sábado, 18 de octubre de 2008

Reconocimiento y redistribución


RECONOCIMIENTO Y REDISTRIBUCIÓN


Héctor Díaz-Polanco


Desaliento e irritación quizá son los términos que mejor caracterizan el ánimo general del país, conforme avanza el período de gobierno de Vicente Fox. Por lo que hace a la asignatura pendiente del reconocimiento de los derechos de los pueblos indios, el balance no puede ser más deplorable. La imagen de un equipo de gobierno apocado, incompetente y sin visión, se amplifica por el hecho de que, a pocos meses de iniciada la nueva administración, ésta tuvo en sus manos, y la desperdició, la oportunidad de oro de promover el primer gran paso hacia la reforma pluralista del Estado. La re-forma constitucional para el reconocimiento de los derechos de los indígenas, en cambio, resultó el primer gran fracaso para el gobierno de Fox, si medimos el hecho por sus implicaciones y costos po-líticos. Puede decirse, incluso, que este tropiezo marcó el curso futuro del gobierno foxista. Fue el principio del fin de una breve luna de miel establecida entre el entonces candidato Fox y amplios sectores de la sociedad que, sin ser panistas pero con ganas de creer en los ofrecimientos de campa-ña, le dieron el triunfo en las urnas.

1. El festín de promesas

Durante la campaña para las elecciones nacionales del 2 de julio de 2000, Fox prometió enviar al congreso la propuesta de la COCOPA como una iniciativa presidencial, en caso de resultar el triunfador. Más aún, sorprendentemente, manifestó que estaba de acuerdo con lo pactado en San Andrés y con los derechos contenidos en la formulación de la COCOPA. Incluso, con su peculiar estilo, el can-didato aseguró que, una vez en la presidencia, resolvería el problema de Chiapas “en quince minutos”. Estos ofrecimientos, enmarcados en la frenética carrera de ofertas seductoras que emprendió dicho candidato sobre casi cualquier tema de interés público, fueron uno de los ganchos usados por los estrategas electorales foxistas para montar la campaña del llamado “voto útil”, con la que convocaron a sectores de diversas tendencias políticas a votar por el aspirante conservador. Al igual que otros sectores del espectro electoral, una franja del movimiento indígena, e incluso de la izquierda, sucumbió a esta tentación.
Con tantas promesas no es de extrañar que existiese en el país cierta expectativa. El pro-pio EZLN le dio al flamante mandatario el beneficio de la duda: si éste cumplía con su promesa de hacer lo necesario para reconocer los derechos de los pueblos indios (junto al repliegue militar y la puesta en libertad de los presos zapatistas), el primero restablecería el contacto con el gobierno para reiniciar el diálogo y la negociación cuanto antes. Tocante al asunto, sin embargo, en los meses siguientes el nuevo grupo en el poder torcería dramáticamente el camino.

Durante los dos primeros años de la administración foxista no se ha impulsado política de Estado alguna que produzca cambios apreciables para los pueblos indígenas. En perspectiva, tampoco se perfila siquiera algún nuevo enfoque sobre las relaciones de dichos pueblos con el gobierno y el resto de la sociedad. La administración de Fox se limitó al cambio formal en el organigrama indigenista (la creación de la Oficina de Representación para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de la Presidencia de la República y la propuesta de retoques cosméticos al viejo INI). Hasta ahora, nada de ello se ha traducido en acciones concretas de alguna relevancia. Asimismo, el foxismo se aplicó a encandilar a cierta capa de la dirigencia indígena, a golpe de ofertas sobre los supuestos cambios que ésta podría emprender en el seno del gobierno. Todo el proyecto de cambio “desde adentro” se ciñó a la designación de algunos indígenas —otrora críticos de la política indigenista del Estado— en puestos burocráticos, particularmente al frente de la dirección del INI y en cargos estatales del mismo instituto. Pero la promesa de que, desde estos puestos en el aparato, se impulsaría una nueva política hacia los pueblos indígenas quedó en palabras. El INI, ahora bajo la responsabilidad de figuras indígenas, ni cambió sus prácticas ni tampoco dispuso siquiera de recursos para impulsar acciones asistencialistas. La estrategia foxista para el control del movimiento indígena desde el aparato indigenista y mediante la cooptación, sin embargo, mostró pronto síntomas de crisis con la destitución del director indígena colocado al inicio del gobierno al frente del INI y el posterior deslinde de sectores del movimiento que en principio habían confiado en sus promesas.

2. El fracaso del reconocimiento de derechos

Pero el mayor descalabro de la administración foxista, como se dijo, se registra por lo que hace a los prometidos cambios legislativos, acordes con los Acuerdos de San Andrés. El nuevo titular del ejecutivo envió la propuesta de la COCOPA al Congreso de la Unión como una iniciativa presidencial de reformas y adiciones a la constitución general, el 5 de diciembre de 2000. Muchos vie-ron el gesto como una señal prometedora. Pero lo que en realidad ocurrió fue un reacomodo de las fuerzas en torno a las diversas iniciativas que ya estaban sobre el tapete legislativo. El presi-dente siguió manifestando su adhesión a la propuesta de la COCOPA. Pero los legisladores del aho-ra partido oficial (el PAN), se mantuvieron fiel a la iniciativa que esta organización había presen-tado dos años atrás y que claramente se apartaba del espíritu de San Andrés y de la propuesta de la COCOPA. El nuevo grupo en el poder, por decirlo así, se desdobló: el presidente enviaba el mensaje de que favorecía los acuerdos pactados con el EZLN, mientras los legisladores panistas sostenían de modo patente una posición prácticamente contraria.
En el ínterin, la Caravana de la Dignidad Indígena recorrió buena parte de los estados del sur y el centro del país. El propósito central de la misma fue explicar a la nación el sentido de las demandas indígenas y promover ante el congreso la aprobación de los Acuerdos de San Andrés en su versión COCOPA. La caravana tuvo tres momentos cumbres: el encuentro indígena en la comunidad de Nurío (Michoacán), la concentración en el zócalo de la Ciudad de México y las in-tervenciones de voceros zapatistas en la tribuna de la Cámara de Diputados. La iniciativa del EZLN se vio coronada por el éxito en lo relativo a sensibilización de la opinión pública: durante la marcha, la problemática étnico-nacional ocupó el centro de la atención pública y se puso en evidencia el gran respaldo que la causa indígena había despertado en amplios segmentos de la sociedad. Pero como lo mostraron los hechos posteriores, se necesitaba más que la euforia zapatista para conseguir que el poder legislativo respetara los acuerdos. En medio de la embriaguez autonomista se avivaron expectativas sobre un desenlace venturoso que no estuvieron suficientemente apoyadas en la continua presión del movimiento indígena. El contingente zapatista de la Carava-na regresó a Chiapas y las organizaciones indígenas continuaron reclamando que los pueblos fue-ran consultados. Despejado el ambiente, las fuerzas mayoritarias del congreso se dispusieron a construir su propio acuerdo sin sobresaltos.
El desenlace legislativo, en efecto, fue muy distinto de lo esperado. La subcomisión dic-taminadora del Senado elaboró un documento totalmente apartado del espíritu de los Acuerdos de San Andrés y que despedazaba la propuesta de la COCOPA. El dictamen se fundó en una moción de la fracción senatorial del PRI, que contó con el apoyo entusiasta del PAN. De hecho, los panis-tas dejaron en manos de los priístas la elaboración del dictamen, una vez que éstos estuvieron dispuestos a incluir los candados que los primeros consideraban indispensables. De este modo quedaron garantizados los votos precisos para aprobar las reformas y adiciones al gusto de ambas fracciones parlamentarias. El dictamen fue aprobado los días 25 y 28 de abril de 2001 por el Senado y la Cámara de Diputados, respectivamente. La bancada del PRD, en minoría y medio atur-dida, poco pudo hacer. Primero, los perredistas intentaron lograr un voto suspensivo ante el ple-nario, con el propósito loable de que el proyecto de reforma fuera consultado con los pueblos in-dígenas. Se trataba, alegaron, de un asunto de enorme importancia que no debía ser aprobado apresuradamente y sin consulta con los primeros interesados. La moción fue rechazada por el PRI y el PAN. Éstos se sabían invencibles y, ciertamente, tenían prisa. Luego, la fracción senatorial perredista, calculando equivocadamente que podía entrar a un debate crítico en lo particular, votó a favor en lo general. Esto causó desconcierto y, además, resultó inoperante, pues el debate particular —bloqueado por la mayoría— no dio ningún fruto significativo: todas las propuestas del PRD de cambios a puntos cruciales de la reforma fueron rechazadas. En cambio, la imagen de que los perredistas habían “aprobado”, sin más, las reformas en el senado, empañó el semblante público de éstos, al tiempo que favoreció al adversario.
Cuando se hizo la discusión de las reformas en los congresos estatales, como lo impone la constitución federal, se vio enseguida que aquellas no contaban con la suficiente aceptación y legitimidad que exige un cambio de esta trascendencia. Aunque se logró la votación favorable del número de congresos estatales que requiere la carta magna para que las reformas fueran aprobadas, el hecho de que una buena parte votara en contra y, sobre todo, que lo hicieran los congresos de los estados de Chiapas, Oaxaca y Guerrero —precisamente las entidades que concentran la mayoría de la población indígena del país— evidenció el precario apoyo que alcanzó el dictamen sancionado por el Congreso de la Unión. Expresión de esta inconformidad fueron también las más de trescientas controversias elevadas ante la Suprema Corte del país por autoridades municipales, así como las quejas y reclamaciones contra el Estado mexicano, por violaciones del Convenio 169, presentadas ante la OIT.
Salta a la vista que las principales mudanzas que desfiguraron el consenso de la COCOPA, se inspiraron en la iniciativa presentada por el gobierno priísta en 1998, con algunas adiciones de clara factura panista. Pero hay que decir que, en varios aspectos centrales, la reforma aprobada se coloca incluso más atrás del proyecto original del entonces presidente Zedillo. La nueva amal-gama PRI-PAN resultó veneno puro para las aspiraciones pluralistas.
Compendiando, la “autonomía” aprobada reduce ésta al ámbito comunal y, además, niega a las comunidades el carácter de entidades de derecho público; remite a las constituciones y leyes locales el “reconocimiento” de los pueblos y comunidades indígenas, así como la facultad de es-tablecer “las características” de libre determinación y autonomía, lo que contradice el principio general del artículo 2° sobre la composición pluricultural de la nación, anula la relevancia nacio-nal de los derechos y somete su observación a los avatares políticos de las entidades federativas, entre otros problemas; restringe la aplicación de los sistemas normativos internos y las “prácticas jurídicas” de los pueblos, que pasan a ser “costumbres”; elimina el acceso colectivo al uso y dis-frute de los recursos naturales en los territorios, al tiempo que pone nuevas trabas y apuntala las reformas en materia agraria impuestas en 1992 por el gobierno priista, las cuales han rechazado desde entonces los campesinos e indígenas; suprime la “participación ciudadana” en los munici-pios, al tiempo que deja fuera todo el sustento (establecido originalmente por la COCOPA en el ar-tículo 115) para el ejercicio de la libre determinación en “cada uno de los ámbitos y niveles en que hagan valer su autonomía” los pueblos; consecuentemente, desaparece la facultad de las co-munidades, y de los municipios que “reconozcan su pertenencia a un pueblo indígena”, para “asociarse libremente” y ejercer así algunos derechos en niveles supracomunales que favorezcan su gradual recomposición como pueblos. El espíritu priista reaparece en el apartado B del artículo 2° reformado, pues se vuelve al esquema asistencialista, a la vieja usanza del indigenismo. Esto es, además, completamente extraño a las reglas o técnicas constitucionales y, sobre todo, a cual-quier principio autonomista.
Conviene destacar la amputación hecha por priístas y panistas de los ordenamientos in-cluidos por la COCOPA como adiciones a los artículos 53 y 116, que favorecían, respectivamente, la representación de los indígenas en el Congreso de la Unión y en los congresos locales. En las reformas de 2001, lo relativo al primer artículo se rebaja a “cuando sea factible” y se incluye en un “transitorio” de incierta aplicación. Respecto a la garantía para que los pueblos alcanzaran representación “en las legislaturas de los estados por el principio de mayoría relativa”, la mayoría parlamentaria simplemente decidió suprimir este derecho. Así las cosas, en la práctica y en la norma los pueblos continuarán relegados de estos poderes de decisión. Uno de los elementos cla-ve de la autonomía quedó así suprimido de un plumazo.
Todo ello constituye un rechazo brutal de las demandas mínimas de los pueblos, las que habían levantado una adhesión tan entusiasta en amplios sectores de la sociedad no indígena durante la “Caravana de la Dignidad”. No es sorprendente, entonces, que las organizaciones indias del país y el propio EZLN rechazaran tajantemente la reforma de marras, calificándola de burla y traición. La comandancia zapatista rompió inmediatamente todo contacto con el gobierno federal y con ello se cerró el camino andado en los meses precedentes para restablecer el diálogo. Las expectativas de paz recibieron un duro golpe.
En un sector de la sociedad prevaleció la sensación de que las fracciones mayoritarias del Congreso no estuvieron a la altura de su responsabilidad política y desperdiciaron una espléndida ocasión para abrir las puertas de la pluralidad. Por supuesto, desde el punto de vista de los que consideraron inconveniente la incorporación jurídica de la autonomía, la evaluación es diferente. En todo caso, lo que resulta indudable es que el desenlace de abril dejó insatisfechos a los pue-blos indígenas y difícilmente podrá ser la base de un Estado multicultural y pluriétnico. Y para un país como México esto es lo relevante. Es claro también que subsiste el arduo reto de reabrir cau-ces que conduzcan a las negociaciones políticas y, finalmente, a los acuerdos constructivos.

3. La responsabilidad de los poderes

¿Cuál fue el desempeño del gobierno de Fox? Nadie podía ignorar que el tema de los derechos indígenas era seguramente uno de los asuntos cruciales a ventilar durante dicha administración. Sin embargo, la impresión es que el equipo de gobierno o no aquilató la importancia de la cues-tión o no supo defender —respetando la separación de poderes— la iniciativa que había salido del despacho presidencial. Puede considerarse una hipótesis quizá más plausible: nunca fue real-mente un proyecto del nuevo gobierno que lo sustancial de los Acuerdos de San Andrés se con-virtiese en marco legal del país. La actuación del presidente estuvo marcada por el doble discurso y por la ambivalencia, mudando sus juicios según las circunstancias; y el desempeño de los de-más miembros injeridos del gabinete no fue distinto. Inmediatamente después de conocerse las reformas que la dupla PRI-PAN habían aprobado en el congreso, y que hacían añicos su propia ini-ciativa, Fox no sólo no se quejó siquiera de tal resultado, sino que consideró que con lo reforma-do se “dignificaba” a los pueblos indígenas. En el mes de octubre de 2001, después de ser incre-pado en Europa por simpatizantes zapatistas, el mandatario declaró que su gobierno favorecía la revisión o “reforma de la reforma”. Pero unos días después descartó cualquier rectificación, pues aseguró que la reforma en cuestión colocaba a México entre los países más avanzados del mundo (“a la vanguardia”, como le gusta decir).
Este comportamiento dejó en claro que el presidente Fox jamás tuvo la menor identificación con la propuesta elaborada a partir de los acuerdos con los zapatistas, como lo dio a entender durante la campaña electoral y aún después. Quedaban atrás las palabras pronunciadas por Fox el primero de diciembre de 2000, en su mensaje de toma de posesión. El compromiso de crear condiciones que hicieran posible la autonomía, así como el anuncio de un “nuevo amanecer“ para los indígenas y el país, se disolvieron en el aire en abril de 2001.
En suma, los acuerdos pactados en San Andrés fueron víctima de una doble voluntad que, como fuerza extraña, se sobrepuso a todo lo convenido. En primer término, los acuerdos fueron avasallados por las interpretaciones unilaterales del gobierno federal, particularmente durante el gobierno priista de Ernesto Zedillo. Aunque éste fue un directo involucrado, como una de las partes en el proceso de negociación, luego se comportó como una voluntad superior que no se sentía realmente comprometida con lo acordado. Aceptó participar en la negociación, pero colo-cándose por encima de ella. El gobierno se desdobló en dos sujetos diferentes: uno era el que dialogaba y acordaba en la mesa de negociación, y otro el que —ahora en su papel de autoridad— definía el verdadero sentido y alcance de lo pactado. Dicho de otro modo, la parte indígena no fue considerada nunca por el gobierno como un igual. La autoridad gubernamental se arrogaba una facultad preeminente a la hora de dilucidar y concretar los términos de los acuerdos. El gobierno priista fue negociador y, en última instancia, juez de lo negociado.
A partir del gobierno foxista, el pacto de San Andrés choca con una segunda trinchera de contención: el poder legislativo. En la mesa de diálogo de 1995-1996, los indígenas buscaron ne-gociar nuevas relaciones con el Estado mexicano que modificaran la posición de aquéllos en la sociedad nacional. Incluso en los propios Acuerdos de San Andrés se hacen continuas alusiones a este plano de avenencia. Pero en la práctica, negociaron con uno de los poderes del Estado, el ejecutivo, representado por el gobierno federal (firmante de los pronunciamientos y las propuestas). Las implicaciones de tal ambigüedad gravitaron sobre el cumplimiento de lo pactado. La idea de que los acuerdos comprometían políticamente al conjunto del Estado quedó opacada por el principio de que lo convenido no obligaba legalmente a los demás poderes, salvedad hecha de algún vago deber moral. En particular, las facultades constituyente y determinante de la ley del poder legislativo quedaban a salvo respecto a cualquier obligación adquirida por el ejecutivo. En otras palabras, de acuerdo con este esquema de disyunción entre lo político y lo legal, el congreso podía hacer caso omiso de los pactos políticos. Y fue esto precisamente lo que hizo el poder le-gislativo en abril de 2001, mientras el gobierno federal aceptaba “resignadamente” el desenlace. En este caso, la mayoría legislativa no se tomó el trabajo de escuchar la voz de los pueblos indígenas, sintetizada en los acuerdos mínimos alcanzados con el gobierno. Las mayorías de las res-pectivas cámaras se escucharon a sí mismas, y luego decidieron. Y es sintomático que, cuando lo hicieron, los cartabones de su dictamen fueron las interpretaciones de los acuerdos prevalecientes en el gobierno priista de Zedillo y en el ahora partido oficial. El ejecutivo foxista no tuvo necesi-dad de hacer explícita su interpretación de los acuerdos; le bastó con mostrarse “neutral“. Cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió, el 6 de septiembre de 2002, declarar impro-cedente las controversias constitucionales que habían presentado diversos municipios en contra del procedimiento de reforma constitucional, alegando que la primera fracción del artículo 105 constitucional no la faculta para revisar tal procedimiento (el cual “no es susceptible de ningún tipo de control judicial” y, por tanto, “no procede la revisión” de los actos del legislativo en tanto órgano reformador), dejó sin defensa a los pueblos y cerró el círculo de hierro del poder.
Los indígenas fueron víctimas, en fin, de la lógica del mismo poder que querían cambiar. Quedaron atrapados en un circulo vicioso: reclamaron ser parte de una nación renovada, pero la resolución legal sobre ese ingreso la tomaron unos poderes (el Congreso de la Unión, los congresos locales, el Poder Judicial de la Federación) de los que precisamente no son parte los pueblos indígenas, lo que, a su vez, en buena medida explica el porqué fueron rechazados. El gobierno de la república —el priista, al igual que el actual foxista— fue parte clave de este juego.

4. La estrategia foxista: desarrollo de la comunidad

Lo dicho hasta aquí queda reforzado por el hecho de que, desde antes de tomar las riendas del go-bierno, el grupo foxista había abrazado una doctrina que especula con la posibilidad de remontar el contencioso indígena sin el reconocimiento de la autonomía. En efecto, un rasgo parece caracterizar la ruta foxista en torno a la problemática étnica: la esperanza de resolver o disolver los conflictos con los pueblos, especialmente el que se expresa en Chiapas, mediante programas de “desarrollo social“, obviando la solución del asunto de fondo que tiene que ver con el reconocimiento de derechos. Este enfoque “desarrollista”, que ha sido expresado en forma reiterada por el Comisionado para la Paz en Chiapas, Luis H. Álvarez, está orientando la estrategia oficial. En síntesis, se dice que el gobierno ofrece reiniciar de inmediato el diálogo con los zapatistas, naturalmente en los términos de aquél; pero se advierte que si los rebeldes no aceptan sentarse a la mesa, entonces eso no detendrá a las autoridades para impulsar los apoyos y los proyectos de desarrollo en las comunidades.
En una reunión de académicos realizada a finales de 2000, en la que estuvo presente el que sería Comisionado para la Paz y su equipo, me percaté de la marcada tendencia de éstos a poner machaconamente el énfasis en las medidas socioeconómicas, en un marco en el que desaparecían o apenas figuraban los pasos y esfuerzos necesarios para concluir el acuerdo político con los pueblos indígenas. Llamé entonces la atención sobre lo que, a mi manera de ver, era un enfoque parcial. Opiné que debía mantenerse, incluso en el primer plano de prioridad, la meta de arribar a un pacto nacional de reconocimiento de los derechos mínimos de los pueblos indígenas, pues este contrato era una condición de todo lo demás. No pueden aplicarse programas de desarrollo que sean exitosos sin arreglo político. El virtual comisionado pareció estar de acuerdo con este razonamiento. Después de aquel fugaz intercambio, no hemos cruzado palabra. Pero tanto la actuación como las declaraciones del funcionario en los dos últimos años revelan que el enfoque referido no sólo no fue abandonado, sino que se ha reforzado cada vez más en el seno del gobierno.
El comisionado, en efecto, ha reiterado recientemente esta visión. Después de reunirse con los miembros de la COCOPA, en uno de los esfuerzos cada vez más lánguidos de ésta para promover un acercamiento entre las partes, el funcionario declaró que no sólo el diálogo con los rebeldes per-mitirá solucionar la problemática de la entidad chiapaneca; y agregó que el gobierno está “instru-mentando acciones que tienen que ver con las demandas originarias del EZLN”, tales como educación y salud. Aunque el gobierno esperará a que los zapatistas regresen a la negociación, advirtió que esto “no implica el abandono de las acciones que en lo social se están instrumentando”.
Es claro que no puede esperarse razonablemente que un gobierno renuncie a emprender acciones sociales. Pero lo que sí puede requerirse es que procure que éstas sean realmente efectivas. No lo serán en las actuales circunstancias. ¿Qué deberíamos esperar del comisionado? Que estuviera insistiendo en la necesidad de crear condiciones para avanzar hacia el acuerdo político. Por ejemplo, instando al congreso, a nombre del ejecutivo federal, a emprender la “reforma de la reforma”. Un enfoque de este tipo daría credibilidad a los llamados del gobierno al diálogo. Pero ¿qué confianza puede suscitar un discurso que plantea el diálogo, sin que se den paso medulares para construir sus condiciones, mientras se ponen en práctica acciones para sortear el acuerdo y, de paso, debilitar a la parte contraria? Lo dicho: persiste la idea de que una solución política, satisfactoria para ambas par-tes, no es un requisito para llegar a buen puerto. El mensaje parece ser: Si los zapatistas aceptan negociar en nuestros términos, serán bienvenidos; si no, peor para ellos. Después de las frustradas reformas, por tanto, se ha vuelto al punto de partida: nada que implique cambios sustanciales.
Todo indica que no se trata de una visión particular del comisionado, sino que es parte de un plan minuciosamente concebido, cuyos propósitos no tienen en verdad la meta de promover el desarrollo de los pueblos indios, sino ahorrarse los cambios. Inclina a pensarlo el hecho de que se trata de un programa enfocado al Estado de Chiapas y, en particular, a las zonas de influencia zapatista, sin que vaya acompañado de un proyecto nacional para el desarrollo social de las regiones indígenas del país. ¿Si la penosa situación socioeconómica de las comunidades chiapanecas es prácticamente la misma que sufren los indígenas en otras partes (Oaxaca, Guerrero, Puebla, etc.), por qué entonces el gobierno no muestra la misma obsesión por el “desarrollo social” en éstas que en aquéllas? La información disponible indica que en Chiapas el gobierno está dispuesto incluso a usar todo su poder para lograr la aceptación de sus ofrecimientos entre los indígenas descontentos. En cambio, en regiones donde los pueblos reclaman atención gubernamental desde hace décadas, la actitud de las autoridades federales es de indiferencia, cuando no de desprecio. De hecho, como se ha visto, el gobierno carece de plan global alguno en relación con los pueblos indígenas de México (y si existe, se ha mantenido en secreto), que no sea la desganada continuidad de la vieja política indigenista.
Así las cosas, cabe presumir que las “acciones sociales” destinadas a los indígenas de Chia-pas tienen mucha miga impresentable. Las medidas que a toda costa quiere poner en práctica la actual administración en Chiapas, en medio de la dejadez que muestra para el resto de las regiones, hacen pensar que su objeto no es promover el desarrollo, sino debilitar al EZLN y sus bases de apo-yo. Una vieja idea parece precederla: que desarticulando el principal núcleo de resistencia india, en breve también se podrá quebrar políticamente al movimiento indígena en su conjunto. En tal evento, ya no será necesario siquiera hablar de reconocimiento de los derechos autonómicos de los pueblos. En este esquema es difícil ocultar el bulto contrainsurgente. Así que después de todo el gobierno sí parece tener un proyecto, al menos para los indígenas chiapanecos; pero no puede ser nombrado con el término de desarrollo, sino de contrainsurgencia.
Tal enfoque quizá ha sido el mayor obstáculo para la búsqueda de una solución al conflicto. La experiencia indica que en estos casos debe procurarse, ante todo, una solución política; y que en este marco deben diseñarse los programas para solventar los múltiples rezagos en materia socioeconómica. Tales programas deben ser convenidos con los pueblos, si se desea que tengan éxito; lo que presupone entonces el acuerdo político en torno a los derechos de esos pueblos (núcleo del recono-cimiento). Sin los cambios que trae consigo el pacto autonómico, las medidas de gobierno continúan en su tradicional tesitura asistencialista; no es casual que en el lenguaje de los funcionarios y depen-dencias que actúan en Chiapas las palabras más usadas para referirse a sus propias acciones sean “apoyo” y “ayuda”. En suma, se debe transitar en el sentido inverso de la génesis del conflicto: éste se ha gestado básicamente desde la desigualdad socioeconómica y ha cristalizado en demandas sociopolíticas; para remontar la situación, se debe avanzar desde el acuerdo político para posibilitar las medidas socioeconómicas consecuentes. Pero esto implicaría una voluntad renovadora que, paradójicamente, parece estar ausente en el ánimo de los actuales gobernantes “del cambio”.
El tiempo dirá si es posible irse por la tangente: procurar el “desarrollo social” de las comunidades, según el peculiar punto de vista gubernamental, sin una solución política de conjunto y soslayando el reconocimiento real de los derechos de los pueblos. Por lo pronto, después de más de dos años, no se advierten frutos alentadores.

5. Igualdad versus reconocimiento

Lo que está en juego es una vieja cuestión: la supuesta disyuntiva entre redistribución (que promueve la igualdad) y reconocimiento (que reivindica la diferencia). En la actual coyuntura, el ejecutivo federal se presenta como un "partidario" de supuestas medidas redistributivas (envueltas en el “desa-rrollo social”), mientras se desentiende del reconocimiento de derechos (y en esto cuenta con el respaldo de los demás poderes). Al margen de que, como se ha visto, las “acciones” del gobierno foxis-ta no son en verdad redistributivas en sentido autonómico, la perspectiva que queremos defender aquí es que aquella disyuntiva es falsa. No necesitamos escoger. El punto es, y siempre ha sido, cómo lograr reconocimiento e impulsar la igualdad simultáneamente, como partes del mismo proceso.
Una breve digresión teórica puede aclararnos el asunto. Las identidades que el régimen de autonomía busca sustentar y valorar son múltiples: los grupos identitarios combinan y jerarquizan diversas pertenencias. Las identidades no son estáticas, entre otras razones porque no son ajenas a determinados contextos; por lo tanto, son tan dinámicas como la trama social en la que cobran vida y significado. Esta perspectiva de las identidades múltiples y cambiantes es uno de los cuadros básicos en el que la autonomía debe concebirse. Cualquier política fundada en las identidades como si fuesen esencias o entes aislados resulta inadecuada. La visión esencialista es inconveniente porque, por un lado, promueve el aislamiento, la intolerancia y resulta contraria el pluralismo; pero, por otro, porque hace caso omiso del contexto y, por consiguiente, ignora los cimientos socioeconómicos y el régimen de dominación política que son los nervios articuladores de las desigualdades nacionales, étnicas o de género. De ahí que alimente la ilusión de que es posible encontrar soluciones al margen de cambios (redistributivos) de las estructuras socioeconómicas, así como sin transformaciones de las prácticas políticas y culturales enraizadas en estas estructuras.
De lo que resulta que desvincular la vertiente socioeconómica de una “política de la identidad” es tan incorrecto como dejar de lado el reconocimiento. La autonomía es una política de la identidad que busca articular los cambios estructurales para perseguir la igualdad y la justicia, con los cambios socioculturales para establecer el reconocimiento de las diferencias y desterrar las relaciones que minoran e irrespetan a los grupos identitarios. Durante una larga etapa, la iz-quierda privilegió la redistribución, esto es, la lucha por la igualdad social y contra la explota-ción, prescindiendo más o menos radicalmente del reconocimiento de las identidades. Últimamente, movimientos muy diversos dan exclusividad (o casi) a la lucha contra la dominación cultural y a la reivindicación de las diferencias fundadas en la nacionalidad, la etnicidad, el género y la sexualidad. Su fuerza y extensión es una novedad. Lo peculiar de esta corriente en ascenso es que regularmente acepta sin reservas ni crítica la política de reconocimiento en boga. Me refiero al reconocimiento que se funda en los cartabones del etnicismo esencialista o del multiculturalis-mo liberal, para los que el problema de la discriminación y la exclusión desplaza el problema de la explotación y la desigualdad socioeconómica o lo coloca en un plano muy secundario. Ambos caminos son equivocados. Trascenderlos requiere una crítica tanto de las formulaciones que favo-recen sólo la redistribución como de las que se limitan al reconocimiento, al menos como se han planteado hasta ahora.
Hace varios lustros, insistimos en la necesidad de considerar simultáneamente dos géneros de transformaciones: a) las dirigidas a las relaciones socioeconómicas y b) las que debían enfocarse a la dimensión sociocultural, ya que sólo las primeras no bastaban para construir sistemas demo-cráticos y pluralistas. Y subrayaba que suprimir las desigualdades socioculturales no implicaba eliminar la diferencia. Construir lo que entonces llamé “democracia nacional” (pues implicaba “el replanteo del conjunto de la nación en tanto comunidad humana”) suponía que las dos dimensio-nes señaladas eran parte el mismo proyecto. En fecha reciente, y utilizando la actual terminología, N. Fraser ha planteado la cuestión en sus justos términos: “En lugar simplemente de adoptar o rechazar de modo incondicional la totalidad de la política de la identidad, deberíamos enfren-tarnos a una nueva tarea intelectual y práctica: la de desarrollar una teoría crítica del reconoci-miento, que identifique y propugne únicamente aquellas versiones de la política cultural de la di-ferencia que puedan combinarse de manera coherente con una política social de la igualdad”.
El proyecto (político y analítico) de Fraser explícitamente da por sentado que “la justicia hoy en día precisa de dos dimensiones: redistribución y reconocimiento”, y la tarea pendiente consiste en desentrañar su relación. “En parte —explica la autora— esto significa resolver la cuestión de cómo conceptualizar el reconocimiento cultural y la igualdad social de forma que éstas se conju-guen, en lugar de enfrentarse entre sí [...] También significa teorizar las formas en las que la desigualdad económica y la falta de respeto cultural se encuentran en estos momentos entrelazadas respaldándose mutuamente. Posteriormente, significa clarificar, además, los dilemas políticos que emergen cuando tratamos de luchar en contra de ambas injusticias simultáneamente.”
Un supuesto implícito en todo lo indicado es que una política autonomista no debe supo-ner que los pares: diferencia-reconocimiento, de una parte, e igualdad-redistribución, de la otra, sean necesariamente incompatibles. Son las respectivas formulaciones actualmente en pugna las que los convierten efectivamente en antitéticos, teórica y políticamente. La revisión crítica referida —de la que, por cierto, no partimos de cero— supone entender que igualdad y diferencia no sólo no son nociones contrapuestas sino que se refieren a dos metas estratégicas de la autonomía, que requieren una necesaria armonización en la teoría y la práctica. La diferencia no es un sinónimo de desigualdad ni la igualdad es un fin contrapuesto a la diversidad. La sociedad de las autonomías es aquella en que la igualdad y la diferencia van de la mano.
Una de las debilidades de nuestro “multiculturalismo” radica en la oscilación arbitraria entre igualdad y reconocimiento. En coyunturas distintas se pone el énfasis en una u otra, sin que se al-cance una integración óptima. En el pasado, lo frecuente fue abordar la llamada problemática étnica como si involucrara sólo a grupos socioeconómicos (campesinos, etc.); en los últimos tiempos tiende a predominar la tendencia que reduce la cuestión a entidades “culturales” que no marcan serias de-mandas de redistribución. En cada caso, la pregunta que queda sin responder es: ¿qué redistribución implica el reconocimiento de la diversidad y, en su turno, qué política cultural de la diferencia es una condición o un prerrequisito para cualquier proyecto social que propugne por la igualdad?
La indefinición tiene un efecto deformante en las políticas públicas. Como hemos visto al examinar la política foxista, las acciones de “desarrollo social” —cualquier cosa que eso signifique en realidad—, por una parte, y el reconocimiento, por otra, se encuentran fuertemente enfrentados, como polos que se excluyen mutuamente. Pero la contradicción o la ambigüedad también pueden invadir a proyectos concebidos para construir una política de la identidad que sea favorable a los pueblos. La tensión entre reconocimiento y redistribución se advierte, por ejemplo, en los Acuerdos de San Andrés. Un aspecto ilustrativo de ello lo constituye el reconocimiento del derecho de los pueblos y comunidades al uso colectivo de los recursos naturales en sus territorios. Este es un te-ma pertinente aquí porque se trata de un derecho que precisamente articula el reconocimiento de los pueblos como entes autónomos (o “entidad de derecho público”, como se indica en los acuerdos) con la asignación de bienes a dichos pueblos para procurarles un piso de sustentabilidad. Esa asignación operaría como un mecanismo redistributivo que tendría como efecto promover la igualdad, en la medida en que beneficiaría a un sector actualmente muy desfavorecido.
En un escrito publicado después de la decisión de la Suprema Corte sobre la legalidad de las reformas, J. Fernández Souza aconseja examinar qué es lo que proponen sobre el punto de los recursos los Acuerdos de San Andrés, la propuesta COCOPA y el texto constitucional reformado en 2001. En los acuerdos se asume que las comunidades indígenas tengan preferencia en las conce-siones para la explotación y aprovechamiento de los recursos naturales. En el texto COCOPA, aunque se marca el acceso colectivo a dichos recursos, no se señala preferencia alguna. Finalmente, en la reforma constitucional de 2001, pese a las limitaciones ya señaladas, se establece el “uso y disfrute preferente de los recursos naturales”. Ahora bien, el núcleo de la argumentación del autor es que ni en los acuerdos ni en las reformas (y mucho menos en la propuesta COCOPA), “el dere-cho de los pueblos indios al aprovechamiento y explotación de los recursos naturales de sus territorios queda plenamente garantizado”.
Como se sabe, el actual marco constitucional establece que los recursos naturales son pro-piedad de la nación. De estos, se reservan unos que sólo pueden ser explotados por la misma nación, mediante sus organismos públicos, como es el caso de los hidrocarburos. En cambio, otros recursos del suelo y el subsuelo, así como de las aguas, pueden ser concesionados a particulares o entidades sociales para su explotación, sin que la nación transfiera su propiedad. Es a estos recur-sos a los que podrían acceder los pueblos indios y, también, las empresas privadas. Si los pueblos o comunidades tuvieran que competir en cada caso con las empresas privadas para la obtención de la concesión correspondiente, es evidente que éstas tendrían una enorme ventaja y, como norma, resultarían las beneficiadas. La única forma de garantizar que los indígenas accedan al aprovechamiento de los recursos de sus territorios consistiría en establecer un criterio constitucional claro y contundente en su favor, que excluyera la competencia desigual de las empresas; este cri-terio sería, dice el autor, instituir el derecho exclusivo de los pueblos y comunidades a la conce-sión sobre esos recursos. Pero, arguye Fernández Souza, dado que ninguna de las formulaciones en pugna lo hace (los acuerdos y la actual carta magna se refieren a la preferencia, pero no a la exclusividad, mientras la propuesta COCOPA no alude ni a una ni otra), estamos ante un serio va-cío que no podría superarse oponiendo “un proyecto a otro”, sino reabriendo “el debate parlamentario” con el propósito de “afinar los puntos constitucionales”.
Lo que se desprende del examen de este punto tan importante de los Acuerdos de San An-drés (y no se diga de la propuesta COCOPA) es que la formulación para garantizar la redistribución a favor de los pueblos indios en materia de recursos, congruente con el reconocimiento de derechos, adolece de serias insuficiencias. ¿Cómo superar desequilibrios de este tipo, que seguramente se podrán advertir en relación con otros rubros de derechos, para que el reconocimiento vaya asegurado por la redistribución que le dé sustento? Esta deberá ser una cuestión crucial en lo ade-lante. Pero para que se reabra el debate parlamentario y eventualmente se realice la demandada “reforma de la reforma”, no bastarán las buenas razones; se requerirá de la fuerza política que lo haga posible. Lo “definitorio” —coincido con el autor— será la organización y la acción “de los mismos pueblos y de quienes están con ellos”.

6. La respuesta del movimiento indígena

Este es, en efecto, el quid del asunto. Dicho con brevedad, las fuerzas que fueron capaces de echar a un lado los pactos políticos y de imponer su propio punto de vista en los poderes del Estado, sólo pueden ser contrarrestadas por otra fuerza política (autonomista, popular e independiente, que rebase el mundo indígena) con suficiente empuje como para reabrir el debate y hacer los reajustes de reconocimiento y redistribución. Esta ha sido la experiencia en otros países. El movimiento indígena mexicano no ha logrado reunir esa fuerza. Sin duda, la razón por la que el actual gobierno ha concluido que puede concentrarse en las “acciones sociales” a su modo, aban-donando los compromisos de reconocimiento contraídos en 1996, se encuentra en la insuficiente resistencia efectiva que, hasta ahora, ha mostrado el movimiento indígena organizado. Si a la ac-titud adversa de los poderes se agrega la necesidad de afinar los puntos pactados para asegurar la sustentabilidad de los pueblos, vía la redistribución, se entenderá que los desafíos son considera-bles.
¿Cómo ha respondido el movimiento indígena en los últimos años a tales retos? El movi-miento indígena ha estado inmerso en un estado de dispersión y división interna, agravado por la carencia de una estrategia política clara y propia. En fechas recientes, el momento más brillante de las luchas indias corresponde a los años que van del levantamiento zapatista a las negociacio-nes de San Andrés (1994-1996). En ese lapso hay que incluir el propio proceso de diálogo y ne-gociación, que implica una gran efervescencia reflexiva y organizativa, y la aparición (junto a in-contables organizaciones locales y regionales) de dos importantes organizaciones con horizontes nacionales: la Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía (ANIPA) y el Congreso Na-cional Indígena (CNI). De hecho, el CNI apareció como fruto de una gran convocatoria unitaria, que incluyó a la propia ANIPA. Pero a partir de 1997, brotaron contradicciones que, mal maneja-das, provocaron divisiones cada vez más agudas. El vigor nacional del movimiento fue desfalle-ciendo.
El resultado ha sido, para decirlo suavemente, el decaimiento de la ANIPA y el CNI. Así, hoy no existe una organización nacional aglutinadora, activa, con capacidad de movilización y, lo más importante, con un programa político a corto y mediano plazo. Durante los últimos años, la presencia nacional del movimiento ha dependido de la convocatoria esporádica del EZLN (un buen ejemplo de ello fue la Caravana de la Dignidad iniciada en febrero de 2001); pero ha faltado iniciativa propia, continuidad y respuesta puntual y eficaz a cada golpe proveniente del Estado. Esto ha provocado una desvinculación acusada de los movimientos locales y regionales, carentes de liderazgo nacional, respecto de las iniciativas populares de diverso tipo que han surgido en los últimos tiempos. Con escasas salvedades, la lucha indígena se ha aislado de otros movimientos sociales en los que podría fecundar sus energías. Por ejemplo, en las recientes luchas campesinas, originadas en los efectos del capítulo agropecuario del TLC y la política gubernamental, impul-sadas por el movimiento “El campo no aguanta más” en 2003, la poca presencia de las organiza-ciones indígenas ha sido notable. Lo mismo puede decirse de los movimientos globales, como lo ilustra el eclipse del movimiento indígena mexicano en el tercer Foro Social Mundial de Porto Alegre. Lo paradójico es que en la fase en que la causa indígena ha alcanzado uno de sus puntos más altos en cuanto a aceptación pública, el movimiento indígena no ha logrado traducirlo en presencia política nacional para impulsar el logro de sus fines.
La reivindicación de los Acuerdos de San Andrés, según la formulación COCOPA, como la demanda mínima de los indígenas ha sido un norte para su movimiento. Pero se corre el riesgo de que, conforme pase el tiempo, se convierta en un discurso cada vez menos inspirador. Una vez que los tres poderes han definido su posición respecto a lo pactado en 1996, se ha agotado una fa-se, y se requieren nuevas iniciativas y respuestas que vayan más allá de las declaraciones a favor de los acuerdos. Cualquiera que sean las nuevas rutas, parece necesario que los reclamos propios se enlacen con otras demandas y luchas de alcance nacional.
No todo en el panorama es oscuridad. Comienzan a advertirse esfuerzos que apuntan hacia una renovación de la lucha indígena. Buena parte de ellos proceden de organizaciones re-gionales que toman iniciativas para articularse con otras y, juntas, vincularse con las grandes lu-chas sociales. Un ejemplo ilustrativo es el de la Unión de Comunidades Indígenas de la Zona Norte del Istmo (UCIZONI), que agrupa a 67 comunidades de once municipios de Oaxaca. En ene-ro de 2003, UCIZONI decidió incorporarse al movimiento “El campo no aguanta más”. También convocó a una reunión nacional de organizaciones indias y campesinas para acordar acciones en relación no sólo con el reconocimiento de los derechos indígenas, sino además con la resistencia frente el Plan Puebla-Panamá, el TLC y el ALCA. Asimismo, con otras 16 organizaciones, UCIZONI convocó a un encuentro nacional (en el que participó cerca de una centena) para evaluar los efec-tos de la contrarreforma agraria de 1992 y en defensa de la tierra, que tuvo lugar en Chiapas a principios de febrero.
Llama la atención que estas iniciativas se realicen por fuera de las dos organizaciones in-dias con estructuras nacionales. Ante la pregunta de si el CNI participaba en las acciones mencio-nadas, uno de los coordinadores de UCIZONI respondió que ellos habían realizado acciones en apoyo de los zapatistas desde el inicio del levantamiento, participaron en la constitución del CNI, en la Caravana de la Dignidad, etc., “pero vemos que el CNI perdió autonomía y representativi-dad, que no tiene ninguna iniciativa en relación con las demandas indígenas del país". Y agregó: "El planteamiento es que se constituya una verdadera organización indígena de carácter nacional y autónoma, que no dependa de ningún partido o líder carismático, y en este momento desgracia-damente no existe una organización indígena nacional que pueda en esta coyuntura dar una res-puesta. El caso de Ecuador es el ejemplo de que constituyendo una verdadera organización con estructura se pueden lograr espacios importantes como lo ha hecho la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador)".
Está por verse si la presión desde abajo, regional y local, puede abrir nuevas perspectivas. Por lo pronto, se advierten indicios positivos que en parte resultan de este empuje. Van unos ejem-plos ilustrativos. En septiembre de 2002, 48 organizaciones regionales, buena parte de ellas vincula-das a la ANIPA, se reunieron en Chilpancingo, Guerrero, para evaluar la situación y definir acciones. La asamblea hizo un dictamen severo del estado del movimiento indígena y arribó a conclusiones importantes: que había que remontar la división y la dispersión; que se debía trabajar por la unidad y la construcción de un Movimiento Nacional Indígena, y que urgía propiciar acercamientos con otros sectores populares a fin de “construir una gran fuerza de todos los sectores democráticos y plura-listas”. Entre otros, un efecto de este encuentro fue el acercamiento de algunas de las organizacio-nes participantes en la posterior lucha campesina de “El campo no aguanta más”. Al mes siguiente de la reunión de Guerrero, por demanda de las autoridades tradicionales de la tribu yaqui, se realizó en el territorio de ésta un segundo encuentro nacional de pueblos y organizaciones indígenas, en la búsqueda de articular las luchas regionales indias con otros movimientos.
Por su parte, el CNI impulsó un foro nacional en defensa de la medicina tradicional en el que se rechazó cualquier restricción del Estado al aprovechamiento libre y universal de sus recursos e hizo un llamado “a todos los pueblos indígenas de México al fortalecimiento de su autonomía, al establecimiento de formas de control territorial surgidas desde nuestras comunidades, a la conso-lidación y desarrollo de la cultura y medicina propias, y al intercambio de experiencias, saberes y conocimientos tradicionales”. Pero es en el pronunciamiento emitido en enero de 2003 por la región Centro-Pacífico del CNI donde se observa un cambio discursivo importante que puede tra-ducirse en nuevas rutas prácticas. En primer lugar, completada la negativa de los poderes del Es-tado ante los reclamos autonómicos indios, se toma la decisión de “no solicitar mayores recono-cimientos para el ejercicio de nuestros derechos y, si en cambio, respeto de nuestras tierras, terri-torios y autonomía”. Como contrapartida, dicen, “no nos queda más que hacer valer la plena au-tonomía de nuestros pueblos y comunidades” y responder conjuntamente a cualquier intento esta-tal que busque impedir el ejercicio de dicha autonomía. Aunque no hay nada nuevo en el propósi-to de impulsar autonomías de hecho (proclamado también en otras ocasiones por grupos diversos), lo novedoso radica en que este anuncio se hace en un contexto distinto: el desistimiento del reclamo de reconocimiento ante el Estado. Ello podría tener implicaciones teórico-prácticas de largo alcance. El tiempo dirá si tal posición se queda en una bravata o se traduce en hechos con-cretos y de qué tipo. Pero, por lo pronto, hay aquí un giro apreciable. El segundo acuerdo puede tener efectos inmediatos, con implicaciones profundas a largo plazo: se llama “a todas las comu-nidades indígenas del país a manifestar su oposición y rechazo al Tratado de Libre Comercio, exigiendo la cancelación inmediata de su capítulo agropecuario y haciendo una sola fuerza con todos nuestros hermanos campesinos.” Aquí hay un énfasis en la unidad de acción con otras fuerzas que podría iniciar una nueva época de alianzas venturosas.
Considerando estos nuevos barruntos procedentes de distintas organizaciones que, hasta hoy, no han logrado articular sus enfoques y prácticas, puede albergarse un cauto optimismo. Existen po-sibilidades de que las organizaciones confluyan en espacios de luchas afines y, merced a ese proceso, se abran nuevas perspectivas de unidad y logros autonómicos comunes.

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