamiento de los mercados.
Incluso cuando el Estado acepta "retirarse" o minimizar la vigilancia pública, esto no es en verdad una desregulación; se trata en rigor de un tipo particular de regulación, que es precisamente el dictado por el modelo neoliberal. La importancia del vilipendiado Estado se pone claramente de manifiesto cuando el mercado, ahíto de ganancia e indigestado de especulación y otros excesos, pone en crisis el sistema. Entonces los fundamentalistas del mercado repentinamente cambian de talante: claman por apoyo público para su pequeño dios en aprietos y ruegan que el demonio estatal venga en su auxilio con rescates multimillonarios, subsidios y otros apapachos.
La nueva teología mercantilista pregona que el hombre, por naturaleza, es hedonista antes que altruista. La verdad parecer ser, más bien, que las personas tienden a adoptar aquellas matrices morales que predominan en la sociedad. Esto explica el abrumador desarrollo del individualismo en la misma medida en que se ha enseñoreado la escala neoliberal de valores, con el golpeteo implacable de las mentes mediante el mandato divino de ¡mercado y más mercado!
Es por todo ello tan importante discutir sobre el valor de los valores. ¿Es este pobre dios, incapaz de sostenerse por sí mismo sin el bastón estatal, mientras pregona su falsa doctrina de autorregulación, potencia homeostática y competencia implacable, el modelo que salvará a la sociedad y el que hará dichosos a los jóvenes del mundo? ¿Son los valores que deben transmitirse a las nuevas generaciones? La verdad es que a cada gran triunfo de la moral del mercado que se nos va imponiendo, se nos escapa el sentido de la vida.
Diario La Jornada, México, 9 de septiembre de 2010.

sábado, 7 de agosto de 2010

Movimiento popular en México


Las izquierdas y López Obrador
Héctor Díaz-Polanco

En innumerables ocasiones me he visto en el trance de atender a la curiosidad de colegas y amigos latinoamericanos que me inquieren sobre la terrible debilidad de la izquierda mexicana, su desorganización y carencia de proyecto. Por supuesto, su visión de la izquierda se centra en la trayectoria que ha seguido el PRD en los últimos años y la situación a que ha sido conducido.
Trato de explicarles lo mejor que puedo que, en la coyuntura de los últimos años, la izquierda mexicana no puede identificarse con el PRD ni mucho menos reducirse a esta agrupación partidaria; que más bien, a últimas fechas, la energía transformadora de la izquierda se expresa principalmente en un vigoroso movimiento popular que lucha contra el régimen neoliberal, al margen de la estructura partidista tradicional, y que es liderada por Andrés Manuel López Obrador.
Insisto en suma en despejar lo que en mi opinión es una falacia promovida por los medios y sus comentaristas: que la izquierda atraviesa por su peor momento y ha dejado de ser una opción. Tal conclusión resulta de la costumbre de identificar fuerza política con estructura partidaria, sobre todo si posee aparato y registro. Este no es un buen método para abordar el asunto. En una perspectiva gramsciana, el verdadero partido no es sólo una institución, la organización técnica y sus aparatos, sino la fuerza social o el movimiento en el que encarna un proyecto: todo el bloque social activo. Es por esto, observa Gramsci, que un partido orgánico y fundamental puede aparecer como varias fracciones, cada una de las cuales adopta el nombre de partido e incluso de partido independiente (es el caso del PRI y el PAN), mientras el estado mayor intelectual y político del verdadero partido puede permanecer en la oscuridad. El que esos diversos partidos constituyen en realidad una unidad orgánica lo demuestra el hecho de que se acoplan inmediatamente en cuanto perciben un real antagonista al proyecto del que son expresiones.
Vistas así las cosas, el partido más poderoso de la izquierda hoy día es el movimiento que inspira y encabeza López Obrador. Pero no es el único; se deben considerar otras fuerzas (el zapatismo, etcétera) que alimentan el gran caudal de las izquierdas mexicanas. Es por no tener esto en cuenta, y estar con la vista fija en el PRD y en el juego de la fracciones partidarias, que el despliegue de fuerza y organización mostrado en la concentración del Zócalo, el pasado 25 de julio, produjo tanto desconcierto e incluso desazón en algunos sectores. Obstinadamente se negaron a reconocer el movimiento que crecía desde abajo, al margen de los partidos convencionales, y que, como dijo el poeta, brota/ y se derrama y cruje como una vena rota.
Mientras se repetían que AMLO y su movimiento se habían desgastado y que ya no eran una opción a tomar en cuenta, cerraron los ojos a los millones de “credencializados”, a los diez mil comités creados en todo el país, a los millones de ejemplares del periódico Regeneración que circulan de familia en familia, a los círculos de reflexión; y sobre todo, minimizaron el crecimiento de un liderazgo con sólido perfil de honestidad, congruencia e identificación con los sectores populares (fruto de su conocimiento de primera mano de la realidad sociocultural del país). Considerando el nivel de organización logrado hasta ahora, su empuje y alcance nacional, se puede derivar una conclusión completamente distinta a la sombría apreciación inicial: comparativamente, la izquierda mexicana está hoy en uno de sus mejores momentos.
Sin duda, el desarrollo del movimiento ha sido estimulado por las políticas del actual gobierno, ajenas al interés general. Pero también, hay que decirlo, por la estrategia y las prácticas impulsadas por la llamada izquierda “moderna” que hoy controla el PRD. Aferrada a los tópicos de la socialdemocracia en su versión neoliberal, sin clara orientación social, apostando a las alianzas con fuerzas conservadoras que destruyen la diferencia, la importante distinción política por lo que hace al proyecto de país, esta izquierda ha caído en el descrédito (y no hablo aquí de la base del PRD). En la actual coyuntura, el movimiento social que se expresó en el Zócalo ha cumplido ya un vital papel: evitar la completa demolición del proyecto de la izquierda.
Alarmados por esta tendencia, algunos aseguran que AMLO cometió el error de abandonar el centro en 2006, y yerra al no buscarlo ahora (Denise Dresser dixit). Por centro entienden las posiciones y prácticas socialdemócratas que se estilan en Europa y en algunos países de América Latina (por ejemplo, Inglaterra, Alemania, Francia, Italia, Chile). Es ocultar que en esos países tales fuerzas, una por una, han perdido el poder precisamente por querer situarse en el peldaño que les marcó la derecha (que es siempre quien finalmente define el centro “políticamente correcto”).
La única posibilidad de que el movimiento de AMLO logre sus objetivos programáticos es que se mantenga alejado de ese falso centro (neoliberal, insensible a las necesidades de las mayorías y servidor de los grandes potentados). Y esto, no sólo por razones electoreras, sino por preceptos ético-políticos de los que no hay que desviarse ni un milímetro. Los comentaristas que se dedican a dar “consejos” a AMLO para que sea moderado, en realidad buscan que entre en la pendiente enjabonada de los acuerdos con los poderosos. Eso anularía cualquier cualidad innovadora en su proyecto. ¿De qué serviría que llegara así a la Presidencia, atado a grupos de intereses facciosos y por ello invalidado como gobernante para las mayorías? Eso, además, sería su muerte política ante los ojos de la mayoría de los mexicanos, como lo ha sido de la izquierda moderna.
La Jornada, México, 7/08/2010.

jueves, 5 de agosto de 2010

Israel y Occidente


El enigma de Israel
HÉCTOR DÍAZ-POLANCO

Hace poco el presidente Barack Obama presentó una nueva Estrategia de seguridad y defensa que entraña varios cambios respecto de la adoptada por Bush. Destacan el énfasis en la cooperación y las alianzas, en lugar del uso de la fuerza, y el abandono de la guerra contra el terrorismo. Obama aclaró que lo que busca no es una guerra mundial contra una táctica: el terrorismo, o una religión: el islam”.
¿Se trata de un quiebre respecto de la anterior política? Hay al menos dos razones para dudarlo. La primera es que, pese al discurso suave, Obama está ampliando e intensificando las operaciones secretas en distintos puntos del mundo. La segunda es que, apenas unos días después de anunciada, la estrategia de Obama fue desafiada olímpicamente por el Estado de Israel cuando sus fuerzas atacaron a la Flotilla de la Libertad. Esta agresión se realizó en aguas internacionales, con lujo de violencia, sin consideración alguna por las leyes internacionales y los derechos humanos. El caso se agrega a la lista de abusos e ilegalidades sin fin consumados impunemente por el Estado israelí contra otros países y en especial contra el pueblo palestino. El gobierno de Obama prácticamente volteó para otro lado.
El gobierno de Israel se comporta como si no existiesen normas ni poder alguno que pueda contenerlo. El mundo contempla, asombrado, cómo este Estado parece responder sólo a sus propios designios. Y esto ha estimulado un debate acerca de esa especie de “condición especial” que ha alcanzado Israel.
El enigma ha recibido varias explicaciones. Nadie ignora que el Estado sionista goza de absoluta impunidad porque cuenta con el apoyo irrestricto de las grandes potencias occidentales. ¿Pero qué explica, a su vez, tal respaldo incondicional? Una primera respuesta, quizás la más difundida, dice que el sionismo se ha enquistado con tanta fuerza en las estructuras de poder y opinión occidentales, particularmente de Estados Unidos, que ha conseguido invertir la relación que indicaría el sentido común: en lugar de ser determinado por la política de las grandes potencias occidentales, es el sionismo el que marca las pautas a éstas. En ensayos y libros muy serios se ha sostenido esta hipótesis. Hay aquí una cierta idea de “externalidad” entre una fuerza y las otras; y ello refuerza la imagen del gran poder sionista imponiéndose a Occidente.
La otra interpretación, desarrollada especialmente por pensadores judíos, me parece más pertinente. Sostiene, en síntesis, que lo que explica el comportamiento del Estado israelí se encuentra en su propia configuración histórica. El judío argentino León Rozitchner, en un penetrante texto de 2009, expone que el Estado de Israel fue constituido por un segmento específico de la comunidad judía: lo que llama “los judíos europeos asimilados” que, mediante la ideología sionista, terminaron por convertirse en “judeo-cristianos”. Occidente estimuló el proyecto de instalarse fuera de Europa, en Palestina, y fundar allí un Estado “al servicio del poder cristiano-imperial” primero de Gran Bretaña y luego de Estados Unidos. Jacques Hersh ha recordado que Winston Churchill manifestó en 1920, con su conocida incontinencia verbal, que la creación de un Estado judío concordaría con “los intereses más genuinos del Imperio Británico”.
Rozitchner agrega que se creó “un Estado teológico” cuya dimensión secularizada “siguió siendo la del Estado cristiano”. Así, en un extraño vuelco, regresaron “como judíos para culminar en Israel la cristianización comenzada en Europa”. Acabaron siendo “neoliberales en la política y en la economía”, con todas sus premisas iluministas-cristianas: el capitalismo al fin los había vencido luego de dos mil años de resistencia.
El cambio político-cultural, la nueva “conversión judía”, requirió de un paso más: “permutar al enemigo”. El Estado israelí, continúa Rozitchner, se transformó “en la punta de lanza del capitalismo cristiano” que lo armó hasta los dientes para enfrentar al nuevo enemigo de éste: el mundo musulmán. “Pero ni los musulmanes ni los palestinos –dice– fueron los culpables de la Shoah [Holocausto]: los culpables del genocidio son ahora sus amigos, que los mandan al frente”. Hasta la Segunda Guerra Mundial, lo que daba fundamento teológico a la política era la ecuación “amigo/cristiano-enemigo/judío”, resorte profundo del antisemitismo occidental. Pero una vez que surge el Estado israelí, cambia la ecuación: “amigo/judeocristiano-enemigo/musulmán”. El autor concluye con una turbadora pregunta: “¿Este es el lamentable destino que Jehová nos reservaba a los judíos?”
Este enfoque transforma profundamente el punto de interrogación inicial. Ya no se trata de un Estado con un proyecto propio, ferozmente independiente y capaz de imponerse a otros (EU y Europa) para garantizar así protección y anuencia en cualquier circunstancia. Las acciones del Estado israelí en Medio Oriente no son más que las intrigas de EU y sus socios para imponer su proyecto en aquella convulsionada región. ¿Lo que sigue es un ataque vicarial de Israel contra Irán?
El giro de la judeofobia a la islamofobia es la síntesis, en el plano ideológico y político, de la expansión de la frontera imperial en una zona estratégica para los actuales propósitos del proyecto neoliberal. Siendo así, el primer responsable de los crímenes que allí se han cometido (y de los que se cometan) es la constelación de intereses occidentales que se prolonga en Medio Oriente. Todo indica que el “cambio” de estrategia de Obama es más bien seguir haciendo lo de siempre de modo encubierto, mientras se edulcora el discurso; y, en el caso de Medio Oriente, mantener el juego de EU como promotor del “diálogo” y las buenas maneras, en tanto garantiza que el Estado de Israel cumpla el papel que se le ha asignado.
Diario La jornada, México, 24/06/2010.

martes, 17 de marzo de 2009

La "izquierda liberal"



Socialdemocracia con aroma liberal
Héctor Díaz-Polanco


“En América latina se perfila una peculiar neosocialdemocracia, versión criolla de la socialdemocracia europea, fundada aquí en un liberalismo (extremadamente conservador) con la consistencia viscosa del nopal. Dos características la destacan: su afán de hacer compatible —no es broma— el liberalismo con el socialismo, y el hecho de que todas sus baterías tienen como blanco a la izquierda, de tal modo que lo fundamental de sus discursos (y a menudo de sus abiertas diatribas) están dirigidos no contra las tendencias de derecha y los gobiernos de ese signo, sino precisamente contra la izquierda radical y aún los proyectos progresistas que proponen reformas sociales frente al neoliberalismo”.
A menudo una obra nos revela más sobre el autor que sobre el objeto de su análisis. El libro de Enrique Krauze, El poder y el delirio,(1) es un intento de desmitificar la figura de Hugo Chávez y criticar su política de gobierno, de la que, según aquél, prácticamente no se salva nada. La crítica es fallida y la desmitificación se empantana en descalificaciones sin fin. Pero el trabajo resulta un ilustrativo compendio de los prejuicios del autor. Nos instruye además sobre los empeños de la empresa que dirige, Letras Libres, y, de paso, del grupo “socialdemócrata” que a últimas fechas está tratando de influir no sólo en el curso de la política nacional, sino también en otros países como Venezuela.
De la Tercera vía a la neosocialdemocracia
Krauze representa de manera destacada a un grupo que, a nombre del liberalismo, quiere intervenir en los procesos políticos para secundar posiciones muy conservadoras, pero arropándose en una bandera aparentemente democrática e incluso con el marbete de la “izquierda”. No es, desde luego, el primer intento de este tipo. Inmediatamente nos viene a la memoria la corriente que hace unos lustros se asimilaba a los propósitos de la llamada “Tercera vía”. A fines de los noventa, ese enfoque cobró fuerza en Inglaterra y Estados Unidos, bajo las respectivas administraciones de Anthony Blair y William Clinton. Se trataba de una “nueva” línea política que pretendía diferenciarse por igual de la tradición socialista y del liberalismo consagrado. Se criticaba a ambos y se planteaba una supuesta tercera opción que, en realidad, ponía el énfasis en los principios liberales “renovados”. El barniz democrático se fundó en las orientaciones de Anthony Giddens, el laureado profesor británico de la London School of Economic, cuyas ideas fueron sintetizadas en un libro celebrado.(2) Este sociólogo proporcionó la plataforma teórica y académica al proyecto del entonces primer ministro británico Anthony Blair, quien se convirtió en el político emblemático de la Tercera vía. El planteamiento, en suma, era recuperar lo mejor del liberalismo y agregarle otros elementos que resultaban de los desafíos de la globalización en marcha. Como ha ocurrido con otras “renovaciones” del liberalismo, la criatura resultó totalmente liberal. No se trataba de construir una visión socialista renovada, sino de proponer un liberalismo de nuevo cuño. Las innovaciones quedaron en el camino; y en la práctica todo aquello fue, más que una ruptura, la continuación de las políticas neoliberales de Margaret Thatcher.(3) Esto quedó claro durante el gobierno de Clinton, con quien Blair coincidió y colaboró en las peores aventuras (incluida la agresión armada y la destrucción de Yugoslavia); y adquirió ribetes grotescos con la llegada al gobierno de George W. Bush, a quien se subordinó en todo el campeón de la Tercera vía (comprendiendo la invasión de Irak, violando abiertamente el derecho internacional).
Sin embargo, sectores políticos mexicanos (incluso dentro del PRD) e intelectuales deseosos de establecer distancia respecto a la izquierda “revolucionaria” o “socialista”, se aferraron a los tópicos de la Tercera vía. El expediente era cómodo, pues se podía abjurar de la izquierda y sus proyectos de cambios, y seguir utilizando al menos parte de su prestigiosa etiqueta. En el resto de América Latina, corrientes neoliberales se adhirieron también con entusiasmo. Surgió así una peculiar neosocialdemocracia, versión criolla de la socialdemocracia europea, fundada aquí en un liberalismo (extremadamente conservador) con la consistencia viscosa del nopal. Dos características la destacan: su afán de hacer compatible —no es broma— el liberalismo con el socialismo, y el hecho de que todas sus baterías tienen como blanco a la izquierda, de tal modo que curiosamente lo fundamental de sus discursos (y a menudo de sus abiertas diatribas) están dirigidos no contra las tendencias de derecha y los gobiernos de ese signo, sino precisamente contra la izquierda radical y aún los proyectos progresistas que proponen reformas sociales frente al neoliberalismo.
Este fenómeno es digno de atención, pues no sólo involucra a Letras Libres sino también a otras revistas mensuales (como Nexos, bajo la dirección de Héctor Aguilar Camín y otros). De hecho, con algunas excepciones, las publicaciones de este tipo están dedicadas a la tarea de combatir a la izquierda. Se trata de elaborar prédicas para la izquierda, indicándole lo que no debe ser y en lo que debería convertirse. El leimotiv es que la izquierda debe ser “moderna”; debe abandonar sus históricos objetivos fundamentales (como, por ejemplo, insistir en la búsqueda de la igualdad social y en nuevas formas de participación democrática). Si se trata de la justicia, ésta debería ser, digamos, adobada con otros planteamientos procedentes del enfoque construido por John Rawls y otros liberales, quienes sostienen que una sociedad puede abrigar desigualdades y, no obstante, puede ser justa. La idea fundamental es que la izquierda, sus organizaciones y desde luego sus intelectuales, deben abandonar todo radicalismo, morigerado por los sanos principios liberales. Deben ser “institucionales”, aunque esas instituciones conspiren contra la igualdad, la justicia y aún contra las propias leyes y principios que les dan vida. Opinan que la política se debe dirimir entre partidos y sin intervención de la masa popular, pues ésta siempre tiene una irrupción negativa, inadecuada y hasta peligrosa. No se debe promover la movilización social, casi sin excepción. Es decir, la política debe hacerse entre los profesionales de la política. Es perniciosa la participación abierta de la sociedad (especialmente de sus sectores más empobrecidos o marginados) en los asuntos públicos importantes (económicos o políticos). La democracia debe ser representativa, estrictamente hablando. Se debe rechazar cualquier forma de participación popular, excepto para depositar el voto cada cierto tiempo. Por supuesto, se deben dejar de lado los pruritos de la izquierda que coquetea con las reivindicaciones de ciertos sectores populares, como los pueblos indígenas y sus derechos, considerados como anacrónicos y perniciosos.
La “izquierda liberal” en México
En el caso de México, se observaron varios de estos moldes ideológicos orientando el comportamiento de esa corriente cuando el país se enfrentó a una de las elecciones más desaseadas y fraudulentas de que se tenga memoria. La posición que adoptó el grupo compacto (neo)socialdemócrata y sus seguidores durante los comicios presidenciales de 2006, fue memorable. Sostuvieron la idea de que no había ninguna prueba de fraude electoral. Se podían alegar “irregularidades”, pero no fraude. Por tanto, toda resistencia era una manifestación de irresponsabilidad política, típica de una izquierda no moderna, desorientada y resentida. Era monstruoso salir a la calle (este es considerado un pecado político mayor) para protestar contra el fraude. Desde luego estuvieron en contra del plantón realizado en el Zócalo y la Avenida Reforma de la ciudad de México, que sólo buscaba lo que cualquier liberal que fuese consecuente con la defensa del derecho al voto debía exigir: claridad sobre el sentido de la voluntad popular (incluyendo el recuento voto por voto, si era necesario) o, en su caso, anulación de la elección. Insistieron en que no había pruebas de irregularidades graves y, por ende, no se sostenía la demanda que exigía la limpieza del proceso electoral, pero ninguno hizo esfuerzo consistente alguno para acopiarse pruebas propias de lo contrario (para lo cual, como intelectuales y académicos reconocidos, se supone estaban especialmente dotados).
Lo suyo no era buscar pruebas o atender a las evidencias que iban saliendo, sino defender a las “instituciones” (el IFE, especialmente) contra viento y marea. Cuando tiempo después José Antonio Crespo, un intelectual que se tomó en serio su responsabilidad, demostró que la información disponible a partir de las actas no permitía saber quién ganó la elección en 2006 (por lo que no podía declararse ganador a ninguno de los punteros) y que al menos se había cometido un fraude contra la ley (en la decisión tomada por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación),(4) todos los “abajo firmantes” de las declaraciones que afirmaban la limpieza de la elección simplemente callaron y voltearon para otro lado. ¿Podría conjeturarse que si aquéllos hubieran hecho lo propio, cada cual desde su especialidad, el resultado pudo ser otro? Es imposible saberlo, pero al menos habrían hecho una contribución a la verdad, lo que no es poco.
Es interesante observar que la corriente referida incluye a ex miembros de la izquierda mexicana, otrora de fuerte talante radical, que ahora sostienen los principios liberales con singular entusiasmo, aunque bajo la nueva modalidad de buscar cierta mixtura con las ideas socialistas. Ser liberal puro no es prestigioso, por más que las élites y los círculos del poder hayan adoptado ese enfoque como su visión del mundo; o al menos en los últimos tiempos no garantiza buenos resultados políticos en el contexto de países como los nuestros. En cambio, una dosis controlada de ideas socialistas puede dar el tono conveniente; casi podría decirse que es garantía de lo políticamente correcto.
Un buen ejemplo es el grupo reunido por Letras libres para discutir el tema de la izquierda en abril de 2008: Roger Bartra, Ugo Pipitone, Jesús Silva-Herzog Márquez y José Woldenberg. El resultado de la mesa redonda, junto con otros textos, fue publicado bajo el título sintomático de “Ideas para la izquierda”.(5) Hay varios puntos comunes en las posiciones del elenco. En primer lugar, la adhesión a la visión socialdemócrata, en algunos casos después de haber confesado una historia de vida con momentos de radicalidad, que culmina en la epifanía de un total abandono de ese pasado. Las intervenciones están salpicadas por lamentos ante el hecho de que la vía socialdemócrata no arraiga en el país (desazón, como se verá, compartida por Krauze); y sobre todo porque la mayoría de la izquierda que predomina en México no ha podido entender las grandes cualidades de aquella corriente política. En este sentido, Bartra dice que la salida socialdemócrata que él ha adoptado desde hace años “tiene muy poca tradición en México” y “es en buena medida una tradición frustrada”. En segundo lugar, es común la crítica mordaz y hasta grosera hacia toda izquierda situada fuera de los parámetros socialdemócratas que ellos han fijado. La izquierda se ve como “desesperada” (una especie de proyección freudiana), “populista”, “autoritaria” y en “proceso de evaporación” (Bartra). No obstante, al mismo tiempo se admite la vitalidad de la izquierda que, según Pipitone, desde hace décadas al menos “domina el escenario cultural“, y que “ha dejado de ser una opción política marginada” (Silva-Herzog Márquez).
El pecado de la izquierda dominante en el país es que, según estos autores, no se decide a asumir claramente su necesario complemento liberal. Y este es el tercer punto que recorre las opiniones de los analistas: es imperativo que la izquierda asimile los valores básicos del liberalismo. La izquierda requiere “el pavimento de la democracia liberal” (Silva-Herzog Márquez); y está obligada a “volver los ojos a las corrientes de pensamiento liberal” (Woldenberg). De hecho, ya colocados en este empeño, varios coinciden en que México requiere que también la derecha asuma el liberalismo: “estamos en peligro de que la tradición liberal tampoco encarne en la derecha” (Bartra), pues el país —completa Silva-Herzog Márquez— “necesita tanto una derecha liberal como una izquierda liberal”. Por lo visto, entonces, el pensamiento liberal tiene la peculiar cualidad de mejorar cualquier posición política. Presas de un universalismo insostenible, para los que así razonan, el liberalismo no es él mismo una posición política (además de socioeconómica y cultural) particular, sino un fantástico ingrediente universal que mezcla bien con todo.
El liberalismo en su laberinto
El historiador Krauze, en un texto incluido en el mismo número de la revista (“Rusia con palmeras”), coincide con los autores mencionados en la evaluación negativa de la izquierda radical (o “revolucionaria”). Su énfasis está puesto en la idea de que la única salida para América Latina es el liberalismo. Su obsesión es que los países latinoamericanos adopten los principios y valores del liberalismo. Y su perplejidad es que, no obstante todos los esfuerzos, los pueblos del continente (y México en especial) parecen inmunes a ese influjo. Para él, por lo visto, la actual revitalización de la izquierda en nuestra región es algo inexplicable y desesperante. Krauze parte de una pregunta: “¿Por qué, a través de la historia, no ha arraigado suficientemente el liberalismo entre nosotros?” Para dar respuesta, recurre a dos “explicaciones” que toma de uno de sus autores liberales favoritos: Isaiah Berlin. La primera dice que se debe a que “nuestros liberales [...] han estado poco dispuestos a recurrir a la violencia para imponer sus ideas”. Aceptando que así fuera (y dejando de lado que los liberales, una y otra vez en la historia, han hecho uso de la violencia cada vez que han podido para imponer sus proyectos), ¿está Krauze adhiriéndose a la tesis de que la violencia es factor esencial del éxito político, algo así como “la partera de la historia”? Como fuere, el hecho es que esta “explicación” tiene el problema de explicar poco. La segunda razón es que “los iberoamericanos, como los rusos, tienden a adoptar las ideologías revolucionarias, en particular el marxismo y sus variantes, con un fervor teológico”. Estas explicaciones, de carácter más psicosocial que histórico, sociológico o antropológico (y por tanto, extrañas en un historiador), tienen el problema de configurar una petición de principio, pues restaría explicar por qué “nuestros liberales”, los rusos y los iberoamericanos se comportan de esa peculiar manera. Tal vez la explicación se encuentre en otra parte: primordialmente en el carácter socioeconómico de nuestras sociedades, en nuestra matriz histórica y estructural, en donde el pensamiento liberal sólo puede ser el proyecto de una élite, la síntesis de los intereses de unas minorías. Pero esta trayectoria analítica es completamente ajena al pensamiento de nuestro historiador.
Más adelante, el autor agrega dos explicaciones adicionales. La de Gabriel Zaid (utilizada por éste en los ochenta para explicar lo que ocurría en países como Nicaragua): el marxismo ha logrado arraigar por su “legitimación académica” que, según él, comenzó con la “bendición de Sartre”, lo que derivó en la “adscripción universitaria del marxismo”. Pero, dado que la mayoría de los liberales son también universitarios y disputan con ventaja, frente al marxismo, la preeminencia en la academia, la explicación igualmente se queda corta y dando vuelta en círculo. (¿Por qué el marxismo logra mayor arraigo universitario y legitimación académica?). La otra es de Octavio Paz. ¿Qué explica la “tenaz persistencia” de las ideologías revolucionarias en la “intelligentsia latinoamericana”? La “falta de critica y autocrítica”, responde Paz. Así que, según esto, un defecto gnoseológico o epistemológico dilucida el asunto: incapaz de darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor (por ejemplo, la caída del muro de Berlín, el afianzamiento neoliberal a partir de los noventa, etc.), la izquierda sigue en su curso revolucionario como si nada hubiera pasado. Aquí ni siquiera se explora qué pulsaciones concretas y persistentes, sociopolíticas y económicas, pudieran descifrar la terca perseverancia de la izquierda (que se da perfectamente cuenta de lo que ocurre).
Agotadas las explicaciones, Krauze concluye con pesadumbre: “En México esa izquierda es hegemónica no por los tirajes de sus libros o periódicos, sino por la influencia expansiva que tienen sus ideas, que se esparcen como círculos concéntricos hasta los centros de enseñanza superior, la prensa y los partidos...” Aunque es dudoso que hoy la izquierda sea “hegemónica” en el sentido riguroso del término (por ejemplo, en términos gramscianos), hay que admitir que el autor da un paso adelante al advertir la fuerza de las ideas de izquierda y su influencia en la sociedad, si bien podría esperarse que tratara de entender de dónde surgen tales ideas (remember: “No es la conciencia lo que determina la vida, sino la vida lo que determina la conciencia”) y el porqué de su influencia. Pero esto último es pedir demasiado.
El profeta de la alborada
Volvamos al libro en comento. Conviene detenerse brevemente en su génesis y motivaciones. La obra es más que una biografía de Hugo Chávez y un análisis político de su gobierno. Se trata de un trabajo orientado no por la sed de conocimiento sobre uno de los movimientos sociopolíticos más interesantes de los últimos tiempos, sino por el propósito de favorecer a la derecha venezolana y, en general, de combatir a la izquierda latinoamericana. Él está en su derecho de hacerlo, pero es útil reparar en ello de inmediato. Todo comenzó el 2 de diciembre de 2007, cuando se realizó en Venezuela un referéndum para decidir mediante el voto si se aprobaban o no reformas a la constitución, propuestas por el gobierno de Chávez. Por primera vez, la oposición de derecha obtuvo un triunfo (aunque estrecho: cerca de 1% de ventaja) al ganar la opción del no. Entusiasmado, Krauze toma de inmediato un avión hacia Caracas. Llega el día 4 de diciembre. Se entrevista con diversos sectores de la radical oposición venezolana (la iglesia, los estudiantes, etcétera). Vuelve a México, dice, con su “cargamento de libros venezolanos”, henchido de optimismo sobre las oportunidades de la derecha y convencido de que había llegado “la hora de tratar de responder con seriedad la pregunta obvia: ¿Quién es, de dónde salio, cómo se construyó el personaje llamado Hugo Chávez?”(6) Krauze encontró su respuesta a la pregunta, pero no es seria.
Hay evidencias para pensar que las cosas no resultaron de un mero impulso por saber quién era Chávez. Hubo otras motivaciones. El venezolano Antonio Sánchez García, en un escrito publicado a fines de 2008,(7) narra que un grupo de connotados personajes de la derecha liberal, él incluido, se reunió a desayunar con Krauze un año antes. Cuando tiene lugar la reunión, dice, “No transcurrían 48 horas desde el histórico triunfo del NO del 2 de diciembre y los ánimos [de la oposición] estaban exultantes”. Al parecer, Krauze se encontraba en igual estado de éxtasis. A tal punto que se animó a tomar el papel de organizador. Entusiasmado, Sánchez García reflexiona que no imaginaron que “de esa reunión nacerían dos iniciativas muy importantes: un maravilloso libro sobre Hugo Chávez [...] y un movimiento civil [...]: el Movimiento 2 de Diciembre Democracia y Libertad. Como lo recuerda [Krauze] en su libro, y ya lo habíamos olvidado, fue él quien tuvo la feliz ocurrencia de señalarnos que esa fecha tenía resonancias magnéticas y podría servir de nombre a un gran movimiento de opinión. Su propuesta no cayó en saco roto”. Sánchez confirma que Krauze regresó a México lleno de contento, con su cargamento “de libros”; pero no sólo de eso: también, dice, “de consejos, de apreciaciones sobre pasado, presente y futuro de nuestro atribulado país”. Esto es, impregnado del punto de vista de la derecha local. Esa fue materia prima importante del libro sobre Chávez que Krauze publicaría meses después y que permite entender su delirante talante analítico. No es extraño que el libro parezca escrito por un político de la oposición venezolana (sus mismos tópicos, su agresividad desenfrenada, etc.) y no por un historiador.
Antes de despedirse, Krauze adoptó un tono profético: "Están ustedes viviendo un despertar y puede que la alborada les ande rondando muy cerca", recuerda Sánchez García que les dijo. Y agregó: "de lo que aquí suceda dependerá el destino de Centroamérica, de México y de América Latina". Krauze estaba admirado por “el despertar de un sentimiento auténticamente democrático y liberal” en Venezuela, así que prometió reunirse de inmediato con los líderes estudiantiles antichavistas, “pues un movimiento estudiantil situado ideológicamente en las antípodas del guevarismo castrista”, y universitarios “que luchan por la democracia y practican un credo liberal”, le parecían fenómenos extraordinarios. La verdad es que Sánchez García también estaba encantado con Krauze, “un intelectual de aspecto anglosajón”. Como éste, el venezolano lamentaba que el liberalismo no contara “con buena prensa en nuestra región”, cuando lo que necesitaba América Latina era “Una gran dosis de liberalismo”. Ocurrió que, por “casualidad”, Krauze y Mario Vargas Llosa (otro cruzado del liberalismo radical) coincidieron en Caracas. Y entonces nuestro cronista ya no se contiene: “La presencia de Enrique Krauze y de Mario Vargas Llosa entre nosotros no constituye ninguna coincidencia”; el hecho es “síntoma anunciatorio del palpitar de los nuevos tiempos: la apertura hacia nuevos horizontes históricos”. En un arrebato final, Sánchez García cree ver que “la alborada que vaticinó Enrique Krauze [un año antes] parece asomarse por sobre las cimas del Ávila [...]. Los tiempos se anuncian buenos. La visita de nuestros queridos amigos se cumple bajo los mejores augurios”.
¿Qué era toda esta alharaca sobre “alboradas”, “destinos” y “horizontes históricos”? Los visitantes y sus huéspedes se referían a las perspectivas de triunfos arrolladores de la derecha “liberal” que veían estar próximos, luego del mencionado referéndum del 2 de diciembre, primera victoria obtenida frente a Chávez después de diez intentos. Pensaban que en las elecciones intermedias del 23 de noviembre de 2008 se alzarían con una victoria que sería el preludio del desalojo del chavismo y su gloriosa vuelta al poder. Dado que Chávez estaba imposibilitado de reelegirse, esto se veía al alcance de la mano. Pero era mucho lo que estaba en juego, pues efectivamente de lo que ocurriera en Venezuela dependía en buena medida el futuro político latinoamericano. Había que pisar el acelerador a fondo y utilizar todas las armas disponibles. El libro de Krauze era un esfuerzo, por más modesto que fuera, encaminado a reforzar los designios de la oposición, presentando una imagen negativa del gobierno bolivariano, y a Chávez como un personaje maligno, “regresivo”, “mesiánico” y, sobre todo, “peligroso” (¿les suena?) no sólo para Venezuela sino para toda América Latina. De ahí que, publicado el libro, se multiplicaran las presentaciones (en Venezuela, España) y las entrevistas de agencias y periódicos al autor, para darle la resonancia política en el proceso venezolano que se avecinaba.
Sin embargo, las cosas no marcharon según lo planeado. El chavismo obtuvo la delantera en las elecciones estatales y municipales de noviembre de 2008 (quedándose con la mayoría de los gobernadores y alcaldes), aunque la oposición mantuvo su presencia en zonas importantes (sobre todo por su densidad urbana). Así que las “dos iniciativas” de Krauze para alcanzar la “alborada” y abrir los nuevos “horizontes históricos” se quedaron, por así decirlo, muy cortas. Y vendría inmediatamente una iniciativa de Chávez que darían un vuelco al panorama político: el referéndum, convocado para el 15 de febrero de 2009, a fin de definir el tema de la postulación indefinida o irrestricta (que no la “reelección indefinida”, según el lenguaje de la derecha), en el que el si alcanzó el triunfo con cerca de 10 puntos de ventaja sobre el no. La oposición “despertaba”, como auguró Krauze, pero de una pesadilla. El horizonte y los buenos augurios se desvanecían. Son hechos como estos los que permiten entender la mencionada proyección que subyace a las referencias de los nuevos liberales cuando hablan de “desesperación”, atribuyéndola a la izquierda. Están consternados y se sienten impotentes ante los avances de la izquierda en un número cada vez mayor de países latinoamericanos en el lapso de la última década. No han podido derrocar por la fuerza el proyecto bolivariano, y el contexto interno e internacional lo hace cada vez más difícil, mientras hasta ahora el chavismo se muestra electoralmente firme.
El mandato de Octavio Paz
Como es su costumbre, en El poder y el delirio, Krauze navega con la bandera de la obra y figura de Octavio Paz —que considera casi como su herencia personal—, al que cita venga al caso o no. Por eso, no es raro que encontremos pasajes verdaderamente asombrosos en un libro que busca desentrañar un proceso contemporáneo (la trayectoria y el gobierno de Hugo Chávez). Krauze hace que Paz regrese de ultratumba para llevar a cabo un análisis político, ideológico y psicológico de la figura de Chávez. Es práctica común que un autor se base en otro para realizar sus análisis. Pero, yendo más allá, los pasajes de Paz que Krauze cita sirven no sólo para armar su crítica a Chávez, sino para hacer un juicio general de las tendencias políticas y los gobiernos progresistas de la actual América Latina, aparte de otros excesos. El propósito que subyace a todo esto es, sin embargo, político-ideológico: Krauze quiere recordar a sus pares (los intelectuales de la “izquierda liberal”) que Paz dejó un mandato político claro y terminante. Si Paz fue el profeta de la misión, Krauze es el apóstol que puede llevarla a buen término.
En el capítulo VIII, en donde se encuentran sus juicios sustantivos, Krauze comienza en un tono bajo: “nunca me atrevería a afirmar con certeza lo que Paz habría pensado porque, sencillamente, no está aquí”. Sólo se trata de buscar “claves”. Paz pensaba que hasta mediados del siglo XX, la democracia era aceptada como el fundamento de la legitimidad política. Pero en 1959 ocurrió un cataclismo con la revolución cubana: se impuso una nueva legitimidad “revolucionaria” en América Latina que, según glosa Krauze, ya no requería “de procesos electorales ni libertades cívicas ni de instituciones republicanas”. Esto conspiraba de un modo más profundo contra la democracia, interpreta Krauze, que las mismas dictaduras militares. Entonces Paz se consagra a desentrañar “las raíces dogmáticas” de la nueva legitimidad revolucionaria. Esta operación puede sintetizarse en el acoplamiento de varias generalidades sobre la tradición hispánica que, según el autor, permiten entender las tendencias políticas que abrió la revolución cubana. Aunque elementos claves de esa tradición se encuentran en sociedades de otras raigambres, se construye un patrón que supuestamente explica la particular explosión revolucionaria estimulada por la gesta cubana. Esas generalidades, poco atentas a las especificidades históricas, no son raras en la obra de Paz. El hecho es que el poeta —quien, según Krauze, había simpatizado con cierto talante de la izquierda e incluso con los revolucionarios cubanos— devino un crítico apasionado de la revolución, conforme la guerra fría llegaba a su climax y se acercaba a su desenlace. En suma, el camino de Paz fue un movimiento desde la “izquierda” hasta su conversión, dice Krauze, en “un líder intelectual de la disidencia liberal y socialdemócrata al marxismo revolucionario”, que prevenía, desde 1982, sobre los riesgos de una “revolución” que era un regreso al viejo absolutismo ibérico. El itinerario de Paz le parece especialmente importante a Krauze, pues es una advertencia para los jóvenes que “han abrazado de nuevo [...] el viejo sueño de la revolución, hoy encarnado en el comandante Hubo Chávez...” De eso se trata.
El tono de Paz era el de un profeta sombrío que predicaba acerca de una amenaza: la revolución y los sueños socialistas. Pero ya para 1989, los vientos habían cambiado: Paz rebosaba de optimismo y estaba en condiciones, dice Krauze, de profetizar “el fin de la revolución”, pues se asistía a una serie de cambios que le permitía al poeta anunciar “el ocaso del mito revolucionario” en Europa occidental y “el regreso de la democracia en la América Latina”. Todo bajo los auspicios de lo que Paz denominó el “liberalismo democrático”. ¿Cómo lo concebía el poeta? De un modo que a estas alturas nos resultará familiar: “Debemos —escribió Paz— repensar nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo. Me atrevo a decir que éste es ‘el tema de nuestro tiempo’.”(8) Tal búsqueda es la tarea que hereda Paz a Krauze y, por lo visto, a través de éste a algunos intelectuales antes citados.
Por eso Krauze, en su papel de intérprete privilegiado, inmediatamente entra en un experimento divertido, que consiste en adivinar lo que Paz habría pensado de Hugo Chávez. Krauze dice que nunca habló con Paz sobre Chávez, pero está “seguro” de que no habría visto en éste la “reconciliación” de las tradiciones que había recomendado el maestro. Más aún, conjetura sobre el sarcasmo que habría pronunciado Paz sobre Chávez, citando a Marx. Es una fase delirante, en la que Krauze no habla de lo que Paz pensó en su momento, sino de lo que el historiador vaticina que diría Paz sobre Chávez. Un curioso ejercicio de profecía retroactiva.
Lamentablemente, Krauze no continúa con este método innovador, porque tal vez tendría que profetizar (retrospectivamente) que Paz habría lamentado el carácter fallido de su profecía sobre “el ocaso del mito revolucionario”. Pues la razón principal por la que Krauze se ve embarcado en ardorosas críticas contra Chávez es porque, a pesar de los anuncios sobre el triunfo de la socialdemocracia (liberal) en América Latina y el ocaso del socialismo, resurgieron con más fuerza en la región los proyectos populares que ponen en el núcleo de sus afanes los cambios del modelo neoliberal e incluso la meta de un “socialismo del siglo XXI”, todo ello acompañado por la propagación de proyectos revolucionarios (la “revolución bolivariana” en Venezuela, la “revolución cultural y democrática” en Bolivia, la "revolución ciudadana" en Ecuador). El mismo año en que Paz anunció el cambio de dirección, el nuevo proceso de rebeldías tuvo un primer centelleo en el Caracazo, que desembocaría en el gobierno bolivariano. Un segundo momento destacado fue el levantamiento zapatista de 1994, que todavía Paz alcanzó a contemplar y examinar. Su impresión, por cierto, fue que el neozapatismo había renovado el “culto a la violencia”, que la sublevación era “irreal” y estaba “condenada a fracasar” y que el desenlace militar sería “rápido”.
El proyecto bolivariano encarna este nuevo ciclo de rebeldías de manera destacada, y es por esa razón que Krauze enfila sus baterías en primer lugar hacia el líder de ese movimiento. Desde luego, el objetivo es más amplio: contener los nuevos aires antineoliberales y gradualmente anticapitalistas que se arremolinan en la región. Esto es visto por el grupo de que Krauze hace parte como una verdadera calamidad. De ahí las arremetidas y, como complemento, la arrogancia de asumir el papel de consejero de aquella izquierda que se empeña en ignorar el nuevo derrotero trazado por su maestro en 1989. Se produce así un hecho insólito: desde posiciones conservadoras se le indica a la izquierda qué es lo que le conviene, y se le sermonea cuando ésta no hace caso.
La pequeña internacional liberal
Krauze no está solo en su cruzada contra el retorno de los sueños revolucionarios. Se articula con otros personajes y grupos. Así, podríamos hablar de una especie de “pequeña internacional liberal”, cuya característica más notable es su acentuado perfil conservador. No es extraña la cercanía de Krauze con posiciones como la del Partido Popular español y su dirigente José María Aznar (quien condecoró a aquél en 2003, en medio de ditirámbicos elogios mutuos) ni que ambos participen en jornadas y proyectos políticos conjuntos. Uno de esos trabajos “a la limón” fue el que realizaron en México en medio de la campaña presidencial de 2006. Sin el menor rubor, se presentaron juntos para apoyar al derechista Felipe Calderón, candidato del PAN, uno de los partidos más conservadores y retardatarios del continente. Así que cuando Krauze se presenta como liberal y socialdemócrata, y al mismo tiempo apoya a la derecha más ultramontana, uno no sabe qué pensar: o no entiende una palabra sobre las tendencias políticas de que habla (y a las que dice adherirse) o no tiene ningún respeto por la inteligencia de los demás. También hay que incluir a otros intelectuales dedicados a las letras, como es el caso de Mario Vargas Llosa. No es efectivamente casual que Krauze haya coincidido con Vargas Llosa en Venezuela en la ocasión indicada.
A juzgar por los resultados, las andanzas del grupo por Venezuela no han resultado muy exitosas. Es posible que incluso hayan fortalecido las posiciones de la izquierda local. Más que de empuje, su activismo es expresión de las debilidades de los conservadores venezolanos. La oposición en Venezuela carece de intelectuales propios, con suficiente preparación e impacto público para impulsar sus posiciones políticas y, sobre todo, para promover la unidad entre sus crispados componentes, peleados entre sí. Por ello recurre a intelectuales foráneos que forman una suerte de “grupo de tarea” (o “grupo de acción rápida”), el cual acude presuroso a brindar apoyo a sus pares de la derecha.
Las deformaciones de Krauze
El libro de Enrique Krauze es en su mayor parte una retahíla de descalificaciones contra el mandatario venezolano, sin que el autor eche en falta los argumentos. Las cosas son así, porque Krauze dice que son así: Chávez es un autoritario, un dictador que quiere mantenerse en el poder indefinidamente. No importa que Chávez haya cumplido una y otra vez con los requisitos de la “legitimidad” democrática que señalaba Paz (recuérdese: elecciones, libertades cívicas e instituciones republicanas). Es intrascendente que el político bolivariano se haya sometido a la voluntad popular mediante elecciones libres. Chávez lo ha hecho en doce ocasiones. Al parecer, ese es un requisito esencial y hasta suficiente cuando se trata de políticos que se comportan de un modo distinto a Chávez (por ejemplo, como seguidores ciegos de las recetas neoliberales), pero es irrelevante cuando se trata de un líder que desafía los dogmas del “libre mercado”, la “desregulación” irresponsable y no practica la total indolencia frente a las necesidades de las grandes mayorías, empobrecidas e impedidas de ejercer derechos fundamentales. En este caso, no hay nada de democracia; se trata de un “monarca absoluto” y de un mesiánico (uno de los descalificativos favoritos de Krauze, utilizado hasta la infamia contra López Obrador en 2006). Más aún, el requisito de la limpieza democrática es una exigencia rigurosa para la izquierda, pero puede exonerarse de ello a la derecha. Como se vio, Krauze no tuvo empacho en apoyar al candidato derechista Felipe Calderón, dedicado a la guerra sucia contra su principal adversario; y cuando Calderón es declarado ganador “haiga sido como haiga sido” —según sus propias palabras— el historiador liberal no muestra desazón ni se dedica a combatirlo con pasión democrática.
Tampoco basta que durante la gestión de Chávez se hayan respetado las libertades fundamentales, aún frente a sectores opositores que no descansan un momento en su tarea de minar las instituciones y promover la violación de las leyes (incluyendo la incitación al magnicidio). La oposición que el liberal Krauze apoya es una que llegó al punto de asaltar las instituciones republicanas que tanto ponderaba Octavio Paz, mediante un golpe de Estado; e inmediatamente que se hicieron del poder con un procedimiento tan “democrático”, pasaron a destituir a los representantes libremente electos, perseguir a las autoridades defenestradas, encarcelar y maltratar a los adversarios. No fueron ni siquiera compasivos. Poseídos por la furia democrática, disolvieron las instituciones. El fascismo asomó su rostro de espanto. Es una historia larga. Fue un episodio cargado de vileza y violencia implacable. Sin embargo, los que hicieron todo esto y más, que no tienen ni una pizca de liberales (en su sentido prístino) ni de democráticos, ni respetaron las libertades ni las instituciones republicanas (como aconsejó el maestro Paz), le parecen hoy a Krauze personas “que luchan por la democracia y practican un credo liberal”. En cambio, un gobierno en el que no se registran encarcelamientos arbitrarios, ejecuciones extrajudiciales, torturas y otras canalladas tan comunes en otros países, sólo le merece a Krauze desprecio y condenas; y el líder que —una vez repuesto en el poder por la insurrección de sus compatriotas— no se vengó de sus verdugos ni afectó sus propiedades ni cerró los medios de comunicación promotores del golpe, etcétera, le parece un corrupto y un violador de los derechos humanos. Si Krauze fuera más cuidadoso se daría cuenta de que al obviar las vilezas de sus defendidos, éstas se transfieren a él; que al ser tan injusto y parcial en su evaluación, la iniquidad y el dogmatismo se convierten en sus rasgos distintivos.
Con tal de denigrar a Chávez, Krauze llega hasta a inventarse un “decálogo” que, según dice, el líder bolivariano “ha establecido” con “el pueblo”. En él se disponen injurias como estas: el pueblo “carece de derechos individuales”; sólo puede recurrir a la “aglomeración” para hacerse escuchar; es libre sólo para emprender protestas; es propiedad del caudillo... Por cierto, el autor ya había utilizado el recurso del decálogo inventado para aplicárselo a López Obrador y a todo gobernante latinoamericano que se aparta del guión neoliberal, acusándolos de incurrir en “populismo”.(9) Es un método indigno de un intelectual. Y además, en el caso que nos ocupa, más que un ataque a Chávez, resulta una cruel ofensa al pueblo venezolano.
Es imposible en este espacio limitado abarcar el catálogo completo de insultos, engaños y falsedades que acumula el autor en su obra. Sólo señalo algunos ejemplos:
1) “Chávez es uno de los hombres más ricos del mundo”. Según esto, Chávez debería estar en la lista Forbes de los multimillonarios del mundo. Retoma un intento similar de difamar a Fidel Castro (atribuyéndole el erario como riqueza personal). Los difamadores de éste se atrevieron a decir que tenía cuentas secretas en el exterior, lo que era una calumnia pueril. Krauze no se arriesgó a tanto.
2) Al expulsar a la camarilla que manejaba a su antojo a la empresa petrolera (PDVSA), Chávez “realizó la privatización más grande de la historia” —dice Krauze—, pues “es ahora su propiedad”. Una descarada inversión de la historia: los que hicieron de la empresa pública PDVSA el botín privado de una pequeña oligarquía, ahora resultan víctimas: los privatizadores por excelencia se convierten en privatizados, y el que regresó su carácter público a la empresa, fue su privatizador.
3) Se acusa a Chávez de “propensión a monopolizar la educación”. ¿Así que hacer pública y gratuita la educación, equivale a monopolizarla? Aquí reverberan las pretensiones de los jerarcas de la iglesia católica y otros sectores retardatarios que prefieren una educación elitista y cargada de ideas religiosas. Los socialdemócratas europeos se asombrarían de este liberalismo de púlpito.
4) Chávez no es “un campeón de la democracia”, pues aunque ha realizado “varios procesos electorales”, lo ha hecho “en un contexto creciente de asfixia de todas las libertades públicas y control total de los poderes republicanos”. La “asfixia” de libertades parece referirse al tópico de la falta de libertad de prensa y expresión en Venezuela. Una piedra de escándalo en ciertos medios externos y caballito de batalla de la oposición interna. Se acusa a Chávez de perseguir o restringir a los medios, de violar la libertad de expresión. No salgo de mi asombro. Cualquier persona medianamente imparcial que visite Venezuela puede comprobar por sí misma que existen pocos países en el mundo en donde el sector privado, opositor al gobierno, tenga un control tan extraordinario sobre los medios. Hablo en términos cuantitativos y cualitativos: no sólo se trata de que domina la mayoría de los medios, sino también los más poderosos y penetrantes (los electrónicos, sin faltar los impresos: diarios, etc.). De hecho, puede decirse que el factor integrador de la oposición venezolana son los medios; y éstos funcionan en su conjunto como su partido político. Cuando uno lee, ve o escucha los medios venezolanos, se da cuenta de que es un país que disfruta de una gran libertad de expresión, que en ocasiones raya en el libertinaje (desde el punto de vista de la normatividad vigente). Esos medios de oposición se dan el lujo no solo de mentir, sino de violar las leyes abiertamente en forma aún más grave (por ejemplo incitando al magnicidio, es decir, al asesinato del presidente). En Estados Unidos y en otros países, ese delito tendría como consecuencia la cárcel para sus autores. No en Venezuela. Los medios opositores deforman los hechos y difunden mentiras, y no de manera esporádica o por error sino de manera intencionada y sistemática. Sin embargo, ninguno de ellos ha sido censurado o cerrado. Recuerdo un caso que me impresionó. Estando en Venezuela hace año y medio, leí en un diario de derecha la denuncia de que, en las escuelas, el gobierno estaba distribuyendo armas largas automáticas a los niños. La información se publicaba como verdad incontestable; hasta incluía fotos de las armas. En cualquier otro país hubiera sido materia de un escándalo gigantesco y de una investigación a fondo. Al parecer las autoridades no se vieron en la necesidad de realizar tal pesquisa. La noticia era tan evidentemente mentirosa que se esfumó como un suspiro. Se trataba de un infundio. La gente que hace cosa como esas, es la que grita (por los medios) que no hay libertad de expresión.
5) Examinemos el segundo asunto del punto anterior: el relativo al control de los poderes. Quizá el autor se refiera sobre todo a la Asamblea Nacional (congreso), en donde no hay ninguna representación de la oposición. Es verdad. Pero no puede ocultarse el hecho de que si no hay opositores allí es porque éstos decidieron no participar en las elecciones correspondientes, apostando a llegar al poder por otros medios, no precisamente democráticos y lícitos. Ahora los dirigentes están arrepentidos, consideran que su apuesta fue un error y han declarado que piensan participar en las próximas elecciones para ese órgano de poder. Hacen bien.
6) Ninguna de las “misiones” (en materia educativa, de salud, alimentaria, etc.) creadas por el gobierno, dice Krauze, “ha alcanzado los resultados que se pretenden. Su mayor impacto ha sido cultural”. Hombre, no es un resultado despreciable ni menor. Pero no es toda la verdad. Son muchos los que pueden ver los buenos resultados (incluyendo todo género de agencias internacionales, ONG, etc.). Por ejemplo, los datos que proporcionan fuentes nada sospechosas de chavismo, como la CEPAL y Naciones Unidas, muestran que las condiciones en Venezuela han cambiado favorablemente para los sectores populares en el campo de la educación (hace poco, Venezuela fue declarada por la UNESCO como país libre de analfabetismo), la salud, la alimentación, entre otros. Pero sobre todo, los que pueden ver claramente resultados son los millones de pobres beneficiados. Hay que apuntar también en esta lista a una buena proporción de los de ciudadanos de clase media y hasta a miembros de la clase alta. Pero ni éstos ni Krauze están dispuestos a verlo.
Y aquí radica en buena parte el problema del libro de Krauze: está atravesado por una visión recortada e ideológicamente sesgada. No es que no pueda ver, sino que no quiere ver. O mejor: sólo quiere ver lo que sus propósitos políticos y sus compromisos ideológicos le marcan. Es por eso que, para él, el proyecto bolivariano ha fracasado en todos los frentes, Chávez es un peligro insoportable y el paisaje sociopolítico de Venezuela es desolador. Los matices, cuando se ve obligado a hacerlos, son solamente para confirmar la regla absolutamente negativa que ha construido su propio prejuicio.
Para caracterizar este estado de ánimo, Roberto Hernández Montoya ha usado el término negacionismo. Se refiere a una imbatible negación de los hechos que, a veces, raya en lo ridículo. Para los afectados, el costo es no entender nada de lo que pasa a su alrededor. Los negacionistas, explica, no pueden ver “las misiones, niegan puentes, niegan autopistas, niegan la alfabetización, niegan los cientos de miles de personas que recuperaron la visión [...], las decenas de millones de libros a bajo precio o gratuitos. Niegan todo. Niegan los beneficios de la abolición del crédito indexado, indizado o mexicano. Se curan en un módulo [de salud] de Barrio Adentro y lo niegan. Pierden un realero en el Stanford Bank [que estafó a un número indeterminado de venezolanos por más de 2 mil millones de dólares] y lo niegan o la pagan con Chávez con la argumentación idiota de que por su culpa corrieron hacia el Stanford, temerosos de que Chávez les incautase su dinero. No lo ha hecho en diez años, la empresa privada ha seguido su curso de exacción, ganando dinero como nunca antes y todavía temen más a Chávez que a Stanford. Ser idiota es el lujo más costoso”. Enseguida explica que el desorden de la conducta que designa el negacionismo “no es solo negar algo, sino también ocultarlo, ignorarlo en una cortina de silencio estridente. Fue patético cómo los medios golpistas silenciaron el segundo Oscar que [en la última entrega] se ganó Sean Penn [actor estadounidense que simpatiza con la causa bolivariana]. No ven la obra de gobierno, pero cuando ponen una cadena [televisiva] para que al fin la vean, entonces apagan el televisor o se van a un canal por cable. Exilio interior. No quieren ver, no sea que tengan que admitir lo que no quieren admitir: que este es el único gobierno bueno en lo que va de República. No es perfecto, ¿alguien dijo que lo era?, pero es el mejor”.(10) Es —digo yo— lo mismo que le pasa a Krauze.
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El autor es profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Director de la revista Memoria. Obras recientes: El canon Snorri. Diversidad cultural y tolerancia, UACM, México, 2004; El laberinto de la identidad, UNAM, México, 2006, y Elogio de la diversidad. Globalización, multiculturalismo y etnofagia, Casa de las Américas, La Habana, 2008 (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada, Casa de las Américas 2008).
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Notas:
1. Tusquets Editores, México, 2008.
2. Anthony Giddens, La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia, Taurus, España, 1999.
3. H. Díaz-Polanco, “La tercera vía. Un balance crítico”, en Boletín de Antropología Americana, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 34, México, junio, 1999.
4. José Antonio Crespo, 2006: hablan las actas. Las debilidades de la autoridad electoral mexicana, Random House Mondadori/Debate, México, 2008.
5. Cf., Letras Libres, año X, núm. 113, mayo de 2008.
6. Enrique Krauze, “Viaje a Caracas”, Letras libres, noviembre de 2008, p. 25.
7. Antonio Sánchez García, “Krauze y Vargas Llosa en Caracas”, El Nacional, Caracas, 6 de diciembre de 2008.
8. Citado por Krauze, en El poder y el delirio, op. cit., p. 330. Cursivas nuestras.
9. Al menos desde 2005, Krauze viene publicando “decálogos” contra el “populismo”, adaptándolos a las coyunturas políticas de distintos países (México, Venezuela, etc.). El de más amplio alcance lo dio a conocer en España: E. Krauze, “Decálogo del populismo iberoamericano”, El País, 14 de octubre de 2005. Se trata de una lista simplista, fundada en los tópicos del liberalismo más atrasado, sobre los pecados en que incurren los políticos que no son gratos a los intelectuales conservadores. El sentido del artículo de Krauze lo analizó certeramente Emir Sader (“El populismo: su más completa traducción”, Alai-Amlatina, 14 de noviembre de 2005). Estas frases lo resumen: “Este decálogo —dice Sader— es una radiografía de cuerpo entero del cinismo liberal [...] En la era neoliberal, la palabra populismo sirve para intentar descalificar la prioridad de lo social: eje de la alternativa posneoliberal”.
10. Roberto Hernández Montoya, “Negacionismos”, en Aporrea, Caracas, 1 de marzo de 2009.

domingo, 19 de octubre de 2008

La antropología social en perspectiva




LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL EN PERSPECTIVA

Héctor Díaz-Polanco

El presente texto es la trascripción, revisada por el autor, de la exposición oral realizada en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CIICH), de la UNAM, el 21 de octubre de 1997. Se hicieron algunos ajustes al texto para mejorar su presentación y comprensión.

La antropología es una disciplina muy especial por su historia y por sus pretensiones, como veremos. Habría que aclarar, ante todo, que lo que aparece como un bloque homogéneo e indiferenciado en realidad contiene un conjunto de subdisciplinas, ramas o especialidades en su interior. Esto incluye especialidades como la antropología física, que se dedica a estudiar el proceso de “hominización”, de constitución de lo humano en lo genotípico y lo fenotípico; la etnolingüística, que examina las complejas relaciones entre cultura y lengua; la arqueología, interesada en las formaciones sociales antiguas, las primeras configuraciones estatales, las revoluciones agrícolas y urbanas, etc., y la especialidad que centra su interés en los sistemas socioculturales contemporáneos: la antropología social (o cultural) y la etnología. La lista es sólo ilustrativa, pues los nichos de las especializaciones, así como la multitud de prácticas híbridas, van en aumento. En la práctica, las fronteras entre estos campos no son tajantes y existen muchos terrenos comunes, preocupaciones compartidas y traslapes. Es por ello que son agrupadas bajo el paraguas de la “antropología”. En las páginas que siguen estaré colocado en el terreno de la antropología social o cultural.
La antropología nace en la atmósfera intelectual que arranca a finales del siglo XVIII, y avanza hasta nuestros días. Su consolidación como disciplina académica se realiza durante la segunda mitad del siglo XIX. Es el ambiente en que se enfrentan el racionalismo francés y el romanticismo alemán. Es decir, Voltaire versus Herder, para mencionar dos figuras epónimas; el espíritu de las luces frente al relativismo histórico; la noción de universalidad en pugna con la de particularidad; el racionalismo ius-naturalista frente al historicismo jurídico, con su fundamento en el wolkgeist (espíritu del pueblo).
Se trata de una disciplina que ha experimentado transformaciones substanciales a lo largo del tiempo y que, en este momento, constituye una piedra angular para la comprensión o el tratamiento de un conjunto de problemas cruciales. En primer plano se puede situar la cuestión de la diversidad o la pluralidad, abordada desde diversos enfoques y preocupaciones. Si hay una línea conductora, un hilo rojo que atraviesa todas las problemáticas antropológicas, es el de la diversidad. El problema de la diversidad, como sabemos, aparece prácticamente en el mismo momento en que los conglomerados humanos dejan de ser sociedades totales y pasan a ser sociedades parciales; es decir, pasan a interrelacionarse, a vincularse y a ser partes de unidades sociopolíticas mayores. En esa circunstancia, el problema de la diversidad—la difícil y a menudo conflictiva convivencia de sistemas socioculturales distintos—aparece como uno de los problemas humanos fundamentales.
La antropología intenta estudiar esta diversidad y, a veces, proponer soluciones a variados conflictos. En términos contemporáneos, éstos se presentan como las fricciones que resultan de la pluralidad en el marco de sociedades complejas, determinadas a su vez por un continuo proceso de mundialización o, para usar un término de moda, globalización. En concreto, se manifiestan como el problema del reconocimiento de los derechos socioculturales de grupos de identidad en el contexto del Estado-nación, mediante diversas fórmulas que se resumen en lo que se ha dado en llamar el régimen de autonomía. Se busca sentar las bases de una sociedad plural. Esto supone admitir que existe lo que puede llamarse una contradicción sociocultural: la que se da entre la particularidad étnica, la particularidad identitaria de ciertos grupos, y la pretensión de universalidad que también atraviesa la historia de occidente sobre todo en los últimos dos siglos.
Estamos hablando de la problemática de compatibilizar los derechos étnicos, colocados el ámbito de la particularidad, por una parte, y los derechos individuales o “ciudadanos” planteados en el terreno de la universalidad, por la otra. El conflicto se pone de relieve ante un primer indicio: a menudo el contenido de los llamados derechos étnicos y el sistema cultural del que derivan—con su énfasis en lo comunal, el control y la subordinación de la individualidad a los imperativos de los llamados “usos y costumbres” y la vigencia de estrictas normas colectivas, por ejemplo—parecen competir tanto con la sensibilidad ética del hombre occidental de fines del siglo XX, como con principios y garantías internacionalmente sancionados que se identifican con nociones de libertad, igualdad, derechos humanos y otras por el estilo. Se trata de lo que Geertz caracterizó como la tensión entre el impulso esencialista (“el estilo indígena de vida”) y el empuje epocalista (o sea, “el espíritu de la época”), uno jalando hacia la herencia del pasado y el otro hacia “la oleada del presente”. Las metas de uno y otro implican ventajas y dificultades. Las metas del esencialismo pueden ser “psicológicamente aptas pero socialmente aislante”; mientras que las propuestas del epocalismo tienden a ser “socialmente desprovincializantes, pero psicológicamente forzadas”.
Un nivel adicional de tensión surge a fines del siglo XVIII, después de la gran Revolución Francesa, cuando comienza, como lo recuerda Wallerstein, la época del triunfo del liberalismo. Éste se convierte en el fundamento filosófico y político sobre el que se construyen las sociedades occidentales. Este largo período de dos siglos, según el autor, se acerca a su fin. En todo caso, con el surgimiento del liberalismo como concepción orientadora y organizadora del desarrollo del capitalismo mundial, los problemas de la diversidad no sólo no se solucionan, sino que entran en un nuevo nivel de complicación, por lo que se agudiza el conflicto. ¿De dónde provienen las bases del conflicto indicado? Provienen de una doble intransigencia. De un lado, operan los inflexibles principios de un liberalismo que no acepta otra racionalidad como base de la organización sociopolítica que no sea aquella que el mismo prescribe. En la actualidad conviven versiones de un liberalismo duro y de un nuevo liberalismo pluralista. Pero para el liberalismo primigenio, que sigue siendo el dominante, ni la tradición ni la identidad son fundamentos para constituir la sociedad política, sino la “razón” y la adhesión voluntaria, la asociación y el “contrato”. En el lado contrario, encontramos el ascenso del relativismo absoluto que, so pretexto de reivindicar la particularidad, se aferra a una metafísica de la irreductibilidad e inconmensurabilidad de los sistemas culturales. En este partido se pone en tela de juicio la pretendida soberanía de la razón y la “autonomía de la voluntad” y, en contraste, se exalta la preeminencia de la cultura sobre la individualidad.
Desde hace casi dos siglos, la contienda entre estos dos grandes enfoques ha dificultado la armonización entre razón y cultura, entre pensamiento y tradición, entre unidad nacional y pluralidad, entre universalidad y particularidad. Actualmente su persistencia estorba la transacción sociocultural que implica, por ejemplo, el régimen de autonomía. En general, las dos grandes tendencias mantienen su impulso primigenio: el espíritu de las luces frente al espíritu del pueblo (wolkgeist); el hombre “universal” en contraste con el hombre determinado hasta en los menores detalles o gestos por su cultura. No se trata desde luego de una confrontación que se mantiene y se resuelve en el ámbito de las ideas. Tratándose de concepciones con una gran densidad histórica, el forcejeo provoca consecuencias prácticas de enorme trascendencia. La batalla entre estas dos tradiciones teórico-políticas, por ejemplo, se extendió con fuerza a tierras americanas en el siglo XX, adquiriendo rasgos virulentos sobre todo a partir de su segunda mitad. La antropología fue una de las arenas predilectas.
Antes de abordar este punto, hay que examinar brevemente las dos grandes fases por la que atraviesa la contienda. La primera abarca el período de desigual constitución de los Estado-naciones, particularmente durante el siglo XIX. Esta etapa marca el triunfo del universalismo racionalista, pues los estados nacionales no se erigen a partir del principio cultural preconizado por el romanticismo (“cada nación cultural un estado”), sino considerando a la nación como un conjunto de individuos o ciudadanos que, independientemente de sus características culturales, se reúnen para fundar un Estado-nación. Esto es, no se impone la nación cultural sino la nación política, cuyos límites no respetan las fronteras étnicas ni las identidades históricamente conformadas. Así ocurrió tanto en Europa como en América Latina. Ello determina que, en consecuencia, en los Estado-naciones la regla no sea la homogeneidad sociocultural de las poblaciones que conforman las flamantes unidades sociopolíticas, sino la heterogeneidad. El resultado generalizado fueron naciones políticamente unificadas, pero con bases sociales que son multiculturales o pluriétnicas e incluso multinacionales en un sentido herderiano. Así, el ente con que el racionalismo liberal celebra su éxito lleva en su seno el germen del conflicto, debido a su propia pluralidad: en el Estado-nación permanece latente, y a menudo aflora con brío, el conflicto de la diversidad. Este problema subyace quizás como la gran problemática de la antropología actual.
Una segunda fase se inicia después de la Segunda Guerra Mundial y se prolonga hasta nuestros días. En aparente paradoja, después del holocausto provocado por el racismo nazi, el culturalismo experimenta un gran ascenso. El renacimiento de los enfoques relativistas, sin embargo, se realiza en nuevos términos; concretamente, llevando a cabo una severa expurgación de toda referencia a supuestas determinaciones raciales. A partir de los años cincuenta, científicos del mundo, convocados por la UNESCO, realizan la sistemática refutación de las tesis racistas. En lo adelante, la diversidad aceptada sólo puede fundarse en lo cultural. En esta ola, el relativismo cobra fuerza en la comunidad antropológica.
Pero volvamos atrás para hacer un poco de historia sobre nuestra disciplina. Constatemos un primer hecho interesante: aunque en ella se desarrollan poderosas corrientes racionalista, y de hecho arranca con formulaciones evolucionistas de este carácter, la antropología es una disciplina identificada mucho más con la tradición romántica, con la tradición del historicismo alemán, que con el racionalismo francés. Se puede decir entonces que la antropología arrastra la marca romántica. En efecto, a diferencia de otras disciplinas como la sociología, es identificada—y no sólo por los legos—con el entusiasmo por lo exótico, lo extraño, lo único, lo especial. Como contrapartida se advierte en ella escaso interés por las comunidades políticas complejas, particularmente por el Estado-nación. De hecho, para muchos antropólogos, su disciplina se distingue por el estudio de las llamadas “sociedades simples”. Es cierto que se encuentran estudios antropológicos centrados en sistemas sociales “complejos”; pero esto es más bien la excepción y no llega a convertirse en un objeto de primer orden en su campo de estudio. Así aparece el contraste entre una “rutina sociológica” que se realiza en nuestro propio ámbito, en un terreno conocido: nuestro mundo “occidental”, frente al “heroísmo” casi wagneriano de la antropología. No es casual que la versión hollywoodense más difundida del científico heroico (Indiana Jones) sea la figura de un antropólogo (un arqueólogo, para más señas), construida a partir de un cliché que ha corrido con buena fortuna.
Esto se debe quizás a que lo destacable de la antropología es el estudio del otro, de lo otro, de lo diferente por antonomasia. Incluso, durante mucho tiempo, lo que se engloba como propio de la etnicidad, como propio de la étnico, es concebido básicamente como un atributo del otro, lo que manifiesta un cierto residuo colonialista en el enfoque antropológico: los otros (sociedades “primitivas” o “simples”) tienen etnicidad, nosotros (“occidentales” o “civilizados”) no. Esto no debe extrañarnos, pues es imposible entender la constitución y desarrollo de la disciplina sin las determinaciones del colonialismo. De tal manera que los estudios de éste y otros temas caracterizados como antropológicos se hacían en el mundo del “otro” y no en nuestro propio ámbito. Tomó cierto tiempo a los antropólogos liberarse de su condicionamiento colonialista y aceptar que podían aplicar el mismo enfoque “antropológico” al estudio de realidades (es decir sistemas, relaciones, funciones, estructuras, etc.) “occidentales”, propias de nosotros.
Un segundo rasgo destacable de la antropología social es su pretendida peculiaridad metodológica, debido a la influencia de corrientes teóricas que veremos más tarde. Muy pronto se identifica prácticamente la antropología con el trabajo de campo, particularmente con lo que los antropólogos llaman la observación participante. En breve, se trata de una forma de trabajo que requiere que el investigador no sólo se inserte en el ámbito de la comunidad de estudio a fin de recolectar la información, sino que permanezca allí el tiempo suficiente para contrarrestar los efectos perturbadores más evidentes que produce su presencia. Se busca que los miembros del sistema social bajo estudio empiecen a ver al investigador, si bien no como parte de aquel conglomerado humano, al menos como un elemento no perturbador: que se acostumbren al antropólogo, de modo que éste pueda estudiar los fenómenos que le interesan sin modificarlos con su presencia hasta un punto inconveniente.
Largo ha sido el debate entre los antropólogos—me temo que todavía sin un desenlace concluyente—sobre el carácter del trabajo de campo y de la observación participante. Por ejemplo, ¿la observación participante es en realidad un método peculiar de la antropología o una técnica de investigación que puede ser común a disciplinas y tipos de estudio diversos? Preguntas como ésta siguen bajo escrutinio. En cualquier caso, el hecho es que el uso de este tipo de estrategia de investigación desarrolló en muchos antropólogos cierto orgullo, ciertas actitudes que percibían su trabajo como una actividad única y especial. Según esto, lo que caracterizaría al antropólogo es justamente que realiza este tipo de investigación de campo, y extrae un género particular de información, de dato, del que no dispone ninguna otra ciencia social. El deslinde—que apenas disimula un cierto aire altivo y autosuficiente—es frente a otras disciplinas sociales, particularmente respecto a la sociología.
Para situar la cuestión en sus justos términos, habría que volver al sentido original. ¿Qué se pretendía con el trabajo de campo? Se pretendía lo que Thomas R. Williams llamó el “desgaste del etnocentrismo” en la investigación de la cultura. Tratándose del estudio del otro hay un conjunto de dificultades, de obstáculos para que el investigador pueda captar o “comprender” en su profundidad y significado, en su función, etc., el fenómeno cultural que quiere estudiar. Uno de los obstáculos principales consiste en los preconceptos, en las nociones etnocéntricas que inevitablemente el antropólogo carga como bagaje de su propio mundo. Por consiguiente, hay que desgastar tal etnocentrismo. Y este etnocentrismo se logra limar—es la pretensión de los antropólogos—durante la permanencia más o menos prolongada en el campo, en contacto con lo extraño. Analizar esta realidad, más o menos liberado de los propios prejuicios, es lo que hace posible captar la naturaleza distinta de lo otro. Dicho en términos bachelardianos, en parte se trataría de usar la observación participante como un apoyo para remover ciertos “obstáculos epistemológicos”.
Pero, antes de seguir con la cuestión de la naturaleza del dato antropológico, de inmediato conviene prestar atención a otro concepto clave que se deriva de lo indicado: el concepto de relativismo. Con él, la antropología empata con una de las cepas mas vigorosas de sus antecedentes históricos; me refiero a la mencionada raíz relativista que es parte del frondoso árbol del romanticismo y el enfoque historicista. Mientras el relativismo se mantuvo como una especie de técnica de desgaste del etnocentrismo, operó como un instrumento “heurístico” de la antropología. Pero muy pronto el relativismo se cargó de pretensiones epistemológicas, con derivaciones políticas. Entre otras, la pretensión de que se podía de allí inferir—de hecho, bien vistas las cosas, se trataba de un presupuesto—el carácter único e incomparable de cada sistema cultural; es decir la inconmensurabilidad e irreductibilidad de las culturas. De tal manera que a partir de esta concepción cada cultura resultó un ente válido en sí mismo y que en ningún sentido podía ser evaluado considerando otro esquema cultural.
Desde luego, esto trajo complicaciones muy serias que estamos viviendo hasta el día de hoy. Ha conducido a planteamientos que, mediante un proceso complejo de mediaciones, terminan aceptando perspectivas fundamentalistas convencidas de que ningún sistema cultural puede ser evaluado a partir de criterios que le sean “ajenos”. Por esa vía, la propia unidad de la especie humana queda en entredicho. Por lo tanto, cualquier sistema cultural es válido en su totalidad por el solo hecho de serlo. Bajo este principio, tenemos graves dificultades en la actualidad para buscar los puentes, los principios de comunicación entre culturas, esenciales para abordar problemas difíciles que derivan de la práctica cultural. Según un esquema cultural se puede aducir, por ejemplo, que ciertas prácticas conducen a violaciones de los derechos humanos o de garantías individuales. Los que llevan el relativismo hasta extremos absolutos tenderán entonces a sostener que no es posible evaluar como violaciones determinados usos o costumbres, puesto que ellos son válidos en el contexto cultural correspondiente. Esto plantea desafíos muy importantes que está afrontando la antropología en la actualidad—a mi juicio de manera insatisfactoria—y que sobrevienen de su propias raíces históricas.
En México sobrarían los ejemplos para ilustrar la cuestión, precisamente ahora que se discute en el país la problemática de los regímenes de autonomía. La pregunta clave es qué tipo de autonomía debemos establecer, de modo tal que garantice el ejercicio de los derechos propios de los pueblos indígenas—entre los cuales se encuentran el mantenimiento de sus características y prácticas socioculturales—y, simultáneamente, salvaguarde los derechos humanos y las garantías individuales. Esto nos lleva a la necesidad de que la antropología amplíe el trabajo revisionista conducente a la elaboración de perspectivas y conceptos transculturales que faciliten el abordaje de las contradicciones culturales y permitan establecer los puentes para el diálogo intercultural.
No partimos de cero. Disponemos ya de un conjunto muy rico de propuestas, aunque insuficientemente discutidas. Como ejemplo, me referiré sólo a una: la propuesta del analista portugués de Sousa Santos, quien plantea la necesidad de enfocar esta problemática a partir de lo que llama una “hermenéutica diatópica”; es decir una interpretación de la cultura que considere tópicos de pares de cultura o de pares de conjuntos culturales, bajo un principio fundamental: la incompletud de todas las culturas. Esto puede resultar muy fértil, puesto que la idea de irreductibilidad o inconmensurabilidad de las culturas, y en consecuencia de la imposibilidad de comunicación y diálogo entre ellas, deriva de un principio exactamente contrario al que se acaba de enunciar: el de que toda cultura contiene la totalidad de las soluciones y que, en este sentido, es un sistema completo y acabado. Me parece que la noción de incompletud permitiría iniciar un trabajo para, comparando los sistemas culturales, establecer un diálogo a partir de la detección de las faltas o los desarrollos insuficientes en los diferentes sistemas culturales, a fin de buscar entonces la complementariedad de las culturas.
Una tercera particularidad de la disciplina tiene que ver con la etnografía. La antropología es en realidad, como dice Geertz, lo que los antropólogos hacen. Y lo que los antropólogos hacen es fundamentalmente etnografía. Con ello retomo el problema que dejé pendiente hace rato: el carácter del dato que resulta de la etnografía. La pretensión de muchos colegas es que la antropología proporciona una especial objetividad porque sus conclusiones se fundan en el dato etnográfico. Esta supuesta particularidad de la antropología, que permitiría distinguirla ventajosamente de otras ciencias sociales, se funda en una perspectiva metodológica de signo inductivista. Es decir, un enfoque que exagera, que pone un énfasis excesivo o, por así decirlo, sacraliza el papel del dato en el análisis. Así, la información etnográfica se reputa como una suerte de dato “duro” que hace prácticamente irrefutable el análisis fundado en él. En la perspectiva de la epistemología contemporánea, un “dato” de esa naturaleza se coloca inmediatamente fuera de los límites de la ciencia. A fines de los sesenta el inductivismo prácticamente ya se había establecido como una especie de creencia religiosa en un sector influyente del mundo antropológico. En México se sintió fuerte esta oleada. Recuerdo que en los sesenta, los antropólogos que no creían demasiado en este principio de que el “dato” etnográfico era el alfa y omega del análisis antropológico, eran poco apreciados en la comunidad académica. Se les acusaba de ser teoricistas o no científicos; sobre todo si sus trabajos no eran estudios etnográficos de comunidad, puesto que ya para entonces el análisis de ésta se había convertido en el objeto “científico” de la socioantropología.
No es entonces casual que uno de los críticos más acervos de esta pretensión de la antropología haya sido precisamente Karl Popper. A fines de los sesenta, Popper expresó su crítica con estas palabras: “El triunfo de la antropología es el triunfo de un método pretendidamente basado en la observación, pretendidamente descriptivo, supuestamente más objetivo y, en consecuencia, aparentemente científico-natural. Pero se trata de una victoria pírrica: un triunfo más de este tipo, y estamos perdidos—es decir, lo están la antropología y la sociología”. Y agregó que aunque el prisma antropológico “es quizás más coloreado que otros, no por ello es más objetivo. El antropólogo no es ese observador de Marte que cree ser y cuyo papel social intenta representar no raramente ni a disgusto; tampoco hay ningún motivo para suponer que un habitante de Marte nos vería más ‘objetivamente’ de lo que por ejemplo nos vemos a nosotros mismos”.
Geertz, hace juicios en términos similares, cuando recuerda que “los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura interpretaciones de segundo y hasta tercer orden [...] De manera que son ficciones; ficciones en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’—que es la significación de fictio...” La experiencia de campo tiene un valor indudable, y no es esto lo que está en discusión. “Pero— como agrega Geertz—la idea de que esta experiencia da el conocimiento de toda la cuestión (y lo eleva a uno a algún terreno ventajoso desde el cual se puede mirar hacia abajo a quienes están éticamente menos privilegiados) es una idea que sólo se le puede ocurrir a alguien que ha permanecido demasiado tiempo viviendo entre las malezas”.
Sobre este punto concluyo indicando que persiste aún en amplios terrenos de la antropología la postura inductivista, entendida como la errónea idea de que el dato de tipo etnográfico dará un conocimiento privilegiado. Pero al mismo tiempo se han desarrollado tendencias nuevas y ya no tan nuevas en la antropología que otorgan su justo lugar a la elaboración teórica y a la deducción como instrumento fundamental del conocimiento científico. Por razones difíciles de explicar, a menudo las tendencias inductivistas se asocian, en el terreno de las posturas sociopolíticas, con inclinaciones fundamentalistas, etnicistas o conservacionistas; o en todo caso, con visiones restrictivas respecto del campo de estudio de la antropología.
Pasemos ahora, en cuarto término, al desarrollo de las teorías antropológicas. Quisiera iniciar con una idea básica que resumo así: no podemos abordar adecuadamente la cuestión de los objetos de investigación, del método e incluso de las técnicas de recolección de datos que tienen lugar en el vasto campo reservado a la antropología, y quizá en el de cualquier otra disciplina, si no es desde el marco de los enfoques teóricos. Lo mismo se aplica a la construcción de conceptos. Dicho de otra manera, cada teoría construye los conceptos pertinentes, y los construye según su propio marco. De tal manera que el análisis de los conceptos fuera de estos marcos teóricos podría carecer de significado o ser trivial. El mismo concepto, o aparentemente el mismo, opera de manera diferente—de hecho es un concepto diferente—según que esté asociado a una teoría u otra.
Para analizar este punto se requiere distinguir, para llamarlo de alguna manera, entre la antropología ficticia o quimérica y la antropología real. Sospecho que son muchos los adictos a la antropología ficticia. ¿En qué consiste? Consiste en concebir a la antropología como una disciplina que tiene un objeto, un método y un cuerpo conceptual, que son propios de ella con independencia de los enfoques teóricos. En suma, que existe un objeto que es propio de la antropología, en tanto disciplina. Esta antropología es irreal porque no se compadece con lo que nos muestra la historia y la práctica de aquellos que se consideran antropólogos. El hecho de que todos ellos se denominen con el mismo término y se sientan parte de una disciplina no cambia la cuestión. Oculta la diversidad a su interior, pero no la suprime. La antropología es, en realidad, un conjunto de teorías más o menos coexistentes o sucesivas, y las prácticas que se realizan a partir de ellas. Por lo regular, encontramos a varias teorías antropológicas coexistiendo y compitiendo entre sí, con la preeminencia de alguna durante períodos más menos largos. En otro sentido, y considerando la larga duración, la antropología se presenta como una sucesión de teorías, una refutando o desplazando a la anterior, y a veces utilizándola como referencia crítica para la construcción de su objeto, de su método, de su cuerpo conceptual. Así, con estos enfoques teóricos los antropólogos definen sus objetos de estudio y, según los respectivos marcos, construyen los cuerpos conceptuales. La antropología entonces viene a ser evolucionismo, culturalismo, funcionalismo, estructuralismo, neoevolucionismo, antropología “simbólica”, etnociencia, etcétera. Es en su campo de significaciones en donde habría que analizar el problema de los conceptos.
Hablando del desarrollo histórico de la antropología, habría que recordar que se incuba en el momento en que los países centrales (a finales del siglo XVIII y principios del XIX) están en una disyuntiva histórica entre las fuerzas del pasado y las que empujan hacia los cambios. Aquí los adversarios son la corriente conservadora y la liberal que, en un lapso relativamente corto, terminará imponiéndose. Entre ellas, y desafiando a ambas, se sitúa otra tendencia (la socialista) que ya en la segunda parte del siglo XIX adquiere perfiles retadores. En consecuencia, todas las teorías que nacen en esa fase, y que posteriormente serán la base para formar disciplinas académicas como la sociología y la antropología, se están planteando el problema de superar el antiguo régimen y, al mismo tiempo, impulsar las nuevas ideas o formulaciones sociales acordes con las fuerzas emergentes. Ello implica también vigilar de reojo a las tendencias socialistas que favorecen no las vías para la sustitución de una clase social por otra, sino la abolición de todas las clases. De ahí que las teorías del siglo XIX, desde el positivismo hasta los enfoques que se cobijarán bajo el respetable paraguas de la antropología, aparezcan armadas de conceptos centrales que hacen alusión a estas contradicciones. Por ejemplo, el lema del positivismo sintetiza una concepción basada en dos conceptos: uno, el de progreso, para oponerlo al antiguo régimen, y otro, el de orden, para contrarrestar a quienes quieren desestructurar completamente el sistema social en lo que tiene de orden jerárquico y régimen de dominación. De tal manera que los conceptos de orden y progreso expresan aquella realidad histórica.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, ya conjurado el peligro del antiguo régimen, el pensamiento social se vuelca hacia la disputa por los proyectos de futuro, y la cuestión del orden pasa a segundo plano. Es el gran arranque de los enfoques evolucionistas que marcarán durante mucho tiempo a la antropología naciente. El concepto de progreso de vuelve central en esta antropología. La antropología evolucionista se empeña en fundar una ciencia en la que las sociedades humanas aparecen ordenadas y en secuencia ascendente. Se trata de entender las fases o los estadios de evolución de la sociedad humana. Y estas fases permiten a los primeros antropólogos elaborar diversos esquemas evolutivos en los que cada estadio tiene el carácter de necesario, en el sentido de que la escala no admite saltos. La noción de diacronía es el concepto mediante el cual se da cuenta del ascenso histórico.
En esta etapa, la construcción de conceptos en la antropología estuvo fuertemente influida por el estudio de un fenómeno social que prácticamente la funda. Me refiero al sistema de parentesco. Lewis H. Morgan es considerado uno de los padres de la antropología, entre otras cosas, porque advirtió su importancia. Con ello hizo un descubrimiento que Marx y Engels consideraron una de las grandes hazañas científicas, comparable con la que posteriormente realizaría Darwin en relación con la evolución de las especies. Morgan se percató de que existían sistemas de descendencias unilineales. A tono con el pensamiento evolucionista dominante, el autor infirió que los sistemas matrilineales eran más antiguos que los patrilineales y que, en consecuencia, se podían ordenar en una escala evolutiva. Morgan estudió también lo que llamo las terminologías clasificatorias y las terminologías descriptivas. A partir del análisis del sistema de parentesco, Morgan buscó mostrar que estas sociedades llamadas primitivas no eran sistemas caóticos, sino que se sustentaban en una organización social con cierta racionalidad. En consecuencia se podía estudiar el sistema cultural a partir de los sistemas clasificatorios y descriptivos.
Morgan fue un poco más allá en la que se considera su obra cumbre (La sociedad primitiva)—y con ello despertó las alabanzas de los fundadores del marxismo—, al prestar atención no sólo a aquel aspecto de la organización social, sino además a la estructura productiva, a partir de lo que denominó “las artes de subsistencia”. Combinando ésta con las invenciones y descubrimientos, y completando el cuadro con las formas de propiedad, Morgan erigió el que es seguramente el esquema evolutivo más célebre: el trifásico salvajismo, barbarie y civilización.
Estos conceptos evolucionistas imperaron durante toda la segunda mitad del siglo XIX. En la centuria siguiente comenzaron a decaer, bajo el fuego cruzado del relativismo cultural que se desarrolló en Norteamérica y del funcionalismo británico. Franz Boas, considerado el padre de la antropología norteamericana, emigra de Alemania a los Estados Unidos, imbuido de los planteamientos del romanticismo. En Norteamérica, Boas se convierte en el constructor de un nuevo enfoque antropológico que recupera la indicada tradición teórica de su patria natal: los tópicos herderianos que ponían el énfasis en la organicidad de los sistemas culturales. Como se recordará, lo que Herder critica al racionalismo iluminista es el hecho de que supone que los sistemas sociales son agrupaciones voluntarias de individuos. Cree, en cambio, que aquellos trascienden la individualidad. De hecho, insiste en algo que el propio Marx planteará desde otra perspectiva: que el individuo es una realidad social de reciente creación; esto es, que lo social precede a la individualidad. De tal manera que lo que debe primar—cree Heder—es la cultura o el “carácter nacional”. Por eso plantea que sería un error que los estados-nacionales se conformasen sin respetar las formaciones orgánicas o los “límites naturales” de las culturas. Como vimos, lo que se hizo no atendió a las recomendaciones de Herder. De tal manera que esta segunda corriente antropológica, conocida como culturalismo, relativismo cultural o relativismo norteamericano (en referencia a su principal lugar de gestación) constituye—por decirlo así—la revancha del romanticismo, de la concepción herderiana, en el ámbito de la antropología.
Boas crea toda una escuela de antropología, y de ella derivan varias orientaciones que se expresan en los trabajos de sus numerosos discípulos (M. Mead, R. Benedict, R. Linton, A. L. Kroeber, etc.). Boas extiende su influencia en América Latina. En México, influye enormemente en la formación de la disciplina. En la entonces Universidad Nacional de México instaura un programa internacional de formación en antropología y arqueología, bajo su dirección, en el que participan jóvenes mexicanos que, con el correr del tiempo, se convierten en factótum de la antropología local. El caso más destacado es el de Manuel Gamio, quien fue durante lustros la figura central de la antropología y uno de los artífices de la expansión de la perspectiva boasiana en Latinoamérica, aunque ya mexicanizada, particularmente a través del Instituto Indigenista Interamericano. De tal suerte que Gamio y sus discípulos retoman los planteamientos relativistas de Boas, y dan un sello particular a la antropología mexicana.
La noción de cultura pasa a ser el concepto central del trabajo antropológico. Esto implica una reacción frente al enfoque evolucionista; en particular, el rechazo de las escalas evolutivas y la crítica del etnocentrismo que subyace en ellas. En la medida que los estadios expresan rangos y jerarquías en el desarrollo histórico, dicen los culturalistas, esconden un enfoque etnocéntrico que sólo favorece los intereses del colonialismo. (Por supuesto, aquí entran los juegos geopolíticos. Estados Unidos no tiene el desafío del manejo de colonias en la medida de, por ejemplo, Gran Bretaña, quien sí requiere una antropología que sea útil para la administración colonial). De este concepto de cultura se deduce que cada sistema cultural tiene un valor en sí mismo y debe ser estudiado en sus términos. Es lógico entonces que el trabajo de campo se convierta en la tarea fundamental del antropólogo, persiguiendo durante él el logro de la máxima “empatía”. No se espera que el antropólogo se convierta en indígena; pero que al menos se coloque en el contexto del otro y, desde esa posición privilegiada, se esfuerce por comprender la lógica del sistema cultural estudiado.
Compitiendo con el culturalismo norteamericano, el funcionalismo o estructural-funcionalismo se desarrolla en Inglaterra después de la primera Guerra Mundial, de la mano de autores claves como A. R. Radcliffe-Brown, E. E. Evans-Pritchard y B. Malinowski. La antropología social inglesa convierte el concepto de función en la noción básica. Inspirándose en un organicismo tomado de la biología, conciben los sistemas sociales como totalidades en las que cada parte cumple la función de contribuir al mantenimiento del todo. Un hecho social, unas relaciones, una institución, una creencia, sólo puede estudiarse adecuadamente en su propio contexto, como parte de una totalidad en la que cobra sentido por la función que realiza. En la medida en que el concepto de función cobra centralidad, se abandonan los análisis de corte diacrónicos que habían caracterizado al evolucionismo y se pone el énfasis en la sincronía. En las versiones más radicales no se oculta la hostilidad hacia la histórica. En todo caso, ni las secuencias históricas ni los procesos de difusión son considerados como estratégicos para comprender la cultura de que se trata.
Los difusionistas pensaban que existían unos pocos centros generadores de la cultura, y que a partir de esos pocos focos se habían irradiado los rasgos culturales. Mediante el proceso de difusión podía explicarse la presencia de dichos rasgos en sociedades diferentes. Los evolucionistas creían que la principal explicación de la simultaneidad de rasgos o instituciones no se encontraba en la difusión, sino que eran el resultado de desarrollos endógenos, producto de la operación de similares leyes históricas que hacían atravesar a los grupos humanos por fases semejantes. Los funcionalistas no estaban interesados en tales leyes históricas. Para el estudio del sistema cultural se requería un análisis interno (sincrónico) de cada estructura y encontrar allí la explicación a partir de la función que cumple cada parte. Según la definición clásica de Radcliffe-Brown, el concepto de función es “la contribución que hace un cierto elemento a la permanencia de la estructural social”. En otros términos, el funcionalismo se funda en una concepción holística. La sociedad es una especie de organismo, un sistema cerrado que tiende a mantener su equilibrio interno y sus límites. El concepto de homeostasis resume esta propiedad del sistema social. Hay aquí un sustrato tautológico y teleológico, pues en la noción de función—y la homeostasis correspondiente—están implicados fines y metas. Es decir, hay la idea de que las funciones que cumplen las diversas partes consiguen determinados fines o metas (mantener el equilibrio y la armonía social, por ejemplo), y que son esos fines o metas los que permiten alcanzar una explicación. Evidentemente, el presupuesto teleológico es que los sistemas sociales mismos tienen necesidades o metas. La explicación no se funda en una relación causal, sino en las consecuencias que provoca el fenómeno en estudio: los fines que cumple. A ello habría que agregar la fuerte inclinación del funcionalismo por estudio del equilibrio y la armonía del sistema, y el consiguiente descuido del dinamismo y el cambio.
La antropología funcionalista, al igual que el enfoque culturalista, desarrolla una predilección por unidades de análisis que se prestan al tipo de estudio “estructural” indicado. Esto es, sociedades que se pueden analizar como sistemas más o menos estáticos y armónicos, y en los que es relativamente sencillo estudiar las relaciones funcionales. Lo característico del análisis antropológico pasa a ser el estudio de los microsistemas que constituyen las llamadas sociedades “simples” o “primitivas”. Las pequeñas unidades sociales—las comunidades o aldeas—se convirtieron en más que “un lugar de estudio”: pasaron a ser el objeto de estudio. Esto hace pertinente la pregunta que se hace Geertz: ¿el antropólogo estudia aldeas o estudia en aldeas?
La interrogación es fundamental y despierta cuestiones muy importantes. Veamos un punto. En muchos lugares, incluyendo América Latina, se impuso la idea de que no se hacía antropología social si no se trataba de estudios a la escala de la aldea (para nuestro caso, a escala de la “comunidad”). A partir de este patrón, no se reputaban como antropológicos los estudios a otras escalas; por ejemplo, a escala de “pueblos” o “regiones” o “naciones”, implicando problemáticas que trascendieran la “unidad técnica” de estudio. Según esto, el antropólogo es el estudioso de microsistemas: de la pequeña aldea, de la comunidad. A menudo, el efecto ha sido muy limitativo en lo que hace a los alcances del análisis antropológico. Estudiando problemas de aldeas, el antropólogo restringe su capacidad de comprensión, hasta el punto de entorpecer o incluso impedir el conocimiento de lo que en ellas ocurre.
No me puede extender en este punto. Pero lo ilustraré con un ejemplo: el de la demanda de autonomía de los pueblos indígenas en México. En mi último libro refiero una opinión al respecto, que se sintetiza de esta manera: “Durante el diálogo de San Andrés, entre el EZLN y el gobierno federal, la autonomía brotó como la demanda central de los indígenas. Lo asombroso es que en los estudios antropológicos de esos pueblos, que cubren estantes enteros, no existe la menor referencia a la autonomía”. En efecto, cuando esta demanda explotó en 1994, entre los más sorprendidos se encontraban los propios antropólogos, en su inmensa mayoría practicantes de los enfoques culturalistas y estructural-funcionalistas. A estos estudiosos de las etnias indígenas, la autonomía les parecía una demanda dudosa. Hasta ese momento, muchos sostenían abiertamente que era un “invento” de ciertos intelectuales, pues no encontraban nada sobre ello en sus “datos” de campo. Después cambiaron esta opinión. La pregunta era cómo era posible que hubiera ocurrido tal cosa, tratándose sobre todo de las comunidades indias de Chiapas, que habían sido sometidas a uno de los escrutinios antropológicos más minuciosos del mundo.
¿La carencia de la antropología que se hizo evidente a partir de la negociación de San Andrés, deriva de la incompetencia de sus practicantes? Por supuesto que no. Una primera aclaración podría buscarse más bien en cuestiones de orden teórico y metodológico, que determinan enfoques centrados en el estudio de problemas de aldeas o comunidades. Con ello se pierde la perspectiva del mundo complejo en que estas comunidades están insertas, aunque con cierta frecuencia se “mencione” ese contexto más como adorno académico que como parte del análisis. El afán por comprender los sistemas culturales como entidades más o menos cerradas y equilibradas, alimenta ideologías silenciosas—pero fuertes—de la estabilidad y el orden sociocultural, que obstaculizan la percepción de las relaciones supracomunales y de los factores dinámicos que, pese a todo, operan en el mundo indígena. No es casual que al enfoque estructural-funcional correspondan orientaciones conservacionistas. Las problemáticas de “pequeña escala”, ajustado al análisis molecular de las aldeas, hacen caso omiso de la dinámica del Estado-nación y su impacto en las comunidades; del vínculo etnia-clase, y de los permanentes efectos desestructuradores de ese vínculo sobre las inclinaciones igualitarias que promueve el sistema cultural. Si los antropólogos seguían viendo a estas comunidades indígenas como entidades más o menos homogéneas, armónicas, sin contradicciones internas relevantes—aunque ocasionalmente afectadas por ataques de “anomia”—y sobre de todo de espalda a la nación, era difícil que pudieran advertir el apetito autonómico en su seno.
El estructuralismo es, en gran medida, una reacción frente al inductivismo imperante. Claude Lévi-Strauss recupera el papel de las formulaciones teóricas y epistemológicas para el análisis antropológico. Aprovechando los aportes de la lingüística que van de Ferdinand de Saussure a la escuela de Praga, el autor propone una metodología para estudiar los fenómenos sociales como estructuras inconscientes. Así, el objeto fundamental de la antropología no son las estructuras o relaciones sociales empíricas del funcionalismo, sino los modelos que el antropólogo construye en un nivel “supraempírico”. Desde esta perspectiva, Lévi-Strauss desarrolla un vasto conjunto de conceptos para el análisis de las estructuras en diferentes planos: estructuras mecánicas y estadísticas, conscientes e inconscientes, etc. La propuesta levistraussiana ha ocupado gran parte del debate en la comunidad antropológica durante las últimas tres décadas. Su supuesto de que existen estructuras mentales “elementales” que pueden ser estudiadas como parte de un dispositivo combinatorio que es universal e innato a la mente humana, ha sido discutido con fervor entre los antropólogos. Independientemente de las polémicas, lo cierto es que las audaces teorías estructuralistas, así como las hipótesis y los conceptos novedosos que se construyen a partir de ellas, renovaron la visión antropológica y sacudieron las habituales prácticas descriptivas e inductivistas imperantes. Con ello, además, se abrieron las puertas a otras propuestas posteriores, no empiristas—en las que no puedo detenerme—que siguen la trayectoria “modélica” inaugurada por el estructuralismo.
Debo señalar, por último, que estas corrientes y construcciones conceptuales tienen su expresión en una vida antropológica muy intensa en Latinoamérica y particularmente en México. Se trata de un vasto campo teórico-práctico. Me limitaré al terreno de la llamada cuestión indígena. En éste, podría entenderse el desarrollo de la práctica antropológica a partir de dos conceptos básicos: el concepto de indigenismo, que prácticamente se convierte en la médula de la antropología mexicana, sobre todo después de la época cardenista; y el de colonialismo interno, que en los sententa surge como un concepto renovador frente a la antropología “integracionista” hasta entonces hegemónica. El concepto de colonialismo interno tuvo una vida muy agitada. Pero muy pronto mostró su fertilidad para analizar la presencia de sistemas culturales indígenas en el marco de sociedades complejas: sociedades nacionales en las que aquellas etnias son un sector explotado y subordinado, operando como “colonias internas”. La relaciones que envuelve el colonialismo interno configuran un sistema de dominación que en gran medida permea todo el sistema sociopolítico del país. Así las cosas, el logro de un régimen democrático en este tipo de países, requiere la supresión de tales relaciones coloniales internas. En esto radica, según creo, la tesis básica que aparece formulada por primera vez en La Democracia en México, de Pablo González Casanova.
Allí se encontraba, en germen, una nueva perspectiva cuyo concepto central sería la autonomía. La tarea era, a partir de tal enfoque, hacer la crítica sistemática de la antropología indigenista, mostrando su reduccionismo por el lado de lo nacional, labor a la que se abocó un grupo de jóvenes antropólogos. La expresión más acabada del indigenismo—me refiero a la formulación “integracionista” que va de Manuel Gamio a Gonzalo Aguirre Beltrán—había llegado a plantear que la unidad de análisis básica era la región: lo que este último llamó las “regiones de refugio”, pero teniendo cuidado de mantener lo étnico fuera del ámbito nacional. El concepto de región de refugio se refería a la esfera en que la acción indigenista debía realizar su tarea integradora, sin que ello implicara cambios sustanciales del modelo de nación. Las etnias indias tenían un destino que era la disolución, mediante su integración a lo nacional; porque, en realidad, aquéllas no eran ni podían ser parte de la nación, sino prácticamente un anticuerpo en lo nacional. Por ello, “forjar” la nación o la patria implicaba disolver aquellas identidades incompatibles con los valores “nacionales”. Lo que hizo un grupo de antropólogos, en los sesenta, fue la crítica de esta antropología indigenista; y, a partir del concepto de colonialismo interno, sentar las premisas de un nuevo “paradigma” étnico-nacional. La fuerte crítica durante los años setenta y ochenta, preparó las condiciones para que a principios de los noventa se pudiera disponer de las primeras formulaciones de una perspectiva autonomista en la antropología mexicana. Creo que sin el antecedente mencionado, esto no habría sido posible.
El cambio de paradigma en el análisis de lo indígena, entrañó dos retos fundamentales: 1) refutar las teorías rivales, es decir, refutar las teorías integracionista y etnicista (neoindigenista), y 2) construir una teoría alternativa con un enfoque étnico-nacional. La nueva teoría debía implicar varias cualidades. En primer lugar, debía de abarcar el mismo campo de hechos de las teorías rivales (evidentemente, no estamos hablando de hechos empíricos, sino de hechos teóricamente construidos). En segundo lugar, ser capaz de revelar y explicar campos de hechos nuevos; esto es, hechos que no eran considerados por las teorías rivales: por ejemplo, aspectos fundamentales del comportamiento político de los grupos étnicos. En tercer lugar, se debían crear hipótesis nuevas. Y en cuarto lugar, explicar las “anomalías” de las teorías rivales en un marco teórico nuevo sin recurrir a hipótesis ad hoc, que es una de las estratagemas que utilizan los partidarios de una teoría para resolver las crisis que va provocando la acumulación de tales anomalías, como lo recuerda Lakatos.
Tomemos un ejemplo del esencialismo etnicista, que era uno de nuestros rivales. Una de las anomalías a que éste se enfrentaba eran los desajustes internos, los conflictos, etc., advertidos en sistemas socioculturales indios que, al mismo tiempo, se veían como básicamente armónicos y equilibrados, en contraste con el mundo “occidental” caracterizado por la tensión y el desorden. Para explicar aquella desarmonía interna en las sociedades indígenas, se recurría a hipótesis ad hoc. Una de ellas era que los desarreglos encontrados en sociedades que se presumían armónicas, se debían a los efectos externos (“occidentales”), evaluados como nocivos. Esto obligaba a postular que esas influencias no afectaban la “esencia” indígena; que, pese a tales desequilibrios, la “esencia” étnica se mantenía intacta. Pero nunca se podía explicar de dónde surgía esta entidad metafísica (que no se compadecía ni con los “datos” históricos ni con los estructurales que el propio etnicismo admitía); ni tampoco cómo era posible que tales “contaminaciones” externas perturbaran el sistema interno, sin ser parte de los mismos. Aquel era el argumento que me daba Guillermo Bonfil cada vez que hablábamos del tema: ofrecía una hipótesis ad hoc para resolver una anomalía del sistema teórico.
Pero había que afrontar un quinto problema que no se incluye en la metodología de Lakatos, ni tenía por qué plantearse allí. Nosotros, en cambio, teníamos que hacernos cargo de ese reto, a saber, la liquidación política de las teorías rivales. Es decir, no se trataba sólo de refutar las teorías opuestas, y mediante ello socavar su influencia teórica e ideológica en la comunidad académica, sino de socavar también su enorme influencia política, especialmente sobre el movimiento indígena. No bastaba refutar teóricamente o por contrastación a los enfoques indigenistas (viejos y nuevos), puesto que la reproducción de la perspectiva indigenista dependía sustancialmente de su influjo en los sujetos, en los pueblos indígenas. Y esta hegemonía indigenista se explicaba, a su vez, por la relación histórica entre el indigenismo y el Estado mexicano. De hecho, el indigenismo operaba (y opera) como una ideología y una práctica del Estado etnófago. Y de ese vínculo político extrae su fuerza. Era necesario, en consecuencia, socavarlo también políticamente.
Aquí intervino un principio gramsciano sobre la “predicción”. Como se sabe, Gramsci sostiene que en las ciencias humanas la realización de la predicción depende fundamental de la acción del sujeto que predice. Gramsci está pensando en un sujeto social, al cual se refiere la predicción del sujeto “epistémico”, si ella se desprende de una propuesta “orgánica”—capaz de organizar y formar “el terreno en el cual los hombres se mueven, adquieren conciencia de su posición, luchan, etcétera”—y no de “ideologías arbitrarias” o de la “pura elucubración individual”. Por consiguiente, el éxito de la predicción supone que los sujetos sociales implicados hagan lo propio. Es claro que esta concepción induce a la acción práctica. Es una formulación emparentada, según creo, con la que planteó ayer Pablo González Casanova: “construir las circunstancias de lo posible”. Por todo ello, en nuestro caso se requirió de una acción simultánea en la teoría y en la práctica. En otros términos, fue preciso cultivar unas relaciones especiales con los indígenas, particularmente con los organizados. Los propios pueblos indios organizados debían ser el sujeto eficiente del descalabro definitivo de los indigenismos. Que los indígenas se constituyesen en “sujetos autonómicos” debía orientar todos los esfuerzos.
Simultáneamente, se modificó la forma de trabajo para desarrollar un “estilo” que resultaba en varios sentidos extraña a la práctica antropológica tradicional. Por una parte, la investigación dejó de centrarse en el análisis de la comunidad, para poner el énfasis en el vínculo de lo regional con lo nacional y, hacia arriba, con procesos más globales; y de todo ello, hacia abajo, con la dinámica comunitaria. Por otra, el cambio de enfoque requirió una revisión de conceptos y categorías. Hubo que repensar o construir conceptos como etnia, etnicidad, grupos étnicos, pueblos indios, grupo étnico-nacional, etnorregión, autonomía... Se buscaba con ello, por ejemplo, mejorar la comprensión acerca de por qué un grupo que no planteaba reivindicaciones políticas de carácter autonómico, “repentinamente” comenzaba a hacerlo, como fue el caso de los miskitos en la Costa Atlántica de nicaragüense, de los mayas en el sureste de México y de otros pueblos. Esa transformación debía ser explicada. Auxiliaba el concepto de grupo étnico-nacional, pero formando un todo con otros que tenían carta de aceptación más fuera que dentro de la tradición antropológica: nacionalidad, nación y Estado-nación, etnia y clase social. Y tiñéndolo todo, la historicidad de los grupos étnicos.