domingo, 19 de octubre de 2008

La antropología social en perspectiva




LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL EN PERSPECTIVA

Héctor Díaz-Polanco

El presente texto es la trascripción, revisada por el autor, de la exposición oral realizada en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CIICH), de la UNAM, el 21 de octubre de 1997. Se hicieron algunos ajustes al texto para mejorar su presentación y comprensión.

La antropología es una disciplina muy especial por su historia y por sus pretensiones, como veremos. Habría que aclarar, ante todo, que lo que aparece como un bloque homogéneo e indiferenciado en realidad contiene un conjunto de subdisciplinas, ramas o especialidades en su interior. Esto incluye especialidades como la antropología física, que se dedica a estudiar el proceso de “hominización”, de constitución de lo humano en lo genotípico y lo fenotípico; la etnolingüística, que examina las complejas relaciones entre cultura y lengua; la arqueología, interesada en las formaciones sociales antiguas, las primeras configuraciones estatales, las revoluciones agrícolas y urbanas, etc., y la especialidad que centra su interés en los sistemas socioculturales contemporáneos: la antropología social (o cultural) y la etnología. La lista es sólo ilustrativa, pues los nichos de las especializaciones, así como la multitud de prácticas híbridas, van en aumento. En la práctica, las fronteras entre estos campos no son tajantes y existen muchos terrenos comunes, preocupaciones compartidas y traslapes. Es por ello que son agrupadas bajo el paraguas de la “antropología”. En las páginas que siguen estaré colocado en el terreno de la antropología social o cultural.
La antropología nace en la atmósfera intelectual que arranca a finales del siglo XVIII, y avanza hasta nuestros días. Su consolidación como disciplina académica se realiza durante la segunda mitad del siglo XIX. Es el ambiente en que se enfrentan el racionalismo francés y el romanticismo alemán. Es decir, Voltaire versus Herder, para mencionar dos figuras epónimas; el espíritu de las luces frente al relativismo histórico; la noción de universalidad en pugna con la de particularidad; el racionalismo ius-naturalista frente al historicismo jurídico, con su fundamento en el wolkgeist (espíritu del pueblo).
Se trata de una disciplina que ha experimentado transformaciones substanciales a lo largo del tiempo y que, en este momento, constituye una piedra angular para la comprensión o el tratamiento de un conjunto de problemas cruciales. En primer plano se puede situar la cuestión de la diversidad o la pluralidad, abordada desde diversos enfoques y preocupaciones. Si hay una línea conductora, un hilo rojo que atraviesa todas las problemáticas antropológicas, es el de la diversidad. El problema de la diversidad, como sabemos, aparece prácticamente en el mismo momento en que los conglomerados humanos dejan de ser sociedades totales y pasan a ser sociedades parciales; es decir, pasan a interrelacionarse, a vincularse y a ser partes de unidades sociopolíticas mayores. En esa circunstancia, el problema de la diversidad—la difícil y a menudo conflictiva convivencia de sistemas socioculturales distintos—aparece como uno de los problemas humanos fundamentales.
La antropología intenta estudiar esta diversidad y, a veces, proponer soluciones a variados conflictos. En términos contemporáneos, éstos se presentan como las fricciones que resultan de la pluralidad en el marco de sociedades complejas, determinadas a su vez por un continuo proceso de mundialización o, para usar un término de moda, globalización. En concreto, se manifiestan como el problema del reconocimiento de los derechos socioculturales de grupos de identidad en el contexto del Estado-nación, mediante diversas fórmulas que se resumen en lo que se ha dado en llamar el régimen de autonomía. Se busca sentar las bases de una sociedad plural. Esto supone admitir que existe lo que puede llamarse una contradicción sociocultural: la que se da entre la particularidad étnica, la particularidad identitaria de ciertos grupos, y la pretensión de universalidad que también atraviesa la historia de occidente sobre todo en los últimos dos siglos.
Estamos hablando de la problemática de compatibilizar los derechos étnicos, colocados el ámbito de la particularidad, por una parte, y los derechos individuales o “ciudadanos” planteados en el terreno de la universalidad, por la otra. El conflicto se pone de relieve ante un primer indicio: a menudo el contenido de los llamados derechos étnicos y el sistema cultural del que derivan—con su énfasis en lo comunal, el control y la subordinación de la individualidad a los imperativos de los llamados “usos y costumbres” y la vigencia de estrictas normas colectivas, por ejemplo—parecen competir tanto con la sensibilidad ética del hombre occidental de fines del siglo XX, como con principios y garantías internacionalmente sancionados que se identifican con nociones de libertad, igualdad, derechos humanos y otras por el estilo. Se trata de lo que Geertz caracterizó como la tensión entre el impulso esencialista (“el estilo indígena de vida”) y el empuje epocalista (o sea, “el espíritu de la época”), uno jalando hacia la herencia del pasado y el otro hacia “la oleada del presente”. Las metas de uno y otro implican ventajas y dificultades. Las metas del esencialismo pueden ser “psicológicamente aptas pero socialmente aislante”; mientras que las propuestas del epocalismo tienden a ser “socialmente desprovincializantes, pero psicológicamente forzadas”.
Un nivel adicional de tensión surge a fines del siglo XVIII, después de la gran Revolución Francesa, cuando comienza, como lo recuerda Wallerstein, la época del triunfo del liberalismo. Éste se convierte en el fundamento filosófico y político sobre el que se construyen las sociedades occidentales. Este largo período de dos siglos, según el autor, se acerca a su fin. En todo caso, con el surgimiento del liberalismo como concepción orientadora y organizadora del desarrollo del capitalismo mundial, los problemas de la diversidad no sólo no se solucionan, sino que entran en un nuevo nivel de complicación, por lo que se agudiza el conflicto. ¿De dónde provienen las bases del conflicto indicado? Provienen de una doble intransigencia. De un lado, operan los inflexibles principios de un liberalismo que no acepta otra racionalidad como base de la organización sociopolítica que no sea aquella que el mismo prescribe. En la actualidad conviven versiones de un liberalismo duro y de un nuevo liberalismo pluralista. Pero para el liberalismo primigenio, que sigue siendo el dominante, ni la tradición ni la identidad son fundamentos para constituir la sociedad política, sino la “razón” y la adhesión voluntaria, la asociación y el “contrato”. En el lado contrario, encontramos el ascenso del relativismo absoluto que, so pretexto de reivindicar la particularidad, se aferra a una metafísica de la irreductibilidad e inconmensurabilidad de los sistemas culturales. En este partido se pone en tela de juicio la pretendida soberanía de la razón y la “autonomía de la voluntad” y, en contraste, se exalta la preeminencia de la cultura sobre la individualidad.
Desde hace casi dos siglos, la contienda entre estos dos grandes enfoques ha dificultado la armonización entre razón y cultura, entre pensamiento y tradición, entre unidad nacional y pluralidad, entre universalidad y particularidad. Actualmente su persistencia estorba la transacción sociocultural que implica, por ejemplo, el régimen de autonomía. En general, las dos grandes tendencias mantienen su impulso primigenio: el espíritu de las luces frente al espíritu del pueblo (wolkgeist); el hombre “universal” en contraste con el hombre determinado hasta en los menores detalles o gestos por su cultura. No se trata desde luego de una confrontación que se mantiene y se resuelve en el ámbito de las ideas. Tratándose de concepciones con una gran densidad histórica, el forcejeo provoca consecuencias prácticas de enorme trascendencia. La batalla entre estas dos tradiciones teórico-políticas, por ejemplo, se extendió con fuerza a tierras americanas en el siglo XX, adquiriendo rasgos virulentos sobre todo a partir de su segunda mitad. La antropología fue una de las arenas predilectas.
Antes de abordar este punto, hay que examinar brevemente las dos grandes fases por la que atraviesa la contienda. La primera abarca el período de desigual constitución de los Estado-naciones, particularmente durante el siglo XIX. Esta etapa marca el triunfo del universalismo racionalista, pues los estados nacionales no se erigen a partir del principio cultural preconizado por el romanticismo (“cada nación cultural un estado”), sino considerando a la nación como un conjunto de individuos o ciudadanos que, independientemente de sus características culturales, se reúnen para fundar un Estado-nación. Esto es, no se impone la nación cultural sino la nación política, cuyos límites no respetan las fronteras étnicas ni las identidades históricamente conformadas. Así ocurrió tanto en Europa como en América Latina. Ello determina que, en consecuencia, en los Estado-naciones la regla no sea la homogeneidad sociocultural de las poblaciones que conforman las flamantes unidades sociopolíticas, sino la heterogeneidad. El resultado generalizado fueron naciones políticamente unificadas, pero con bases sociales que son multiculturales o pluriétnicas e incluso multinacionales en un sentido herderiano. Así, el ente con que el racionalismo liberal celebra su éxito lleva en su seno el germen del conflicto, debido a su propia pluralidad: en el Estado-nación permanece latente, y a menudo aflora con brío, el conflicto de la diversidad. Este problema subyace quizás como la gran problemática de la antropología actual.
Una segunda fase se inicia después de la Segunda Guerra Mundial y se prolonga hasta nuestros días. En aparente paradoja, después del holocausto provocado por el racismo nazi, el culturalismo experimenta un gran ascenso. El renacimiento de los enfoques relativistas, sin embargo, se realiza en nuevos términos; concretamente, llevando a cabo una severa expurgación de toda referencia a supuestas determinaciones raciales. A partir de los años cincuenta, científicos del mundo, convocados por la UNESCO, realizan la sistemática refutación de las tesis racistas. En lo adelante, la diversidad aceptada sólo puede fundarse en lo cultural. En esta ola, el relativismo cobra fuerza en la comunidad antropológica.
Pero volvamos atrás para hacer un poco de historia sobre nuestra disciplina. Constatemos un primer hecho interesante: aunque en ella se desarrollan poderosas corrientes racionalista, y de hecho arranca con formulaciones evolucionistas de este carácter, la antropología es una disciplina identificada mucho más con la tradición romántica, con la tradición del historicismo alemán, que con el racionalismo francés. Se puede decir entonces que la antropología arrastra la marca romántica. En efecto, a diferencia de otras disciplinas como la sociología, es identificada—y no sólo por los legos—con el entusiasmo por lo exótico, lo extraño, lo único, lo especial. Como contrapartida se advierte en ella escaso interés por las comunidades políticas complejas, particularmente por el Estado-nación. De hecho, para muchos antropólogos, su disciplina se distingue por el estudio de las llamadas “sociedades simples”. Es cierto que se encuentran estudios antropológicos centrados en sistemas sociales “complejos”; pero esto es más bien la excepción y no llega a convertirse en un objeto de primer orden en su campo de estudio. Así aparece el contraste entre una “rutina sociológica” que se realiza en nuestro propio ámbito, en un terreno conocido: nuestro mundo “occidental”, frente al “heroísmo” casi wagneriano de la antropología. No es casual que la versión hollywoodense más difundida del científico heroico (Indiana Jones) sea la figura de un antropólogo (un arqueólogo, para más señas), construida a partir de un cliché que ha corrido con buena fortuna.
Esto se debe quizás a que lo destacable de la antropología es el estudio del otro, de lo otro, de lo diferente por antonomasia. Incluso, durante mucho tiempo, lo que se engloba como propio de la etnicidad, como propio de la étnico, es concebido básicamente como un atributo del otro, lo que manifiesta un cierto residuo colonialista en el enfoque antropológico: los otros (sociedades “primitivas” o “simples”) tienen etnicidad, nosotros (“occidentales” o “civilizados”) no. Esto no debe extrañarnos, pues es imposible entender la constitución y desarrollo de la disciplina sin las determinaciones del colonialismo. De tal manera que los estudios de éste y otros temas caracterizados como antropológicos se hacían en el mundo del “otro” y no en nuestro propio ámbito. Tomó cierto tiempo a los antropólogos liberarse de su condicionamiento colonialista y aceptar que podían aplicar el mismo enfoque “antropológico” al estudio de realidades (es decir sistemas, relaciones, funciones, estructuras, etc.) “occidentales”, propias de nosotros.
Un segundo rasgo destacable de la antropología social es su pretendida peculiaridad metodológica, debido a la influencia de corrientes teóricas que veremos más tarde. Muy pronto se identifica prácticamente la antropología con el trabajo de campo, particularmente con lo que los antropólogos llaman la observación participante. En breve, se trata de una forma de trabajo que requiere que el investigador no sólo se inserte en el ámbito de la comunidad de estudio a fin de recolectar la información, sino que permanezca allí el tiempo suficiente para contrarrestar los efectos perturbadores más evidentes que produce su presencia. Se busca que los miembros del sistema social bajo estudio empiecen a ver al investigador, si bien no como parte de aquel conglomerado humano, al menos como un elemento no perturbador: que se acostumbren al antropólogo, de modo que éste pueda estudiar los fenómenos que le interesan sin modificarlos con su presencia hasta un punto inconveniente.
Largo ha sido el debate entre los antropólogos—me temo que todavía sin un desenlace concluyente—sobre el carácter del trabajo de campo y de la observación participante. Por ejemplo, ¿la observación participante es en realidad un método peculiar de la antropología o una técnica de investigación que puede ser común a disciplinas y tipos de estudio diversos? Preguntas como ésta siguen bajo escrutinio. En cualquier caso, el hecho es que el uso de este tipo de estrategia de investigación desarrolló en muchos antropólogos cierto orgullo, ciertas actitudes que percibían su trabajo como una actividad única y especial. Según esto, lo que caracterizaría al antropólogo es justamente que realiza este tipo de investigación de campo, y extrae un género particular de información, de dato, del que no dispone ninguna otra ciencia social. El deslinde—que apenas disimula un cierto aire altivo y autosuficiente—es frente a otras disciplinas sociales, particularmente respecto a la sociología.
Para situar la cuestión en sus justos términos, habría que volver al sentido original. ¿Qué se pretendía con el trabajo de campo? Se pretendía lo que Thomas R. Williams llamó el “desgaste del etnocentrismo” en la investigación de la cultura. Tratándose del estudio del otro hay un conjunto de dificultades, de obstáculos para que el investigador pueda captar o “comprender” en su profundidad y significado, en su función, etc., el fenómeno cultural que quiere estudiar. Uno de los obstáculos principales consiste en los preconceptos, en las nociones etnocéntricas que inevitablemente el antropólogo carga como bagaje de su propio mundo. Por consiguiente, hay que desgastar tal etnocentrismo. Y este etnocentrismo se logra limar—es la pretensión de los antropólogos—durante la permanencia más o menos prolongada en el campo, en contacto con lo extraño. Analizar esta realidad, más o menos liberado de los propios prejuicios, es lo que hace posible captar la naturaleza distinta de lo otro. Dicho en términos bachelardianos, en parte se trataría de usar la observación participante como un apoyo para remover ciertos “obstáculos epistemológicos”.
Pero, antes de seguir con la cuestión de la naturaleza del dato antropológico, de inmediato conviene prestar atención a otro concepto clave que se deriva de lo indicado: el concepto de relativismo. Con él, la antropología empata con una de las cepas mas vigorosas de sus antecedentes históricos; me refiero a la mencionada raíz relativista que es parte del frondoso árbol del romanticismo y el enfoque historicista. Mientras el relativismo se mantuvo como una especie de técnica de desgaste del etnocentrismo, operó como un instrumento “heurístico” de la antropología. Pero muy pronto el relativismo se cargó de pretensiones epistemológicas, con derivaciones políticas. Entre otras, la pretensión de que se podía de allí inferir—de hecho, bien vistas las cosas, se trataba de un presupuesto—el carácter único e incomparable de cada sistema cultural; es decir la inconmensurabilidad e irreductibilidad de las culturas. De tal manera que a partir de esta concepción cada cultura resultó un ente válido en sí mismo y que en ningún sentido podía ser evaluado considerando otro esquema cultural.
Desde luego, esto trajo complicaciones muy serias que estamos viviendo hasta el día de hoy. Ha conducido a planteamientos que, mediante un proceso complejo de mediaciones, terminan aceptando perspectivas fundamentalistas convencidas de que ningún sistema cultural puede ser evaluado a partir de criterios que le sean “ajenos”. Por esa vía, la propia unidad de la especie humana queda en entredicho. Por lo tanto, cualquier sistema cultural es válido en su totalidad por el solo hecho de serlo. Bajo este principio, tenemos graves dificultades en la actualidad para buscar los puentes, los principios de comunicación entre culturas, esenciales para abordar problemas difíciles que derivan de la práctica cultural. Según un esquema cultural se puede aducir, por ejemplo, que ciertas prácticas conducen a violaciones de los derechos humanos o de garantías individuales. Los que llevan el relativismo hasta extremos absolutos tenderán entonces a sostener que no es posible evaluar como violaciones determinados usos o costumbres, puesto que ellos son válidos en el contexto cultural correspondiente. Esto plantea desafíos muy importantes que está afrontando la antropología en la actualidad—a mi juicio de manera insatisfactoria—y que sobrevienen de su propias raíces históricas.
En México sobrarían los ejemplos para ilustrar la cuestión, precisamente ahora que se discute en el país la problemática de los regímenes de autonomía. La pregunta clave es qué tipo de autonomía debemos establecer, de modo tal que garantice el ejercicio de los derechos propios de los pueblos indígenas—entre los cuales se encuentran el mantenimiento de sus características y prácticas socioculturales—y, simultáneamente, salvaguarde los derechos humanos y las garantías individuales. Esto nos lleva a la necesidad de que la antropología amplíe el trabajo revisionista conducente a la elaboración de perspectivas y conceptos transculturales que faciliten el abordaje de las contradicciones culturales y permitan establecer los puentes para el diálogo intercultural.
No partimos de cero. Disponemos ya de un conjunto muy rico de propuestas, aunque insuficientemente discutidas. Como ejemplo, me referiré sólo a una: la propuesta del analista portugués de Sousa Santos, quien plantea la necesidad de enfocar esta problemática a partir de lo que llama una “hermenéutica diatópica”; es decir una interpretación de la cultura que considere tópicos de pares de cultura o de pares de conjuntos culturales, bajo un principio fundamental: la incompletud de todas las culturas. Esto puede resultar muy fértil, puesto que la idea de irreductibilidad o inconmensurabilidad de las culturas, y en consecuencia de la imposibilidad de comunicación y diálogo entre ellas, deriva de un principio exactamente contrario al que se acaba de enunciar: el de que toda cultura contiene la totalidad de las soluciones y que, en este sentido, es un sistema completo y acabado. Me parece que la noción de incompletud permitiría iniciar un trabajo para, comparando los sistemas culturales, establecer un diálogo a partir de la detección de las faltas o los desarrollos insuficientes en los diferentes sistemas culturales, a fin de buscar entonces la complementariedad de las culturas.
Una tercera particularidad de la disciplina tiene que ver con la etnografía. La antropología es en realidad, como dice Geertz, lo que los antropólogos hacen. Y lo que los antropólogos hacen es fundamentalmente etnografía. Con ello retomo el problema que dejé pendiente hace rato: el carácter del dato que resulta de la etnografía. La pretensión de muchos colegas es que la antropología proporciona una especial objetividad porque sus conclusiones se fundan en el dato etnográfico. Esta supuesta particularidad de la antropología, que permitiría distinguirla ventajosamente de otras ciencias sociales, se funda en una perspectiva metodológica de signo inductivista. Es decir, un enfoque que exagera, que pone un énfasis excesivo o, por así decirlo, sacraliza el papel del dato en el análisis. Así, la información etnográfica se reputa como una suerte de dato “duro” que hace prácticamente irrefutable el análisis fundado en él. En la perspectiva de la epistemología contemporánea, un “dato” de esa naturaleza se coloca inmediatamente fuera de los límites de la ciencia. A fines de los sesenta el inductivismo prácticamente ya se había establecido como una especie de creencia religiosa en un sector influyente del mundo antropológico. En México se sintió fuerte esta oleada. Recuerdo que en los sesenta, los antropólogos que no creían demasiado en este principio de que el “dato” etnográfico era el alfa y omega del análisis antropológico, eran poco apreciados en la comunidad académica. Se les acusaba de ser teoricistas o no científicos; sobre todo si sus trabajos no eran estudios etnográficos de comunidad, puesto que ya para entonces el análisis de ésta se había convertido en el objeto “científico” de la socioantropología.
No es entonces casual que uno de los críticos más acervos de esta pretensión de la antropología haya sido precisamente Karl Popper. A fines de los sesenta, Popper expresó su crítica con estas palabras: “El triunfo de la antropología es el triunfo de un método pretendidamente basado en la observación, pretendidamente descriptivo, supuestamente más objetivo y, en consecuencia, aparentemente científico-natural. Pero se trata de una victoria pírrica: un triunfo más de este tipo, y estamos perdidos—es decir, lo están la antropología y la sociología”. Y agregó que aunque el prisma antropológico “es quizás más coloreado que otros, no por ello es más objetivo. El antropólogo no es ese observador de Marte que cree ser y cuyo papel social intenta representar no raramente ni a disgusto; tampoco hay ningún motivo para suponer que un habitante de Marte nos vería más ‘objetivamente’ de lo que por ejemplo nos vemos a nosotros mismos”.
Geertz, hace juicios en términos similares, cuando recuerda que “los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura interpretaciones de segundo y hasta tercer orden [...] De manera que son ficciones; ficciones en el sentido de que son algo ‘hecho’, algo ‘formado’, ‘compuesto’—que es la significación de fictio...” La experiencia de campo tiene un valor indudable, y no es esto lo que está en discusión. “Pero— como agrega Geertz—la idea de que esta experiencia da el conocimiento de toda la cuestión (y lo eleva a uno a algún terreno ventajoso desde el cual se puede mirar hacia abajo a quienes están éticamente menos privilegiados) es una idea que sólo se le puede ocurrir a alguien que ha permanecido demasiado tiempo viviendo entre las malezas”.
Sobre este punto concluyo indicando que persiste aún en amplios terrenos de la antropología la postura inductivista, entendida como la errónea idea de que el dato de tipo etnográfico dará un conocimiento privilegiado. Pero al mismo tiempo se han desarrollado tendencias nuevas y ya no tan nuevas en la antropología que otorgan su justo lugar a la elaboración teórica y a la deducción como instrumento fundamental del conocimiento científico. Por razones difíciles de explicar, a menudo las tendencias inductivistas se asocian, en el terreno de las posturas sociopolíticas, con inclinaciones fundamentalistas, etnicistas o conservacionistas; o en todo caso, con visiones restrictivas respecto del campo de estudio de la antropología.
Pasemos ahora, en cuarto término, al desarrollo de las teorías antropológicas. Quisiera iniciar con una idea básica que resumo así: no podemos abordar adecuadamente la cuestión de los objetos de investigación, del método e incluso de las técnicas de recolección de datos que tienen lugar en el vasto campo reservado a la antropología, y quizá en el de cualquier otra disciplina, si no es desde el marco de los enfoques teóricos. Lo mismo se aplica a la construcción de conceptos. Dicho de otra manera, cada teoría construye los conceptos pertinentes, y los construye según su propio marco. De tal manera que el análisis de los conceptos fuera de estos marcos teóricos podría carecer de significado o ser trivial. El mismo concepto, o aparentemente el mismo, opera de manera diferente—de hecho es un concepto diferente—según que esté asociado a una teoría u otra.
Para analizar este punto se requiere distinguir, para llamarlo de alguna manera, entre la antropología ficticia o quimérica y la antropología real. Sospecho que son muchos los adictos a la antropología ficticia. ¿En qué consiste? Consiste en concebir a la antropología como una disciplina que tiene un objeto, un método y un cuerpo conceptual, que son propios de ella con independencia de los enfoques teóricos. En suma, que existe un objeto que es propio de la antropología, en tanto disciplina. Esta antropología es irreal porque no se compadece con lo que nos muestra la historia y la práctica de aquellos que se consideran antropólogos. El hecho de que todos ellos se denominen con el mismo término y se sientan parte de una disciplina no cambia la cuestión. Oculta la diversidad a su interior, pero no la suprime. La antropología es, en realidad, un conjunto de teorías más o menos coexistentes o sucesivas, y las prácticas que se realizan a partir de ellas. Por lo regular, encontramos a varias teorías antropológicas coexistiendo y compitiendo entre sí, con la preeminencia de alguna durante períodos más menos largos. En otro sentido, y considerando la larga duración, la antropología se presenta como una sucesión de teorías, una refutando o desplazando a la anterior, y a veces utilizándola como referencia crítica para la construcción de su objeto, de su método, de su cuerpo conceptual. Así, con estos enfoques teóricos los antropólogos definen sus objetos de estudio y, según los respectivos marcos, construyen los cuerpos conceptuales. La antropología entonces viene a ser evolucionismo, culturalismo, funcionalismo, estructuralismo, neoevolucionismo, antropología “simbólica”, etnociencia, etcétera. Es en su campo de significaciones en donde habría que analizar el problema de los conceptos.
Hablando del desarrollo histórico de la antropología, habría que recordar que se incuba en el momento en que los países centrales (a finales del siglo XVIII y principios del XIX) están en una disyuntiva histórica entre las fuerzas del pasado y las que empujan hacia los cambios. Aquí los adversarios son la corriente conservadora y la liberal que, en un lapso relativamente corto, terminará imponiéndose. Entre ellas, y desafiando a ambas, se sitúa otra tendencia (la socialista) que ya en la segunda parte del siglo XIX adquiere perfiles retadores. En consecuencia, todas las teorías que nacen en esa fase, y que posteriormente serán la base para formar disciplinas académicas como la sociología y la antropología, se están planteando el problema de superar el antiguo régimen y, al mismo tiempo, impulsar las nuevas ideas o formulaciones sociales acordes con las fuerzas emergentes. Ello implica también vigilar de reojo a las tendencias socialistas que favorecen no las vías para la sustitución de una clase social por otra, sino la abolición de todas las clases. De ahí que las teorías del siglo XIX, desde el positivismo hasta los enfoques que se cobijarán bajo el respetable paraguas de la antropología, aparezcan armadas de conceptos centrales que hacen alusión a estas contradicciones. Por ejemplo, el lema del positivismo sintetiza una concepción basada en dos conceptos: uno, el de progreso, para oponerlo al antiguo régimen, y otro, el de orden, para contrarrestar a quienes quieren desestructurar completamente el sistema social en lo que tiene de orden jerárquico y régimen de dominación. De tal manera que los conceptos de orden y progreso expresan aquella realidad histórica.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX, ya conjurado el peligro del antiguo régimen, el pensamiento social se vuelca hacia la disputa por los proyectos de futuro, y la cuestión del orden pasa a segundo plano. Es el gran arranque de los enfoques evolucionistas que marcarán durante mucho tiempo a la antropología naciente. El concepto de progreso de vuelve central en esta antropología. La antropología evolucionista se empeña en fundar una ciencia en la que las sociedades humanas aparecen ordenadas y en secuencia ascendente. Se trata de entender las fases o los estadios de evolución de la sociedad humana. Y estas fases permiten a los primeros antropólogos elaborar diversos esquemas evolutivos en los que cada estadio tiene el carácter de necesario, en el sentido de que la escala no admite saltos. La noción de diacronía es el concepto mediante el cual se da cuenta del ascenso histórico.
En esta etapa, la construcción de conceptos en la antropología estuvo fuertemente influida por el estudio de un fenómeno social que prácticamente la funda. Me refiero al sistema de parentesco. Lewis H. Morgan es considerado uno de los padres de la antropología, entre otras cosas, porque advirtió su importancia. Con ello hizo un descubrimiento que Marx y Engels consideraron una de las grandes hazañas científicas, comparable con la que posteriormente realizaría Darwin en relación con la evolución de las especies. Morgan se percató de que existían sistemas de descendencias unilineales. A tono con el pensamiento evolucionista dominante, el autor infirió que los sistemas matrilineales eran más antiguos que los patrilineales y que, en consecuencia, se podían ordenar en una escala evolutiva. Morgan estudió también lo que llamo las terminologías clasificatorias y las terminologías descriptivas. A partir del análisis del sistema de parentesco, Morgan buscó mostrar que estas sociedades llamadas primitivas no eran sistemas caóticos, sino que se sustentaban en una organización social con cierta racionalidad. En consecuencia se podía estudiar el sistema cultural a partir de los sistemas clasificatorios y descriptivos.
Morgan fue un poco más allá en la que se considera su obra cumbre (La sociedad primitiva)—y con ello despertó las alabanzas de los fundadores del marxismo—, al prestar atención no sólo a aquel aspecto de la organización social, sino además a la estructura productiva, a partir de lo que denominó “las artes de subsistencia”. Combinando ésta con las invenciones y descubrimientos, y completando el cuadro con las formas de propiedad, Morgan erigió el que es seguramente el esquema evolutivo más célebre: el trifásico salvajismo, barbarie y civilización.
Estos conceptos evolucionistas imperaron durante toda la segunda mitad del siglo XIX. En la centuria siguiente comenzaron a decaer, bajo el fuego cruzado del relativismo cultural que se desarrolló en Norteamérica y del funcionalismo británico. Franz Boas, considerado el padre de la antropología norteamericana, emigra de Alemania a los Estados Unidos, imbuido de los planteamientos del romanticismo. En Norteamérica, Boas se convierte en el constructor de un nuevo enfoque antropológico que recupera la indicada tradición teórica de su patria natal: los tópicos herderianos que ponían el énfasis en la organicidad de los sistemas culturales. Como se recordará, lo que Herder critica al racionalismo iluminista es el hecho de que supone que los sistemas sociales son agrupaciones voluntarias de individuos. Cree, en cambio, que aquellos trascienden la individualidad. De hecho, insiste en algo que el propio Marx planteará desde otra perspectiva: que el individuo es una realidad social de reciente creación; esto es, que lo social precede a la individualidad. De tal manera que lo que debe primar—cree Heder—es la cultura o el “carácter nacional”. Por eso plantea que sería un error que los estados-nacionales se conformasen sin respetar las formaciones orgánicas o los “límites naturales” de las culturas. Como vimos, lo que se hizo no atendió a las recomendaciones de Herder. De tal manera que esta segunda corriente antropológica, conocida como culturalismo, relativismo cultural o relativismo norteamericano (en referencia a su principal lugar de gestación) constituye—por decirlo así—la revancha del romanticismo, de la concepción herderiana, en el ámbito de la antropología.
Boas crea toda una escuela de antropología, y de ella derivan varias orientaciones que se expresan en los trabajos de sus numerosos discípulos (M. Mead, R. Benedict, R. Linton, A. L. Kroeber, etc.). Boas extiende su influencia en América Latina. En México, influye enormemente en la formación de la disciplina. En la entonces Universidad Nacional de México instaura un programa internacional de formación en antropología y arqueología, bajo su dirección, en el que participan jóvenes mexicanos que, con el correr del tiempo, se convierten en factótum de la antropología local. El caso más destacado es el de Manuel Gamio, quien fue durante lustros la figura central de la antropología y uno de los artífices de la expansión de la perspectiva boasiana en Latinoamérica, aunque ya mexicanizada, particularmente a través del Instituto Indigenista Interamericano. De tal suerte que Gamio y sus discípulos retoman los planteamientos relativistas de Boas, y dan un sello particular a la antropología mexicana.
La noción de cultura pasa a ser el concepto central del trabajo antropológico. Esto implica una reacción frente al enfoque evolucionista; en particular, el rechazo de las escalas evolutivas y la crítica del etnocentrismo que subyace en ellas. En la medida que los estadios expresan rangos y jerarquías en el desarrollo histórico, dicen los culturalistas, esconden un enfoque etnocéntrico que sólo favorece los intereses del colonialismo. (Por supuesto, aquí entran los juegos geopolíticos. Estados Unidos no tiene el desafío del manejo de colonias en la medida de, por ejemplo, Gran Bretaña, quien sí requiere una antropología que sea útil para la administración colonial). De este concepto de cultura se deduce que cada sistema cultural tiene un valor en sí mismo y debe ser estudiado en sus términos. Es lógico entonces que el trabajo de campo se convierta en la tarea fundamental del antropólogo, persiguiendo durante él el logro de la máxima “empatía”. No se espera que el antropólogo se convierta en indígena; pero que al menos se coloque en el contexto del otro y, desde esa posición privilegiada, se esfuerce por comprender la lógica del sistema cultural estudiado.
Compitiendo con el culturalismo norteamericano, el funcionalismo o estructural-funcionalismo se desarrolla en Inglaterra después de la primera Guerra Mundial, de la mano de autores claves como A. R. Radcliffe-Brown, E. E. Evans-Pritchard y B. Malinowski. La antropología social inglesa convierte el concepto de función en la noción básica. Inspirándose en un organicismo tomado de la biología, conciben los sistemas sociales como totalidades en las que cada parte cumple la función de contribuir al mantenimiento del todo. Un hecho social, unas relaciones, una institución, una creencia, sólo puede estudiarse adecuadamente en su propio contexto, como parte de una totalidad en la que cobra sentido por la función que realiza. En la medida en que el concepto de función cobra centralidad, se abandonan los análisis de corte diacrónicos que habían caracterizado al evolucionismo y se pone el énfasis en la sincronía. En las versiones más radicales no se oculta la hostilidad hacia la histórica. En todo caso, ni las secuencias históricas ni los procesos de difusión son considerados como estratégicos para comprender la cultura de que se trata.
Los difusionistas pensaban que existían unos pocos centros generadores de la cultura, y que a partir de esos pocos focos se habían irradiado los rasgos culturales. Mediante el proceso de difusión podía explicarse la presencia de dichos rasgos en sociedades diferentes. Los evolucionistas creían que la principal explicación de la simultaneidad de rasgos o instituciones no se encontraba en la difusión, sino que eran el resultado de desarrollos endógenos, producto de la operación de similares leyes históricas que hacían atravesar a los grupos humanos por fases semejantes. Los funcionalistas no estaban interesados en tales leyes históricas. Para el estudio del sistema cultural se requería un análisis interno (sincrónico) de cada estructura y encontrar allí la explicación a partir de la función que cumple cada parte. Según la definición clásica de Radcliffe-Brown, el concepto de función es “la contribución que hace un cierto elemento a la permanencia de la estructural social”. En otros términos, el funcionalismo se funda en una concepción holística. La sociedad es una especie de organismo, un sistema cerrado que tiende a mantener su equilibrio interno y sus límites. El concepto de homeostasis resume esta propiedad del sistema social. Hay aquí un sustrato tautológico y teleológico, pues en la noción de función—y la homeostasis correspondiente—están implicados fines y metas. Es decir, hay la idea de que las funciones que cumplen las diversas partes consiguen determinados fines o metas (mantener el equilibrio y la armonía social, por ejemplo), y que son esos fines o metas los que permiten alcanzar una explicación. Evidentemente, el presupuesto teleológico es que los sistemas sociales mismos tienen necesidades o metas. La explicación no se funda en una relación causal, sino en las consecuencias que provoca el fenómeno en estudio: los fines que cumple. A ello habría que agregar la fuerte inclinación del funcionalismo por estudio del equilibrio y la armonía del sistema, y el consiguiente descuido del dinamismo y el cambio.
La antropología funcionalista, al igual que el enfoque culturalista, desarrolla una predilección por unidades de análisis que se prestan al tipo de estudio “estructural” indicado. Esto es, sociedades que se pueden analizar como sistemas más o menos estáticos y armónicos, y en los que es relativamente sencillo estudiar las relaciones funcionales. Lo característico del análisis antropológico pasa a ser el estudio de los microsistemas que constituyen las llamadas sociedades “simples” o “primitivas”. Las pequeñas unidades sociales—las comunidades o aldeas—se convirtieron en más que “un lugar de estudio”: pasaron a ser el objeto de estudio. Esto hace pertinente la pregunta que se hace Geertz: ¿el antropólogo estudia aldeas o estudia en aldeas?
La interrogación es fundamental y despierta cuestiones muy importantes. Veamos un punto. En muchos lugares, incluyendo América Latina, se impuso la idea de que no se hacía antropología social si no se trataba de estudios a la escala de la aldea (para nuestro caso, a escala de la “comunidad”). A partir de este patrón, no se reputaban como antropológicos los estudios a otras escalas; por ejemplo, a escala de “pueblos” o “regiones” o “naciones”, implicando problemáticas que trascendieran la “unidad técnica” de estudio. Según esto, el antropólogo es el estudioso de microsistemas: de la pequeña aldea, de la comunidad. A menudo, el efecto ha sido muy limitativo en lo que hace a los alcances del análisis antropológico. Estudiando problemas de aldeas, el antropólogo restringe su capacidad de comprensión, hasta el punto de entorpecer o incluso impedir el conocimiento de lo que en ellas ocurre.
No me puede extender en este punto. Pero lo ilustraré con un ejemplo: el de la demanda de autonomía de los pueblos indígenas en México. En mi último libro refiero una opinión al respecto, que se sintetiza de esta manera: “Durante el diálogo de San Andrés, entre el EZLN y el gobierno federal, la autonomía brotó como la demanda central de los indígenas. Lo asombroso es que en los estudios antropológicos de esos pueblos, que cubren estantes enteros, no existe la menor referencia a la autonomía”. En efecto, cuando esta demanda explotó en 1994, entre los más sorprendidos se encontraban los propios antropólogos, en su inmensa mayoría practicantes de los enfoques culturalistas y estructural-funcionalistas. A estos estudiosos de las etnias indígenas, la autonomía les parecía una demanda dudosa. Hasta ese momento, muchos sostenían abiertamente que era un “invento” de ciertos intelectuales, pues no encontraban nada sobre ello en sus “datos” de campo. Después cambiaron esta opinión. La pregunta era cómo era posible que hubiera ocurrido tal cosa, tratándose sobre todo de las comunidades indias de Chiapas, que habían sido sometidas a uno de los escrutinios antropológicos más minuciosos del mundo.
¿La carencia de la antropología que se hizo evidente a partir de la negociación de San Andrés, deriva de la incompetencia de sus practicantes? Por supuesto que no. Una primera aclaración podría buscarse más bien en cuestiones de orden teórico y metodológico, que determinan enfoques centrados en el estudio de problemas de aldeas o comunidades. Con ello se pierde la perspectiva del mundo complejo en que estas comunidades están insertas, aunque con cierta frecuencia se “mencione” ese contexto más como adorno académico que como parte del análisis. El afán por comprender los sistemas culturales como entidades más o menos cerradas y equilibradas, alimenta ideologías silenciosas—pero fuertes—de la estabilidad y el orden sociocultural, que obstaculizan la percepción de las relaciones supracomunales y de los factores dinámicos que, pese a todo, operan en el mundo indígena. No es casual que al enfoque estructural-funcional correspondan orientaciones conservacionistas. Las problemáticas de “pequeña escala”, ajustado al análisis molecular de las aldeas, hacen caso omiso de la dinámica del Estado-nación y su impacto en las comunidades; del vínculo etnia-clase, y de los permanentes efectos desestructuradores de ese vínculo sobre las inclinaciones igualitarias que promueve el sistema cultural. Si los antropólogos seguían viendo a estas comunidades indígenas como entidades más o menos homogéneas, armónicas, sin contradicciones internas relevantes—aunque ocasionalmente afectadas por ataques de “anomia”—y sobre de todo de espalda a la nación, era difícil que pudieran advertir el apetito autonómico en su seno.
El estructuralismo es, en gran medida, una reacción frente al inductivismo imperante. Claude Lévi-Strauss recupera el papel de las formulaciones teóricas y epistemológicas para el análisis antropológico. Aprovechando los aportes de la lingüística que van de Ferdinand de Saussure a la escuela de Praga, el autor propone una metodología para estudiar los fenómenos sociales como estructuras inconscientes. Así, el objeto fundamental de la antropología no son las estructuras o relaciones sociales empíricas del funcionalismo, sino los modelos que el antropólogo construye en un nivel “supraempírico”. Desde esta perspectiva, Lévi-Strauss desarrolla un vasto conjunto de conceptos para el análisis de las estructuras en diferentes planos: estructuras mecánicas y estadísticas, conscientes e inconscientes, etc. La propuesta levistraussiana ha ocupado gran parte del debate en la comunidad antropológica durante las últimas tres décadas. Su supuesto de que existen estructuras mentales “elementales” que pueden ser estudiadas como parte de un dispositivo combinatorio que es universal e innato a la mente humana, ha sido discutido con fervor entre los antropólogos. Independientemente de las polémicas, lo cierto es que las audaces teorías estructuralistas, así como las hipótesis y los conceptos novedosos que se construyen a partir de ellas, renovaron la visión antropológica y sacudieron las habituales prácticas descriptivas e inductivistas imperantes. Con ello, además, se abrieron las puertas a otras propuestas posteriores, no empiristas—en las que no puedo detenerme—que siguen la trayectoria “modélica” inaugurada por el estructuralismo.
Debo señalar, por último, que estas corrientes y construcciones conceptuales tienen su expresión en una vida antropológica muy intensa en Latinoamérica y particularmente en México. Se trata de un vasto campo teórico-práctico. Me limitaré al terreno de la llamada cuestión indígena. En éste, podría entenderse el desarrollo de la práctica antropológica a partir de dos conceptos básicos: el concepto de indigenismo, que prácticamente se convierte en la médula de la antropología mexicana, sobre todo después de la época cardenista; y el de colonialismo interno, que en los sententa surge como un concepto renovador frente a la antropología “integracionista” hasta entonces hegemónica. El concepto de colonialismo interno tuvo una vida muy agitada. Pero muy pronto mostró su fertilidad para analizar la presencia de sistemas culturales indígenas en el marco de sociedades complejas: sociedades nacionales en las que aquellas etnias son un sector explotado y subordinado, operando como “colonias internas”. La relaciones que envuelve el colonialismo interno configuran un sistema de dominación que en gran medida permea todo el sistema sociopolítico del país. Así las cosas, el logro de un régimen democrático en este tipo de países, requiere la supresión de tales relaciones coloniales internas. En esto radica, según creo, la tesis básica que aparece formulada por primera vez en La Democracia en México, de Pablo González Casanova.
Allí se encontraba, en germen, una nueva perspectiva cuyo concepto central sería la autonomía. La tarea era, a partir de tal enfoque, hacer la crítica sistemática de la antropología indigenista, mostrando su reduccionismo por el lado de lo nacional, labor a la que se abocó un grupo de jóvenes antropólogos. La expresión más acabada del indigenismo—me refiero a la formulación “integracionista” que va de Manuel Gamio a Gonzalo Aguirre Beltrán—había llegado a plantear que la unidad de análisis básica era la región: lo que este último llamó las “regiones de refugio”, pero teniendo cuidado de mantener lo étnico fuera del ámbito nacional. El concepto de región de refugio se refería a la esfera en que la acción indigenista debía realizar su tarea integradora, sin que ello implicara cambios sustanciales del modelo de nación. Las etnias indias tenían un destino que era la disolución, mediante su integración a lo nacional; porque, en realidad, aquéllas no eran ni podían ser parte de la nación, sino prácticamente un anticuerpo en lo nacional. Por ello, “forjar” la nación o la patria implicaba disolver aquellas identidades incompatibles con los valores “nacionales”. Lo que hizo un grupo de antropólogos, en los sesenta, fue la crítica de esta antropología indigenista; y, a partir del concepto de colonialismo interno, sentar las premisas de un nuevo “paradigma” étnico-nacional. La fuerte crítica durante los años setenta y ochenta, preparó las condiciones para que a principios de los noventa se pudiera disponer de las primeras formulaciones de una perspectiva autonomista en la antropología mexicana. Creo que sin el antecedente mencionado, esto no habría sido posible.
El cambio de paradigma en el análisis de lo indígena, entrañó dos retos fundamentales: 1) refutar las teorías rivales, es decir, refutar las teorías integracionista y etnicista (neoindigenista), y 2) construir una teoría alternativa con un enfoque étnico-nacional. La nueva teoría debía implicar varias cualidades. En primer lugar, debía de abarcar el mismo campo de hechos de las teorías rivales (evidentemente, no estamos hablando de hechos empíricos, sino de hechos teóricamente construidos). En segundo lugar, ser capaz de revelar y explicar campos de hechos nuevos; esto es, hechos que no eran considerados por las teorías rivales: por ejemplo, aspectos fundamentales del comportamiento político de los grupos étnicos. En tercer lugar, se debían crear hipótesis nuevas. Y en cuarto lugar, explicar las “anomalías” de las teorías rivales en un marco teórico nuevo sin recurrir a hipótesis ad hoc, que es una de las estratagemas que utilizan los partidarios de una teoría para resolver las crisis que va provocando la acumulación de tales anomalías, como lo recuerda Lakatos.
Tomemos un ejemplo del esencialismo etnicista, que era uno de nuestros rivales. Una de las anomalías a que éste se enfrentaba eran los desajustes internos, los conflictos, etc., advertidos en sistemas socioculturales indios que, al mismo tiempo, se veían como básicamente armónicos y equilibrados, en contraste con el mundo “occidental” caracterizado por la tensión y el desorden. Para explicar aquella desarmonía interna en las sociedades indígenas, se recurría a hipótesis ad hoc. Una de ellas era que los desarreglos encontrados en sociedades que se presumían armónicas, se debían a los efectos externos (“occidentales”), evaluados como nocivos. Esto obligaba a postular que esas influencias no afectaban la “esencia” indígena; que, pese a tales desequilibrios, la “esencia” étnica se mantenía intacta. Pero nunca se podía explicar de dónde surgía esta entidad metafísica (que no se compadecía ni con los “datos” históricos ni con los estructurales que el propio etnicismo admitía); ni tampoco cómo era posible que tales “contaminaciones” externas perturbaran el sistema interno, sin ser parte de los mismos. Aquel era el argumento que me daba Guillermo Bonfil cada vez que hablábamos del tema: ofrecía una hipótesis ad hoc para resolver una anomalía del sistema teórico.
Pero había que afrontar un quinto problema que no se incluye en la metodología de Lakatos, ni tenía por qué plantearse allí. Nosotros, en cambio, teníamos que hacernos cargo de ese reto, a saber, la liquidación política de las teorías rivales. Es decir, no se trataba sólo de refutar las teorías opuestas, y mediante ello socavar su influencia teórica e ideológica en la comunidad académica, sino de socavar también su enorme influencia política, especialmente sobre el movimiento indígena. No bastaba refutar teóricamente o por contrastación a los enfoques indigenistas (viejos y nuevos), puesto que la reproducción de la perspectiva indigenista dependía sustancialmente de su influjo en los sujetos, en los pueblos indígenas. Y esta hegemonía indigenista se explicaba, a su vez, por la relación histórica entre el indigenismo y el Estado mexicano. De hecho, el indigenismo operaba (y opera) como una ideología y una práctica del Estado etnófago. Y de ese vínculo político extrae su fuerza. Era necesario, en consecuencia, socavarlo también políticamente.
Aquí intervino un principio gramsciano sobre la “predicción”. Como se sabe, Gramsci sostiene que en las ciencias humanas la realización de la predicción depende fundamental de la acción del sujeto que predice. Gramsci está pensando en un sujeto social, al cual se refiere la predicción del sujeto “epistémico”, si ella se desprende de una propuesta “orgánica”—capaz de organizar y formar “el terreno en el cual los hombres se mueven, adquieren conciencia de su posición, luchan, etcétera”—y no de “ideologías arbitrarias” o de la “pura elucubración individual”. Por consiguiente, el éxito de la predicción supone que los sujetos sociales implicados hagan lo propio. Es claro que esta concepción induce a la acción práctica. Es una formulación emparentada, según creo, con la que planteó ayer Pablo González Casanova: “construir las circunstancias de lo posible”. Por todo ello, en nuestro caso se requirió de una acción simultánea en la teoría y en la práctica. En otros términos, fue preciso cultivar unas relaciones especiales con los indígenas, particularmente con los organizados. Los propios pueblos indios organizados debían ser el sujeto eficiente del descalabro definitivo de los indigenismos. Que los indígenas se constituyesen en “sujetos autonómicos” debía orientar todos los esfuerzos.
Simultáneamente, se modificó la forma de trabajo para desarrollar un “estilo” que resultaba en varios sentidos extraña a la práctica antropológica tradicional. Por una parte, la investigación dejó de centrarse en el análisis de la comunidad, para poner el énfasis en el vínculo de lo regional con lo nacional y, hacia arriba, con procesos más globales; y de todo ello, hacia abajo, con la dinámica comunitaria. Por otra, el cambio de enfoque requirió una revisión de conceptos y categorías. Hubo que repensar o construir conceptos como etnia, etnicidad, grupos étnicos, pueblos indios, grupo étnico-nacional, etnorregión, autonomía... Se buscaba con ello, por ejemplo, mejorar la comprensión acerca de por qué un grupo que no planteaba reivindicaciones políticas de carácter autonómico, “repentinamente” comenzaba a hacerlo, como fue el caso de los miskitos en la Costa Atlántica de nicaragüense, de los mayas en el sureste de México y de otros pueblos. Esa transformación debía ser explicada. Auxiliaba el concepto de grupo étnico-nacional, pero formando un todo con otros que tenían carta de aceptación más fuera que dentro de la tradición antropológica: nacionalidad, nación y Estado-nación, etnia y clase social. Y tiñéndolo todo, la historicidad de los grupos étnicos.

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