sábado, 18 de octubre de 2008

El EZLN y la política


EL EZLN Y LA POLÍTICA


Héctor Díaz-Polanco


"La lección [del derrumbe del socialismo realmente existente] para nosotros era que cualquier sistema político que busque mantenerse, debe tener soporte social, debe confrontarse con la sociedad; pero también, que la recepción de las críticas debe ser más abierta. Si alguien te critica no necesariamente está en tu contra, no necesariamente es tu enemigo, que es la posición a la que tiende espontáneamente la izquierda". Subcomandante Marcos, 1996.



Fundado en la clandestinidad de la selva Lacandona hace veinte años, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) vio pasar el ascenso de la revolución nicaragüense y de las luchas guerrille-ras centroamericanas, el posterior decaimiento de todas y la derrota electoral sandinista en 1990; la crisis terminal del llamado bloque socialista y su derrumbe, simbolizado en la caída del muro de Berlín; el abatimiento y el desconcierto de amplias franjas de la izquierda en el mundo y, a su lado, la revitalización de la doctrina conservadora bajo la forma de un neoliberalismo agresivo. En México, el "grupo compacto" de neoliberales que se había apoderado en los ochenta del aparato gubernamental parecía afianzarse y, según sus cuentas, se preparaba para reinar durante las próximas décadas.
En ese contexto tan poco favorable para idear o cultivar proyectos antisistémicos, el pequeño grupo de promotores del EZLN continuó su trabajo de construcción en el sigilo selvático. Paradójicamente, el relativo aislamiento en las profundidades de la selva le ayudó al núcleo inicial a mantener su ímpetu, pues hasta allá quizá no llegaban o no impactaban todos los deprimentes detalles sobre la magnitud del desastre que afectaba entonces a las propuestas de la izquierda. Sobre todo, el vínculo gradual que estableció con las comunidades indias lo vacunó contra el escepticismo y el desaliento, y lo obligó a ser creativo. Acostumbradas a la lucha de larga duración, a la resistencia secular, las comunidades apenas estaban preparándose para iniciar un nuevo ciclo de rebeldías. En ese mundo, la utopía y el sueño no sólo eran posibles; eran tan necesarios como el aire y el agua. Diez años después de aquella fundación en condiciones tan poco propicias, y mientras se anunciaba con gravedad el fin de la historia, de las ideologías y de la lucha armada, el EZLN estaba listo para irrumpir en la escena nacional.

I. Un nuevo actor sociopolítico

La historia de aquella aparición pública es ampliamente conocida. El EZLN trascendió la conmo-ción inicial que produce en todas partes la revelación de un grupo armado. Gradualmente se convirtió en un nuevo actor sociopolítico, más allá de la llamada "zona de conflicto", incluso rivali-zando en influencia y penetración popular con el otro gran movimiento social del México finise-cular: el neocardenismo. Sin duda, el primer impacto del neozapatismo derivó de la actualización que hizo de un viejo problema, casi olvidado por la opinión pública y colocado por la logomaquia gubernamental entre los asuntos "resueltos". Me refiero a la cuestión étnico-nacional, y a sus innumerables eslabones de pendientes históricos. Adicionalmente, lo que comenzó como un estallido guerrillero se transformó en una iluminadora explosión verbal. Ésta resultó, para el modelo neoliberal entonces ofertado, más letal que las armas de fuego. Muy pronto el discurso zapatista se desparramó por toda la geografía de nuestras carencias y padecimientos como país: la pobreza de campesinos e indios en el mundo rural y de inmensas masas en las urbes; la correlativa concentración de la riqueza; el centralismo que ahoga y acogota a los gobiernos locales; el sistema de partido de estado, a la sazón implicado en una nueva espiral de autoritarismo, corporativismo y corrupción; la falta, en fin, de democracia y de libertades básicas en el país como un todo. Desde los problemas de Chiapas, los voceros del zapatismo se dedicaron a hablar de los grandes problemas nacionales. Su incontenible locuacidad, trazó una de las más brillantes radiografías del México de finales del siglo XX.
Así brotó una nueva jungla de significados y símbolos, de mensajes y valores. "La otra selva", la llamó Octavio Paz. Como lo aconsejaría Habermas, los zapatistas confiaron, más que en la fuerza de las armas, “en la fuerza productiva de la comunicación”. Todo ello implicó una cierta renovación político-ideológica; un aire refrescante que deshizo la densa atmósfera del camino único, del modelo económico inevitable, del país embalado hacia el cielo primermundista en el que no cabrían todos, sino sólo los escogidos por el dios de la modernidad neoliberal.
El EZLN propuso una nueva manera de enfocar las cosas, de ver el país; y esta mirada trajo consigo un contenido ético de la política y propuestas para una reforma moral e intelectual indispensables —si hemos de creer al maestro Gramsci— para reconstruir lo social. Un buen número de nuestros analistas trabaja todavía en una empeñosa hermenéutica de la "palabra verdadera" que fluyó desde las comunidades indígenas. La presencia neozapatista en el escenario nacional, en suma, ha significado una de las más importantes contribuciones al reciente proceso de democratización del país, aunque el EZLN no ha buscado reivindicar o "capitalizar" este mérito.
Si el EZLN logró en cortos años todo esto —que no es poco— es porque no fue una guerrilla ordinaria. Se presenta como un "ejército" y en un primer momento actúa como tal. Pero rápidamente se niega a sí mismo en tanto opción militar. Rechaza el desiderátum clásico: la toma del poder por las armas. El paradigma guerrillero del asalto al Palacio de Invierno, para inmediatamente gobernar por todos y a nombre de todos, se deshace. Aunque en la Primera Declaración de la Selva Lacandona decreta la guerra al gobierno y su ejército, ordena el avance de las tropas revolucionarias y la toma de la capital, ello tuvo un sentido más político o simbólico que militar. La organización armada no siguió su inicial lógica militarista, sino que fue sensible al punto de vista de la "señora sociedad civil". La reacción de ésta sorprendió al gobierno y a los propios zapatistas. A coro, centenares de miles de mexicanos (expresando el sentir de millones) dijeron "no" a las intenciones del gobierno de dar una salida militar al conflicto; pero también a la violencia que se advertía en las primeras accio-nes del EZLN. Rechazaron el medio, mientras acogieron como justa la causa de los insurgentes. Lo notable es que los zapatistas se acoplaron de inmediato al talante civil.
No podría entenderse tal flexibilidad sin considerar el arraigo del EZLN, durante su proceso formativo, en las comunidades indígenas. Este rasgo hace la diferencia respecto a otras guerrillas. De hecho, puede decirse que el EZLN no es una guerrilla que "capta" indígenas, incorporándolos a sus fi-las y subordinándolos a su proyecto, sino una organización que es apropiada por los indios y sujetada a los intereses comunitarios, incluso antes de aparecer públicamente. El núcleo guerrillero expe-rimenta sucesivos cambios a partir de su relación con la población india. Así se produce una inver-sión: los reclutadores son reclutados, y la clásica "implantación" guerrillera deviene transformación o "conversión" de la organización germinal al ethos indígena. La originalidad en el lenguaje, la for-ma de abordar los problemas nacionales y la apertura hacia nuevas ideas, entre otros rasgos, depen-den mucho de la composi¬ción indígena del EZLN. No es extraño entonces que haya podido incorporar en su portafolio de ideas, sin que parezca forzado, el proyecto de autonomía, el enfoque de género, las preocupaciones ecológicas, las demandas de diversas "minorías", etcétera.

II. Vicisitudes del proyecto zapatista: las tribulaciones del sueño

Pero hay que resistir la tentación, muy propia de los partidarios de una causa, de sesgar su visión hasta el punto de sólo ver vigor, aciertos, triunfos y perspectivas venturosas en el propio campo, mientras en el terreno contrario únicamente se advierten debilidades y tropiezos. Esta forma de abordar las cosas sólo cosecha evaluaciones erradas, frustraciones y un extraño rencor ante una terca realidad que no se adecua a nuestras ilusiones. El trayecto del EZLN no es una marcha triunfal ni una serie de batallas ganadas de antemano. La única ventaja de esta teleología complaciente es ahorrar el estudio de los hechos. Un análisis ponderado del momento por el que atraviesa el movimiento zapatista debería incluir, además de las fortalezas y valores que lo adornan, las dificultades que afronta para impulsar sus propuestas, las propias ambigüedades y contradicciones, las desavenencias y, en fin, los obstáculos de todo tipo que se levantan en su camino. Mencionaré, sin ninguna pretensión exhaustiva, algunos puntos que creo relevantes:
1. Sin duda, la presencia indígena es una de las fuentes del vigor zapatista. De ese venero el EZLN extrae legitimidad, fuerza moral ante la nación y el mundo. Pero en ese compromiso con lo indígena radica también un conjunto de dificultades y retos para el neozapatismo. El primero arranca de la propia diversidad, heterogeneidad y dispersión del mundo indígena. De la naturaleza de esa población, de sus tendencias centrífugas, derivan ingentes dificultades para construir un sujeto político estable, un movimiento nacional. Aunque no se trata de una característica exclusiva de los pueblos indios, en ellos se advierten nudos peculiares. Una larga experiencia ha despertado en los pueblos un especial celo hacia su organización independiente, sin importar la simpatía por la causa zapatista, que no ocultan. A menudo, el tempo pausado y complejo de la organización india exaspera a los activistas políticos. No es raro que operadores impacientes busquen forzar la "unidad", aplicando la cultura de la imposición, la dirección centralizada, la exclusión y el sectarismo. A menudo esto provoca contradicciones con la dirigencia indígena.
Los acuerdos de San Andrés cimentaron una mínima plataforma común en la que la inmensa mayoría de los pueblos se reconocen, y este es un logro notable. Pero fuera de él, las afinidades son precarias e inestables. Persisten los problemas para que la unidad de las cúpulas dirigentes, todavía en formación, se manifieste como unidad de acción en las bases. El sujeto político indígena, el sujeto autonómico es aún débil. De otro modo, ¿habría podido el gobierno imponer el impasse del diálogo con el EZLN y sostener el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés?
Adicionalmente, el vínculo étnico plantea al EZLN otro reto: no caer en el localismo aislante, pero tampoco fugarse hacia lo nacional-internacional, alejándose de sus bases estratégicas y de su principal referencia moral y política. Evidentemente, la difi¬cul¬tad radica en mantener la articula¬ción equilibrada de lo local-regional con lo nacional-internacio¬nal. A veces se advierte una oscila¬ción en-tre la tendencia a ensimismar¬se en lo local (mientras se desdibujan el perfil y las propuestas de ca-rácter nacional) y las fugas hacia lo internacio¬nal (lo "intergaláctico”). En ocasiones hay una concen-tración excesiva en lo indígena; en otros momentos, un vaciamiento "hacia afuera y hacia arriba". El riesgo en todo caso es que el EZLN deje de expresar la complejidad societaria y se convierta en una organiza¬ción ya centrada en lo indígena, ya flotando en el polvo galácti¬co. Todo ello está aso-ciado con cuestiones no resueltas. Marcos lo expresó con desenfado: "¡Nosotros decimos que somos un desmadre! En términos de composi¬ción social, somos un movimiento indígena, o mayorita¬riamente indígena, armado; en términos políticos, somos un movimiento de ciudadanos en armas con demandas ciudadanas [...] No podemos convertirnos en una fuerza militar como la que fuimos antes, como la del EPR, pero tampoco podemos transformarnos en una fuerza política como el PRD. ¡Entonces qué madre!" El conflicto entre los asuntos inmediatos y la visión de largo alcance persiste como problema: "Los zapatistas están viendo problemas inmediatos, y eso les impide decidirse entre mirar la estrella o mirar el dedo, o resolver el problema entre el dedo y la estrella". Marcos está consciente del riesgo de que el zapatismo "finalmente sea un movimiento tan indefinido que nadie se reconozca en él".
2. Estas dificultades se relacionan con la gran apuesta del EZLN: la "sociedad civil", converti-da en sostén e interlo¬cutora privilegiada del zapatismo. En verdad, ¿qué es la sociedad civil en este caso? Hay que reparar en dos cuestiones. Por una parte, la sociedad civil es una entidad demasiado abarcadora y, por ello mismo, heterogénea. A tal punto que, en ocasiones, se identifica con la "ciu-dadanía", en contrapo¬sición con el pequeño grupo que maneja y se aprovecha de los aparatos guber-na¬mentales o con exclusión de todo lo gubernamental. Pero, al mismo tiempo, implica claras salve-dades sociales (el sector empresaria¬l es uno notable) y deslindes respecto a formas organizativas de la sociedad que en principio deberían ser aceptadas: los partidos políticos. Aquí, sociedad civil se viste con un viejo ropaje: los sectores populares; o abarca sólo a ciertas formas de organización ciu-dadana. El criterio de demarcación, en fin, parece ser que en principio es “sociedad civil” todo lo que no se enmarque en la llamada “clase política”. La noción puede ser, según el ángulo de mira, circunscrita en exceso o demasiado amplia.
De esto resulta, por otra parte, que no se hacen distingos de clases al interior de la sociedad civil, mientras se pone el énfasis en la "plurali¬dad". Es un punto polémico que no se ha abordado lo suficiente. En un provocativo trabajo, Rodríguez Araujo critica lo que llama "la nueva izquierda posmarxista" que propone la "no diferenciación y la fragmentación por identidades implícitas en el concepto actual de sociedad civil", lo que supone "una sociedad plural e identidades sociales al mar-gen de las clases sociales". Incluso sugiere que al capital (como sistema) le convienen "conceptos ta-les como sociedad civil sin diferenciación de clases sociales y de intereses contrapues¬tos". Es evi-dente que el riesgo de esta postura, a su vez, radica en caer de nuevo en esquemas economi¬cistas, mientras se combate el enfoque de la pluralidad, y perder de vista las reales identidades no clasistas (o cuyo criterio de demarcación no son las clases) que también actúan como fuerza política en la so-ciedad. Pero si se trata de incluir todas las dimensiones de integración o cohesión social, el autor está en lo correcto. Asimismo, hay que aceptar que el reciente hincapié (no gramsciano) en la sociedad civil adolece de omisiones obvias que simplifican excesivamente la complejidad social.
Finalmente, es posible cavilar que a menudo se tienen expectativas desorbitadas respecto del comportamiento de la sociedad civil. Debido a su propia amplitud y heteroge¬neidad, la sociedad ci-vil no puede ser un ente en perpetua movilización y tensión, preparado para actuar como un sólo cuerpo en todo momento. Son muy diversos los intereses, las visiones, las preocupa¬cio¬nes que bu-llen en su seno, y su organiza¬ción es mínima, cuando no inexistente. Más aún, la organicidad de la sociedad civil, tal y como ésta ha sido delineada, se antoja una contradicción en los términos. Todo intento por "disciplinar¬la" o someterla a una línea política específica, más allá de cierto margen, re-sultará en un fracaso. Por ello, a lo más que podría aspirarse es que la sociedad civil actúe en situa-cio¬nes límites; precisamen¬te cuando se trata de asuntos en los que sus partes componentes pueden coincidir. Pretender convertir un movimiento difuso en una organización política, aunque no se llame partido, o esperar respuesta a un comando único, a una línea programática, por más prestigiosa que esta sea, puede conducir a desengaños y frustracio¬nes.
3. Ahora pongamos atención a las difíciles relaciones del EZLN con las organizaciones de la sociedad civil. Aun limitándonos al campo de las organi¬za¬ciones que son o se sienten parte del mo-vimiento zapa¬tis¬ta, las disputas o faltas de sintonías con el EZLN no han faltado.
Según Marcos, el movimiento zapatista incluye tres niveles básicos: 1) el zapatismo del EZLN, "en el que están las comunidades y las fuerzas combatientes", que configura "una es¬truc¬tura militar"; 2) el zapatismo civil, en tránsito hacia "una organiza¬ción política", y 3) el zapatismo social, un conjunto "más disperso, más amplio, más diluido, que es gente que no tiene ninguna intención de organizarse o que pertenece a otras organiza¬ciones políticas o a otros grupos sociales, pero que ve con simpa¬tía a los del EZLN y está dispuesta a apoyarlos". Entre estos niveles, especialmente entre la estructura militar y las demás (aunque no faltan entre la segunda y la tercera), se producen los des-ajustes más comunes. Marcos admite que "mucho del discurso y de la práctica zapatistas tiene toda-vía esa dosis de autoritarismo o de impacien¬cia, digamos, de los militares". Al aplicarse el estilo mi-litar al zapatismo civil y social, los conflictos pueden aflorar. La gente colocada en el zapatismo civil y social fue atraída por la apertura y la posibilidad de una parti¬ci¬pación democrática. Pero el vertica-lismo militarista no se aviene con la práctica democrática; más bien, la aplasta. El arma y el ascen-diente que la acompaña son argumentos de autoridad que pueden resultar avasallantes.
Las "actitudes militaristas" más palmarias —dice Marcos— “en el contacto del zapatismo armado con el zapatismo civil”, a su vez, repercuten en el comportamiento interno de las organiza-ciones sociales. Sectores de éstas asumen los lineamientos del zapatismo armado como órdenes, en una cadena de mando-obedien¬cia que alimenta intole¬ran¬cias frente a quienes no obtem¬peran acríti-camen¬te al mandato. Lo que sigue son acusaciones de "traición" contra los que desatienden la línea "verdaderamente" zapatista, y ulteriores exclusiones. Irónicamen¬te, mientras los zapatis¬tas son parti-darios del "mandar obedecien¬do", muchos del zapatismo civil y social quieren "obedecer mandan-do". Malo que esto ocurra; peor que no se corrija de inmediato. Todo ello, desde luego, tiene que ver también con la forma en que la dirección za¬pa¬tista impulsa sus propuestas y, además, con la manera como reac¬ciona frente a las críticas. Ocurre, explica Marcos, que "muchas iniciativas que lanzamos, las expresamos, las transmitimos como órdenes o así se perciben [...] A la hora de las críticas, pues no las recibimos como una organización política, sino como una orga¬ni¬zación militar pero con mu-cho recelo, como reproches, mal, pues. Necesitamos tiempo para poder asimilar una crítica".
Los riesgos son patentes: algún costo en aislamiento social y político, a todas luces conve-nien¬te para el adversario, si el propio zapatismo no fue¬ra capaz de contener las prácticas menciona-das. Como sea, el EZLN ha estado constantemente apremiado por la necesidad de una política de alianzas, amplia y consisten¬te, que fomente el diálogo, la tolerancia y la comunica¬ción directa con el zapatismo civil y social. Su desiderata es sumar fuerzas y voluntades, promo¬vien¬do las con¬vergen¬cias.
4. Merece una mención especial la relación conflictiva del EZLN con los partidos y los mo-vimientos electorales, especial¬men¬te con el neocardenismo y el PRD. En este caso, las colisiones re-visten un carácter particularmen¬te infeliz, ya que si han existido algunas coincidencias y posibles convergen¬cias ha sido con el perredismo, mar¬ca¬damente con su vertiente neocardenis¬ta. De hecho, el mismo Marcos admitió que existían ciertas bases e incluso metas comunes entre ambos movi¬mientos. Las diferencias se centran frente al PRD, en tanto aparato partida¬rio. Un aspecto en que las discrepancias han ido en ascenso se refiere al tema electoral. Práctica¬mente desde su aparición, la posición del EZLN frente a los comicios ha sido ambigua y oscilante. Hay recelo y desconfianza fren-te la opción electoral, y en vista de ciertas experiencias no le falta razón. Pero este es un punto que espera mayor afinamiento.
La indefinición se advierte en el momento mismo en que la Convención Nacional Democrá-tica (CND) —la primera iniciativa importante del EZLN para impulsar una organización nacional— llama a votar en las elecciones presidenciales de 1994, no en favor de Cárdenas y del PRD, sino en "contra el PRI". La formulación es significati¬va. A propósito de la "dualidad" del EZLN en esta ma-te¬ria, Enrique Semo (otrora miembro de la presidencia de la CND) recordó que antes, a mediados de febrero de 1994, Marcos declaró: "No confiamos en nadie más que en el fusil que tenemos. Pero pensamos que si hay otro camino no es el de los partidos políticos; es el de la sociedad civil". El au-tor se pregunta: "¿Pero contraponer partidos y sociedad civil a seis meses de las elecciones presiden-ciales no equivale a cuestionar al mismo proce¬so electoral?" Era difícil entender cómo se ajustaban estas posiciones con el proyecto de la CND, obviamente muy sujeto de los resultados electorales en favor de las fuerzas progre¬sistas que entonces representaba el neocardenismo. Dos años después, a mediados de 1996, Marcos vincula con buen tino la crisis interna que termina¬ría por consumir a la CND con el "fracaso electoral" de 1994. Similares problemas se advierten respecto a las eleccio¬nes de octubre de 1995, julio de 1997 y las presidenciales de 2000. Queda la sensación de que, en efecto, para usar las palabras de Marcos, tocante a "la cuestión electoral o la democracia electoral [...], el EZLN no acaba de definir una posición cla¬ra".
5. Las actitudes frente a los partidos y las elecciones, están enlazadas con equívocos o inde-terminación ante a la cuestión del poder. Se entiende el rechazo por parte del EZLN de la idea de un grupo político que “conquista” el poder por las armas; y también el rechazo de la naturaleza del po-der actual y de cómo se ejerce. La pregunta es si el rechazo de la toma del poder, implica un desinte-rés por la política y el poder mismo. "Mandar obedeciendo" puede conceptuarse como una formula¬ción feliz, con connotaciones familiares para los pueblos indíge¬nas, pero no resuelve el problema de la naturaleza del poder en la sociedad contemporánea, la cuestión de las nuevas formas de su ejerci-cio, que requerimos imaginar, y el papel en ellas de la pluralidad de fuerzas, de los sectores, de las clases, de los grupos subordinados o "minorías" políticas.
En las elaboraciones de los ideólogos zapatistas la cuestión del poder aún no es clara. El riesgo es que la riqueza de la tesis central —a saber, que la democracia debe ser construida con la participación de todos, y no por una vanguardia iluminada que toma el poder por cualquier medio—, al ser vulgari¬za¬da (como en otros tiempos se trivializaron ciertos cánones marxis¬tas) se disipe o in-cluso opere como una invita¬ción al inmovilismo o a posturas anárquicas. En ocasiones, por ejemplo, el planteamiento zapatista invita sólo a constituirse en vigilante de la autoridad que ejerce el poder: que la sociedad civil se convierta en una fuerza de control, en una instancia ordenado¬ra y arbitral; pero no partici¬pando en el poder, sino procurando "que haya un poder que sirva, que sirva a la so-ciedad". Bien visto, esa sería la función de la ciudadanía en una sociedad democráti¬ca. Pero si se piensa en una sociedad civil organizada para ello, con instru¬mentos políticos para hacer valer efi-cazmente sus principios y opiniones, ¿no estaría funcio¬nando ya como una instancia de poder?
En otros momentos, la distancia zapatista respecto al poder parece ser sólo una posición pro-visional, transito¬ria, que privilegia la organización de la gente para resistir y evitar la descomposi-ción, a la espera del desgaste del modelo de poder vigente y de una circunstancia más favorable en la que pueda ejercerse de otra manera, bajo nuevos principios. Cuando Marcos se refiere, en 1996, al ejemplo de la estrategia de Benito Juárez frente a la intervención francesa, parece esbozar esta idea: "Lo que hizo Juárez fue mantener a la nación organizada, resistiendo en condiciones muy difíciles, pero evitó que se descompusiera. Nosotros decimos: ahora hay que organizar a la gente para eso y después para ejercer el poder. Pero ahora no hay nada que ejercer..." Esta formulación tiene poco que ver con la conseja, presuntamente zapatista, de que se trata de distan¬ciarse del poder y renunciar a su ejercicio, como cuestión de principios.
Desde esta perspectiva queda en¬tonces pendiente la cuestión, ya en un plano ideológicamen-te más despejado, de si ahora no hay nada que ejercer o no deben buscar las organi¬za¬ciones sociales abrir espacios de poder de inmediato, particu¬larmen¬te en el ámbito regional o local. Marcos mismo saludó la hazaña de los chilangos al derrotar al priismo en el Distrito Federal (1997), y abrir espe-ranzas de un nuevo ejercicio del poder en el centro del país. ¿Deben renunciar los campesi¬nos, los indígenas, los grupos civiles en los pueblos, hoy, a todo intento de ocupar posiciones de poder? ¿Erraron los huicholes (wixárikas) que buscaron conquistar la presidencia de un municipio de Jalis-co, con don Maurilio Cruz como su candidato? Los zapotecos organizados en Juchitán o en Unión Hidalgo, los pueblos morelenses de Tepoztlán o Tlalnepantla, los guerrerenses de Xochixtlahuaca o el Alto Balsas, para mencionar algunos, e innumera¬bles pueblos que batallan por la autonomía en Chiapas y en otras regiones del país, están luchando por el poder. ¿No deberían hacerlo? El punto es que, evidentemente, el principio de la Cuarta Declaración no debe tener como efecto el desalentar la lucha por los poderes locales y regionales, tan vitales para los pueblos indígenas y para todos los que, desde la "sociedad civil," quieren participar en las transfor¬maciones de sus socieda¬des, de su pa-tria y/o sus matrias.
El Frente Zapatista de Liberación Nacional (FZLN) ha sido el intento de concretar una organi-zación política a tono con las ideas de la Cuarta Declaración. El resultado hasta ahora es poco alen-tador. Al parecer, ello se relaciona con unos requisitos que no estaban sintoniza¬dos con la mayoría de la población. Para pertenecer al FZLN se requería aceptar los plantea¬mientos de la mencionada de-claración; en particular, no aspirar al poder, no buscar ningún puesto de elección popular y no perte-necer a ninguna otra organización política, especialmente si es partidaria. Un conjunto de circuns-tancias desalentó la respuesta masiva de la sociedad. Una de ellas fue quizá el momento inoportuno en que se realizó el congreso fundacional del FZLN. Todo indica que fue un error de cálculo inten¬tar la fundación del FZLN mientras estaba fresca la euforia popu¬lar por el primer logro notable alcanzado mediante la vía alterna¬tiva, esto es, los votos del 6 de julio 1997. Pero probablemente haya pesado más la exigencia de la militancia única (lo que, por cierto, se aviene poco con la idea de un “frente”) hecha a una "sociedad civil" que, en su mayoría, está compuesta precisamen¬te de ciudadanos con militancias o adhesiones múlti¬ples. La multiplicidad de identidades es un atributo sustancial de los sujetos. Debajo de la camiseta que dice "mexicano", por ejemplo, un ciudadano puede traer otra que dice, "zapatista"; pero debajo de ésta una más que dice "perredista" (o de otra preferencia partidaria); enseguida la que reza: "defensor de los derechos humanos"; más abajo otra que pregona ser fanático de algún equipo de fútbol, y así sucesivamente. Las combinaciones y las jerarquías no son estáticas y pueden variar casi hasta el infinito. Lo encantador, y aleccionador al mismo tiempo, es que por lo común tal ciudadano no vive esa diversidad de identidades como un conflic¬to. El conflic¬to se le plantea, más bien, cuando es urgido a escoger una estrecha pertenencia.
En algún momento, la dirigencia zapatista expresó que consi¬de¬raba muy importante el éxito del FZLN para el futuro del EZLN. De ser así, a poco de arrancar, el proyecto del FZLN requería ajustes drásticos.
6. Como quiera, creo que el movimiento neozapatista ha dejado una honda huella en el país. Los efectos positivos de su corta trayectoria están a la vista. No se puede regatear al EZLN, por ejem-plo, su sostenido impulso del proceso democrático en la última década. Asimismo, los desafíos que enfrenta son muchos e inquietantes. Periódicamente, parece que el estado de Chiapas se precipita en el caos y que el EZLN es arrastrado en la avalancha. En realidad, las sacudidas chiapanecas involu-cran dos procesos de signos distintos. El primero expresa las convulsiones de un vasto movimiento democratizador. En efecto, los que parecen sólo pleitos locales entre bandos encontra¬dos, son las manifesta¬ciones de una verdadera transformación en marcha. Ese desarrollo, impulsado por el zapa-tismo ahora bajo la bandera de la autonomía, se expresa como lucha por la creación de poderes loca-les y regionales, por la constitución de autogobier¬nos, por el control del territorio y, en suma, por erigir una democracia con un perfil de justicia. Inevita¬blemente, también implica el combate contra males ancestra¬les: el caciquismo, la intolerancia, la discriminación e innumera¬bles formas de agra-vio.
La otra cara es el despliegue de una estrategia contrainsurgente, concebi¬da para los llamados conflic¬tos de baja intensidad. Del choque de estos dos polos surgen las pugnas sociopolíticas. El ré-gimen ha apostado a la putrefac¬ción del espacio zapatista, como vía para derrotar al EZLN y las ini-ciativas democráticas. Con ese fin, aprieta el cerco socioeconómico, político y militar en torno al te-rritorio zapatista. Como parte de ello, promueve la desarticu¬lación del tejido social, alentando el desorden en las comunida¬des y en las regiones. Busca debilitar y agotar a las bases de apoyo zapatis¬tas, inducirlas a un endureci¬miento de sus posiciones frente a otros sectores, a una radicali¬dad disol-vente de los propios lazos comunitarios. En las sombras del desorden surgen los grupos paramilita-res (una contra a la mexicana), sin duda alentados desde el poder. El accionar de estos grupos, pre-senta¬do como "enfrentamien¬tos comunitarios y entre comunida¬des", a su vez, procura profundizar un desbarajuste social que sea favorable al proyecto restaurador. A esto se agrega la propagan¬da para aislar al EZLN, presentándolo como intransi¬gente, promotor de conflictos, y como una parte en ellos, de los que no tiene responsabilidad la autoridad. Sólo la candidez podría no reconocer en este caso una estrate¬gia probada en situaciones de insurgencia en otros países, como Nicaragua y Guatemala en los ochenta y hoy en Colombia.
A todo ello, el neozapatismo sólo puede oponer política y más política. En los últimos años sus principales esfuerzos en ese sentido se orientaron hacia la promoción de reformas autonómicas como corolario de los afanes negociadores de San Andrés, que lo llevaron hasta la propia tribuna del congreso nacional en marzo de 2001. La respuesta del régimen, sintetizada en las reformas consti-tucionales aprobadas por el legislativo un mes después, fue negativa. Una vez agotados los recursos legales, la reacción política del EZLN consistió en la iniciativa de impulsar las autonomías de facto, esto es, la puesta en marcha de los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno (JBG).

III. La escalada autonómica

Los Caracoles, simbólicamente inaugurados en Oventik, el 9 de agosto de 2003, abren otro capí-tulo de la marcha de los pueblos indígenas de México en pro de sus autonomías. Los zapatistas colocan un nuevo escalón a sus empeños por construir el autogobierno. La jugada es al mismo tiempo evaluación autocrítica de los derroteros que ha seguido la autonomía en los “municipios autónomos en rebeldía” y búsqueda de formas superiores de organización que permitan afianzar el proyecto indígena. Con ello se vuelven a poner sobre el tapete los déficit del país en materia de reconocimiento de derechos a los pueblos indígenas. El desfase entre la realidad y las aspiracio-nes indígenas, por una parte, y el esquema legal del país, por la otra, se amplía con la instauración de las JBG zapatistas.
En la Treceava estela (publicada en siete partes durante el mes de julio de 2003), el Sub-comandante Marcos dio cuenta de cambios que se operarían en las comunidades zapatistas de Chiapas, todos ellos relacionados con la práctica de la autonomía. En particular, anunció el naci-miento de los Caracoles como sedes de las nuevas JBG, llamadas así para establecer de inmediato un contraste con el “mal gobierno” del actual régimen federal.
El vocero del EZLN no duda en calificar estos cambios como “una etapa superior de orga-nización”, que entraña el nacimiento de una nueva “forma” de autogobierno. No es que el auto-gobierno de las comunidades sea una invención zapatista; pero con el zapatismo se inicia una época que supone cambios apreciables. Para empezar, según la narración del Sub, lo que sólo funcionaba “a nivel de cada comunidad” pasó “de lo local a lo regional”. El detonador fue la pre-sencia del EZLN, aunque éste imprimió su carácter político-militar a toda la estructura, ya que “el mando tomaba la decisión final”. Las cosas experimentan otro giro con la aparición de los muni-cipios autónomos, puesto que el autogobierno “no sólo pasa de lo local a lo regional” sino que, además, se desanuda del mando militar zapatista, al menos en términos relativos.
Pero, a la postre, en la organización de la autonomía a la escala municipal se acumularon problemas de estructura y funcionamiento que debían encararse. No se busca ahora dejar de lado a los municipios autónomos, sino enmarcarlos en una nueva esfera de coordinación autonómica que permita, al mismo tiempo, resolver los problemas detectados y avanzar hacia la consolida-ción de los autogobiernos. De hecho, los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ) mantienen sus “funciones exclusivas” en las materias de impartición de justicia, salud, educación, vivienda, tierra, trabajo, alimentación, comercio, información y cultura, tránsito local. Pero junto a éstas aparecen otras competencias que son propias de las JBG.

Caracoles y Juntas de Buen Gobierno

Los comunicados de julio anuncian la creación de sendas JBG en las cinco regiones rebeldes re-conocidas por el EZLN. Sus sedes serán los Caracoles. Cada junta estará integrada por delegados (uno o dos) de los respectivos consejos de los MAREZ. Aunque los miembros del Comité Clandes-tino Revolucionario Indígena no participan en las juntas (de hecho, como se verá, en tanto tales lo tienen prohibido), como estructura política “vigilará” su funcionamiento para, dice el Sub, “evitar actos de corrupción, intolerancia, arbitrariedades, injusticia” y otras posibles desviaciones.
La sexta parte de la Treceava estela no sólo informa de los nombres propios de las JBG, asentadas en cada uno de los nuevos Caracoles (a saber, Selva Fronteriza, Tzots Choj, Selva Tzeltal, Zona Norte de Chiapas y Altos de Chiapas). Sobre todo es un ejercicio de cartografía au-tonómica, esto es, de delimitación territorial de cinco regiones autónomas. Ese trazo territorial, en la medida en que va acompañado de un conjunto de competencias de los gobiernos regionales, demarca jurisdicciones propias de las respectivas juntas. ¿Qué criterios se utilizaron para definir estas regiones? Todavía es pronto para emitir un juicio seguro, pero todo indica que se tomaron en cuenta: 1) La unidad histórica que nace de prácticas comunes o las relaciones que han consoli-dado (o están en trance de consolidar) una nueva entidad sociocultural y territorial; 2) considera-ciones para reestructurar y equilibrar el peso de los municipios y pueblos en las regiones (la rela-ción San Andrés Larráinzar-Oventik puede ser un ejemplo) a favor de un reacomodo territorial. Desconocemos el influjo que pudieron tener las razones político-militares en esta nueva organi-zación.
Aparte de las atribuciones generales de las JBG —tales como contrarrestar en lo posible el desequilibrio en el desarrollo de los municipios, mediar en los conflictos entre municipios zapa-tistas y no zapatistas, atender las denuncias, protestas e inconformidades que genere el ejercicio de la autonomía, vigilar la realización de proyectos y tareas comunitarias en los MAREZ, etcéte-ra—, las competencias explícitamente reconocidas a este órgano de autogobierno son importantes y fuertes y, por ello, le atribuyen fundamentales facultades a escala de la región. Mencionemos las principales: 1) Por lo que respecta a los donativos y apoyos procedentes del exterior, la JBG correspondiente “decidirá, después de evaluar la situación de las comunidades, adónde es más necesario” que tales recursos se dirijan. 2) La JBG impondrá a todos los proyectos que se realicen en los municipios un "impuesto hermano" que monta el diez por ciento de los mismos. 3) Las juntas tienen la facultad de reconocer como zapatistas “a las personas, comunidades, cooperati-vas y sociedades de producción y comercialización”, para lo cual éstas deberán registrarse en una de aquéllas. 4) “Los excedentes o bonificaciones por la comercialización de productos de coope-rativas y sociedades zapatistas se entregarán a las Juntas de Buen Gobierno”, para que éstas a su vez hagan las reasignaciones a las comunidades menos favorecidas. En suma, las juntas podrán acordar el destino de los recursos que provengan de diversas fuentes externas (vitales en el mo-mento actual y al parecer por un buen tiempo), expedir los certificados zapatistas de reconoci-miento y, finalmente, formar un fondo para redistribución con los impuestos y los excedentes. Así, pues, si las cosas funcionan como se han planeado, las juntas tendrán un papel muy relevante en el sistema autonómico zapatista. La práctica mostrará si esto será para bien o para mal. Pero, en términos gruesos, es probable que el camino ensayado sea la ruta correcta, si de afianzar y en-riquecer la vida autonómica de los pueblos se trata.

La escala regional

Con la instauración de las JBG se afirma la tendencia zapatista a coordinar las autonomías a escala regional. Esto puede contribuir a superar un debate, a menudo cáustico y amargo, que durante años ha dividido las filas intelectuales cercanas al zapatismo. Se puede decir que, en rigor, esta era una falsa discusión, cuyas motivaciones se encontraban más en disputas por posiciones de poder dentro del zapatismo que en el propósito de entender la dinámica del proceso autonómico en México. La disyuntiva entre la autonomía comunal y la autonomía regional fue siempre artifi-ciosa. Se llegó a decir que la única y verdadera escala de la autonomía era la de la comunidad; y esto se dijo a nombre del zapatismo, no obstante que éste impulsaba, desde muy temprano, auto-nomías municipales cómo y dónde podía. Incluso se intentaron argumentaciones para dar susten-to teórico a la idea de que la escala regional de la autonomía era ajena a la perspectiva y las aspi-raciones de los pueblos indígenas, incluyendo a los zapatistas. Con la llegada de los Caracoles podemos esperar que se despeje el panorama. Esto es, que se acepte lo principal: los pueblos de-ben construir sus autonomías a todos los niveles y escalas; y las escalas supracomunales son, en definitiva, una condición de posibilidad de las autonomías comunitarias.
Sin duda, las JBG derivan de necesidades específicas de los pueblos indios de Chiapas. Como lo ha explicado el Sub, pese a ciertos logros notables, el desenvolvimiento de los munici-pios autónomos estaba generando también fricciones y distorsiones. Las JBG procurarán resolver-las y, yendo más allá, provocar un salto adelante en el ejercicio de la autonomía. Pero hay razón para suponer que necesidades similares (aunque no iguales, pues no hay dos regiones idénticas) harán imprescindibles que pueblos de otras zonas del país, a su turno, se vean obligados a plan-tearse la coordinación regional de sus autonomías. La trascendencia de las JBG, en tanto organiza-ción regional, radica en que trasciende o puede trascender la particular realidad chiapaneca. El indicio de que esto puede ser así es el respaldo que ha recibido la iniciativa zapatista por parte de organizaciones indígenas de la más variada procedencia. Es claro que estas organizaciones no ven en la innovación de las JBG algo a copiar, pero sí la expresión de lineamientos y principios con los que se identifican. El principal de todos, me parece, es que las autonomías no pueden concebirse como un archipiélago de pequeñas entidades, aisladas unas de otras, y cada una en-frentada por sí sola al enorme poder del sistema homogeneizador y expoliador de los pueblos que tiene su encarnación más reciente en el neoliberalismo. Se requiere articular los esfuerzos y con-jugar las acciones hacia la construcción de identidades cada vez más abarcadoras —no otra cosa implica el proyecto de “reconstitución” de los pueblos reiterado por las organizaciones indias— y hacia formas de autogobierno que las sustenten. Las autonomías locales (que las formulaciones regionales no niegan, sino que incluyen expresamente) requieren crear su propio entorno favora-ble. Y esa es la función esencial de la escala regional de la autonomía: coordinar y acorazar el poder local en construcción. Vista de esta manera, la autonomía regional es un horizonte funda-mental para los pueblos indios. Así parecen entenderlo los zapatistas y otras organizaciones.
El nuevo contexto permitiría también desechar el siguiente argumento, repetido hasta el cansancio: que la autonomía de la comunidad nacería de abajo, mientras la regional sólo podría venir de arriba (por ser algo ajeno a los pueblos, de diseño burocrático, externo, impuesto). Se confundía así el proceso de construcción autonómica —que no puede realizarse si no desde aba-jo (por igual en la comunidad, el municipio o la región), en la entraña de los propios pueblos—, con el reconocimiento jurídico que da sustento legal a dicho proceso. La confusión quizá deriva-ba de que los “regionalistas” insistieron en que el reconocimiento de la autonomía debía incluir un gran “menú” que permitiera a los pueblos dotarse de autonomía en los niveles acordes con sus aspiraciones y necesidades identitarias, incluyendo el municipal y el regional. Esto era una res-puesta al intento del gobierno federal (especialmente durante el zedillismo) de reducir al máximo, hasta la nada si era posible, el alcance de la autonomía. Pero el reconocimiento de la autonomía, en cualquier escala, no supone que ésta deba construirse “desde arriba”; de hecho, ni el recono-cimiento mismo, si es tal, es una concesión desde arriba, pues siempre es una conquista de los su-jetos que luchan por la autonomía. La experiencia, incluyendo la mexicana, enseña que los de arriba nunca reconocen derechos de autonomía si no media la presión y la fuerza organizada de los de abajo.
El reconocimiento, tampoco, construye vida autónoma alguna. Su propósito es convenir que las tareas emprendidas por los pueblos para edificar sus autogobiernos y conducir sus propios asuntos, son parte del proyecto de toda la sociedad nacional; que la autonomía se asume como un valor compartido y una meta democrática que merece el apoyo de todas las instituciones que la propia sociedad se ha dado. (Dicho sea de paso, los hechos parecen estar indicando que en el marco del actual régimen es imposible arribar a ese acuerdo o pacto nacional). La autonomía re-gional que comienzan a construir los zapatistas en los Caracoles se realiza a contrapelo del marco legal, debido a que las reformas constitucionales aprobadas por el Congreso de la Unión en 2001 no permiten, en realidad, ningún ejercicio autonómico en su estrecho marco. Volveremos sobre este punto. Pero no es eso lo que explica que los zapatistas comiencen a construirlas “desde aba-jo”, pues si la autonomía hubiese sido reconocida ya en nuestra carta magna, de igual manera tendría que tejerse desde allí, con la acción de los propios pueblos. De otro modo, no sería una verdadera experiencia autonómica. ¿Qué implica entonces el reconocimiento? Que los pueblos de que se trata no tengan que pasar por el vía crucis de avanzar a contracorriente de la ley, enfrenta-dos a las instituciones, a los aparatos represivos y sin disponer de los apoyos públicos de todo ti-po a que tienen derecho. Nada más, pero tampoco nada menos.

Legalidad y legitimidad

Lo anterior nos lleva al punto de la legalidad de los Caracoles y las JBG. ¿Éstos entran o no en conflicto con las bases legales del país? La inclinación de partidarios y adversarios, por motivos distintos, ha sido proclamar que no hay contradicción. Los móviles que inspiran a los simpatizan-tes seguramente son honrados, pero eso no convierte su visión en acertada. No debe perderse de vista que tanto las JBG como los MAREZ son autonomías de hecho. De otro modo, habría que aceptar que la legalidad actual, fruto de la malhadada reforma de 2001, es suficiente y nada habría que reclamar. Pero sí hay algo que reclamar a los tres poderes públicos: que cada uno en su ámbito de responsabilidad ha dado la espalda al reconocimiento de los derechos de autonomía de los pueblos (el ejecutivo con su doble discurso y sus imposturas, el legislativo con su funesta reforma y el judicial respaldando el desaseo del proceso parlamentario).
Por lo que hace a la posición gubernamental, naturalmente, las motivaciones son distintas. En realidad, con la afirmación de que no hay conflicto, sólo se busca evadir el asunto político de fondo y hacer como que no pasa nada. En esa línea hay que colocar las declaraciones del Secre-tario de Gobernación, Santiago Creel, quien equiparó la iniciativa zapatista con las decisiones in-ternas que toma un grupo privado para organizar sus actividades (parecido a las juntas o comisio-nes que podrían acordar, por ejemplo, los miembros de un club Rotario). A mí me resulta claro que el ejercicio zapatista es un asunto público, y creo que el funcionario no lo ignora. Ni que de-cir que por ningún motivo las autoridades deben recurrir a la represión, pero deberían asumir que hay un desencuentro entre la legalidad actual y el derecho legítimo de los pueblos. La posición oficial deriva tan solo del cálculo de que, al menos por el momento, las JBG no implican un desa-fío al poder y a los intereses que éste resguarda. Se trata de no agitar las aguas (dadas las aspira-ciones políticas en juego con miras a los próximos comicios presidenciales) o de evitar conflictos que, en las actuales circunstancias, ni el gobierno local ni el federal podrían afrontar con resulta-dos a su favor. Se trata también de ningunear, de ignorar o restar importancia al nuevo camino zapatista. En resumidas cuentas, las esferas de poder apuestan a que las JBG fracasarán y se di-solverán sin pena ni gloria, por lo que es un costo menor hacerse de la vista gorda.
Es preocupante este coyuntural enfoque del gobierno. Pues, ¿qué es previsible que ocurra cuando la correlación de fuerzas sea otra o cuando el ejercicio autonómico en su nueva etapa eventualmente colisione con las relaciones e intereses que el poder preserva? Entonces segura-mente el discurso cambiará y, con violencia, se alegará la ilegalidad de dichas autonomías. Con-viene, pues, insistir desde ahora en que si las autonomías que impulsan los pueblos no se ciñen a la legalidad establecida es porque se ha negado un derecho fundamental, incluso traicionando acuerdos mínimos anteriores, y ello justifica la resistencia indígena por la vía de consolidar las autonomías de hecho.
En este caso, la resistencia asume la forma de la desobediencia civil. Hay que recordar aquí que la desobediencia civil ante hechos, medidas e incluso leyes que resultan injustos (por va-riados motivos) es un recurso apropiado, reconocido a los individuos y a los grupos sociales en la mejor tradición democrática. Incluso un liberal mundialmente respetado como John Rawls con-viene que la desobediencia civil es un medio justificado cuando una mayoría se ha impuesto, sin escuchar o considerar las razones de una minoría política, violentando principios como el de igualdad de derechos o de libertad igual. La desobediencia tiene como propósito, entonces, llamar la atención de esa mayoría y buscar convencerla (en este sentido es tanto una acción como un discurso público) de que su mala decisión supone la imposición de una injusticia que debe ser rectificada. Rawls ha definido la desobediencia civil como “un acto público, no violento, cons-ciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas del gobierno.” En tanto último recurso, la desobediencia sigue a los esfuerzos sinceros pero infructuosos de una minoría por hacer valer sus razones. La iniciativa autonómica de los zapatistas cumple con cada uno de estos presupuestos. Desde otras perspectivas políticas y filosóficas, en las que no puedo detenerme aquí, se ha sostenido una opi-nión parecida. En este sentido, los Caracoles y las JBG constituyen una forma de desobediencia civil, válida y legítima, ante la falta de reconocimiento de derechos fundamentales de los pueblos indígenas.
De este modo, me parece, se puede conciliar la idea de una carencia de legalidad autonó-mica en el país con el derecho a la resistencia de los indígenas (vía los autogobiernos de hecho) frente a esa situación injusta. En el mejor de los casos es ingenuo, y en el peor inútil o torpe, in-sistir en que el Convenio 169 o los Acuerdos de San Andrés dan bases legales suficientes a los Caracoles y las JBG o, para el caso, a los propios municipios autónomos. En relación con el Con-venio —independientemente de si este es, por sí mismo, sustento adecuado— se estarían igno-rando las jerarquías jurídicas asentadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a saber, que la constitución general tiene prioridad respecto de pactos y convenios; y, además, se perdería de vista que precisamente la carta magna fue reformada con la intención de no incluir algunos principios de aquel convenio. Por lo que respecta a los Acuerdos de San Andrés, ¿si éstos fue-ran ya parte de la legalidad del país, por qué reclamaríamos que el congreso los apruebe, honran-do lo pactado en 1996? Hay que insistir en la “reforma de la reforma”, sin abandonar la resisten-cia y el impulso de las autonomías de facto. Otra cosa es subrayar la legitimidad de estas prácti-cas autonómicas, que sin duda les viene en primer lugar de las reivindicaciones de los pueblos in-dios y de los Acuerdos de San Andrés.

La innovación zapatista

Los Caracoles y sus JBG, asimismo, arrojan luz sobre un punto crucial: la autonomía no es con-servatismo a ultranza, apego estricto a una tradición que no puede ser perturbada ni por las brisas de la selva; un inmovilismo obstinado que se niega a incorporar nuevas instituciones, formas de organización social novedosas, principios de sociabilidad que, en su despliegue, suponen cambios sustanciales en los llamados “usos y costumbres”, etcétera. Es verdad que con la autonomía se busca ser fiel a una identidad, a unas normas que dan sentido y profundidad a la vida; pero es también innovación que procura enriquecer y dar continuidad a esa vida en circunstancias cam-biantes. Incluso, es una clase de renovación que implica verdaderos desafíos para los cánones de la cultura “nacional” establecida. Como han sido planteados, los Caracoles y las JBG son una sín-tesis de tales innovaciones: nuevo órgano de autogobierno, nuevas funciones, atribuciones y competencias de las autoridades propias, propuestas de cambios en las relaciones sociopolíticas al interior de los pueblos y con el exterior, reconstrucción de la cultura para afianzar el reconoci-miento del otro y el espíritu de tolerancia... La idea de una autonomía centrada sólo en unos prin-cipios “comunales” inmutables, que no plantean nuevas articulaciones con la sociedad global en que los núcleos indígenas están insertos, que no busca ampliar la escala o el alcance del autogo-bierno y la vida en común, etcétera, no sólo empobrece el proyecto indígena, sino que condena a la misma autonomía a la inviabilidad, a ser una “utopía arbitraria” (para usar un enunciado de Gramsci).
En igual dirección, me parece que la iniciativa que nos ocupa procura renovar el sentido y el ejercicio mismo del poder, tema al que ya nos hemos referido. Aclara otro debate, que puede sintetizarse en esta pregunta: ¿El zapatismo rechaza todo ejercicio del poder, se pone de lado e incluso condena la búsqueda de un nuevo poder (contrapoder o antipoder)? O en este otro inter-rogante: ¿El zapatismo ignora la cuestión política —central por todos los motivos— de la cons-trucción de un nuevo poder, o se propone, para usar una fórmula ya polémica, “cambiar el mundo sin tomar el poder”? Es claro que ni para el zapatismo ni para la mayoría de la actual izquierda existe una relación mecánica entre toma del poder y transformación del mundo; y tampoco se acepta ya la vieja idea de que la toma de poder es una acción audaz, un golpe de fuerza eficaz y oportuno. El poder es algo demasiado complejo, su campo de acción y penetración demasiado ex-tenso y profundo, como para que pueda “tomarse” de esa manera. Más aún, he sugerido que el poder quizás no puede “tomarse”, sino sólo cambiarse; y que, en contraste, es el mundo el que puede ser tomado por la acción de los pueblos, justo para cambiar el poder por otra cosa.
Cuando en la Treceava estela (quinta parte) se aclara que “puesto que el EZLN, por sus principios, no lucha por la toma del poder, ninguno de los mandos militares o miembros del Co-mité Clandestino Revolucionario Indígena puede ocupar cargo de autoridad en la comunidad o en los municipios autónomos”; y que aquellos que “deciden participar en los gobiernos autónomos deben renunciar definitivamente a su cargo organizativo dentro del EZLN”, el punto del poder se aclara considerablemente. Lo que esto significa es que la organización político-militar no lucha por la toma del poder. Pero ese precepto no parece extenderse a la idea de que no está interesado ni preocupado por la construcción de un poder popular que, por supuesto, debe ser distinto del que conocemos; ni tampoco que desapruebe los esfuerzos en ese sentido. No dice, por ejemplo, que los que decidan participar en la construcción de los gobiernos autónomos son, por ello, in-dignos y condenables; tan sólo que, en un ejercicio de congruencia, deben renunciar a sus cargos dentro del EZLN, pues de ningún modo conviene que personas que ocupan posiciones en la orga-nización armada sean también autoridades civiles o políticas. La cuestión es tan sencilla y tan profunda como esto.

"Tal vez sí..."

Al final de la estela decimotercera, el Sub medita: quizá en los Caracoles, en medio de la bulla y el ajetreo de sus constructores, se está levantando “un mundo nuevo”. Cabe la duda: "Tal vez no... pero tal vez sí...", concluye. La cuestión queda abierta. El nuevo orden autonómico es una promesa que no puede escapar a la incertidumbre, aunque sólo sea por el hecho de que su cabal realización depende de muchos factores, y no todos están únicamente en manos de los zapatistas chiapanecos y menos aún de los zapatistas del EZLN, ni incumben solamente a éstos. No habrá fu-turo para las autonomías en México sin un gran movimiento cultural, moral y político que sume a lo mejor de las fuerzas nacionales y regionales, así como a los sectores populares, en el mismo proyecto pluralista. Es por eso que la autonomía no puede atrincherarse en espacios reducidos ni limitarse al mundo indígena. Lo más urgente es tejer alianzas y hacer política con todos los que están persuadidos de que otro mundo es posible. Sí, es el camino el que debe ir despejando las fi-las, y no una visión previa de la pureza, cualquiera que esta sea. El propósito inmediato es acu-mular fuerzas, y esa acumulación no puede hacerse si no con otros, en una escala ascendente de alianzas y acciones comunes contra los poderes y relaciones que oprimen, subordinan, explotan o excluyen.
La creación de los Caracoles es también la medida de los retos que enfrentan tanto el mo-vimiento indígena como el propio zapatismo. Si el proyecto autonómico requiere extenderse por toda la geografía nacional, coordinarse como un gran movimiento político y ser asumido como una meta democrática por amplios sectores no indígenas, apremia que el movimiento indígena sea más que la resistencia desorganizada, la celebración de algunas reuniones periódicas y la retó-rica de las declaraciones dirigidas a la opinión pública. Y en este proceso, el papel de los pueblos indios es crucial. Unidad en la diversidad, tolerancia hacia la diferencia, visión de conjunto, alianzas políticas que rebasen los acuerdos coyunturales entre pequeñas facciones, acciones con-cretas comunes, parecen ser algunas claves del momento.
Y unas preguntitas finales: ¿Las JBG no están rebasando ya el marco de los propios Acuer-dos de San Andrés, incluyendo la versión COCOPA de los mismos? ¿Una vez afianzada la expe-riencia y comprobados los logros de los autogobiernos regionales, se conformarán los demás pueblos con el marco mínimo de lo pactado en San Andrés? La respuesta a esta pregunta debería preocupar a nuestra clase política a menudo tan obsecuente con los mandatos del capital transna-cional y tan díscola cuando se trata de reconocer derechos a los pueblos. Puede repetirse la expe-riencia del salinato, moroso hasta la insolencia para reglamentar el 4º Constitucional reformado en 1992, entonces pedido por muchas organizaciones indígenas, y luego imposibilitado de hacer-lo una vez que se produjo la explosión autonomista, hacia 1995, en las filas indígenas. O sea, que el grupo salinista cuando pudo no quiso, y cuando quiso no pudo. Los que ahora manejan la cosa pública deberían verse en ese espejo.



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